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PARA EL CAMINO
Jesús no quiere perdernos, no quiere que nos desanimemos ni que suframos en vano, como tampoco quiere que su sufrimiento y muerte en la cruz por los pecados de la humanidad sean en vano.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.
Les quiero contar una historia ficticia sobre un matrimonio que, vamos a pretender, vive en mi barrio. Aunque fue creada en mi imaginación, tal vez usted, que está escuchando, se sienta identificado con alguna parte de esta situación que le presento. Recuerde, cualquier similitud con la realidad es simple casualidad.
Santiago y Rosa ya llevan doce años de casados. Hace algunas semanas tuvieron una gran pelea. Es inusual que se peleen entre ellos. En general, siempre se han llevado bien, han tenido alguna que otra discusión, alguna «situación» difícil, pero nunca una pelea como ésta. Ambos estaban heridos. Sus emociones estaban dolidas, y ninguno de los dos sabía bien qué hacer con relación a esa pelea y cómo seguir la vida diaria.
En los días que siguieron, Rosa estuvo muy callada. No expresó sus sentimientos, al menos no lo hizo en forma verbal. No pronunció ni una frase completa delante de su marido. Todo lo que decía era: «Sí», «Seguramente», «Tal vez». Cada mañana se levantaba, se duchaba y se iba al trabajo. No desayunaba en casa, como había sido su costumbre por muchos años. Santiago se daba cuenta que las actitudes de su esposa eran señales de profunda conmoción emocional. Santiago también se daba cuenta que esas actitudes eran una clara señal que todavía no era el momento apropiado de acercarse a ella para buscar una explicación con respecto a la pelea, o para entablar un diálogo que los acercara nuevamente. Pero cuanto más tiempo pasaba, más ansioso se ponía. Lamentaba no poder compartir el desayuno con su esposa y extrañaba el beso con que siempre se despedían antes de salir para el trabajo. Santiago esperaba con ansias ver una señal que le ayudara a ver dónde estaba Rosa con respecto a su matrimonio.
Una mañana, Santiago se levantó y fue a la cocina. Vio que la mesa estaba preparada para dos y que el desayuno estaba siendo preparado sobre la hornalla. Santiago sonrió. Ésa era una buena señal. Su nivel de ansiedad disminuyó, y pensó que tanto él como su esposa estaban listos para andar por el camino de la reconciliación.
La historia que les voy a contar ahora no fue creada en mi imaginación. Es verídica. No tiene que ver con una pareja, sino con Cristo y su iglesia. En varias ocasiones la Biblia describe a la relación de Jesús y la iglesia como una relación matrimonial. Jesús es el novio, la iglesia es la novia. En esta historia hay dolor, peleas, sufrimiento, ansiedades, señales, advertencias, y recompensas… pero también hay un final feliz.
El capítulo 13 del evangelio según San Marcos comienza diciendo: «Jesús salía del templo cuando uno de sus discípulos le dijo: «Maestro, ¡mira qué piedras! ¡Qué edificios!» Jesús le dijo: «¿Ves estos grandes edificios? Pues no va a quedar piedra sobre piedra. Todo será derribado.» Estaba Jesús sentado en el monte de los Olivos, frente al templo, cuando Pedro, Jacobo, Juan y Andrés le preguntaron por separado: «Dinos, ¿cuándo sucederá todo esto? ¿Y cuál será la señal de que todas estas cosas están por cumplirse?» Jesús les respondió: «Cuídense de que nadie los engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre, y dirán: «Yo soy el Cristo,» y a muchos los engañarán. Cuando oigan hablar de guerras y de rumores de guerras, no se angustien, porque así es necesario que suceda, pero aún no será el fin. Se levantará nación contra nación, y reino contra reino, y habrá terremotos en muchos lugares, y habrá también hambre. Esto será el principio de los dolores. Pero ustedes tengan cuidado; porque los entregarán a los tribunales, y los azotarán en las sinagogas; por causa de mí los harán comparecer ante gobernadores y reyes, para dar testimonio ante ellos. Pero antes tendrá que proclamarse el evangelio a todas las naciones. Cuando los arresten y los hagan comparecer, no se preocupen por lo que deben decir, sino sólo digan lo que en ese momento les sea dado decir. Porque no serán ustedes los que hablen, sino el Espíritu Santo. El hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y los hijos se rebelarán contra los padres, y los matarán. Por causa de mi nombre todo el mundo los odiará a ustedes, pero el que resista hasta el fin, se salvará.» (vs 1-13)
Sugiero que nos concentremos en algunos elementos que sobresalen en esta conversación. El primer elemento es el templo. El templo judío al que hace referencia el discípulo que habló con Jesús, fue una de las obras más magníficas de la antigüedad. Reconstruido unos 500 años antes de Cristo, después de su primera destrucción por los asirios, fue ampliado y embellecido por Herodes el Grande un poco antes del nacimiento de Jesús. El comentario de uno de los discípulos de Jesús acerca de lo grandioso de las piedras y de los edificios, era el comentario general de cualquier judío. Todos los judíos, especialmente los que vivían en Jerusalén, estaban muy orgullosos de su templo. El templo era el ícono de la ciudad de Jerusalén, como la torre Eiffel lo es para París y la Estatua de la Libertad lo es para Nueva York. En realidad, el templo ocupaba más o menos el 20 por ciento de la superficie de la ciudad. Fuera del templo, no había mucho más para ver en la «Ciudad Santa».
«Maestro, ¡mira qué piedras! ¡Qué edificios!» Qué comentario interesante para alguien que estaba saliendo del templo por última vez. Es el martes antes del viernes de la crucifixión.
Veamos el segundo elemento que sobresale en esta historia: el anuncio de destrucción. El templo, el centro de la vida judía, el centro de la adoración del pueblo de Dios, algo que en sus mentes era totalmente «indestructible», estaba sentenciado a ser completamente destruido. Los discípulos quedaron perturbados por este anuncio de Jesús, por lo que comenzaron a sentirse ansiosos y a buscar señales que le dieran algún alivio o que los preparara para lo que iba a suceder. Pero Jesús se mantiene en silencio. No expresa nada más sobre ese tema, y él con sus seguidores dejan el templo y la ciudad. Unas horas después Jesús sube a un cerro, y se sienta con los suyos entre el plantío de olivos. Desde allí, él y sus discípulos podían ver la ciudad y el templo desde una perspectiva única.
Cuatro discípulos se acercan a Jesús para tratar de sacarle información acerca de este anuncio tan perturbador: «Dinos, ¿cuándo sucederá todo esto? ¿Y cuál será la señal de que todas estas cosas están por cumplirse?» Me pregunto por qué los discípulos le preguntaron esto a Jesús. ¿Habrá sido para salir corriendo a esconderse cuando comenzaran a ver las primeras señales?
Jesús avanza en el tema y lo lleva a un nivel más profundo, aunque las señales que da son muy generales: terremotos, guerra, hambruna. Éstas son cosas de las cuales usted y yo vemos y oímos todos los días. Las señales a las que hace referencia Jesús no bajan el nivel de nuestras ansiedades. Pero hay dos advertencias de Jesús que son mucho más poderosas que las señales que él indicó: la primera está en el versículo 5, donde dice: «Cuídense de que nadie los engañe», y la segunda en el versículo 9, donde dice: «Pero ustedes tengan cuidado».
Las advertencias de Jesús vienen cargadas de solemnidad y salen de un corazón que ya está profundamente conmovido, porque él sabe que los judíos destruirán el nuevo Templo Santo, el Hijo de Dios, el centro de la vida y el centro de la adoración de los creyentes. Los judíos arrestarán a Jesús y harán que lo cuelguen de una cruz.
Los discípulos iban a ser testigos de una parte de estos acontecimientos. Digo «de una parte», porque cuando la mayoría de los discípulos se da cuenta que Jesús realmente no iba a usar su poder para salvarse a sí mismo, huyeron despavoridos para ocultarse tras puertas cerradas con llave. Cuando Jesús fue llevado a la corte ante Pilato, y los discípulos vieron a la turba y escucharon sus gritos desaforados, no necesitaron más señales… sabían lo que iba a suceder.
El anuncio de Jesús acerca de la destrucción del templo y del odio que surgirá entre los miembros de las familias nos desilusiona y nos atemoriza, porque de alguna forma todos esperamos hacer de este mundo un lugar mejor para vivir, tanto para nosotros como para las futuras generaciones. Las palabras de Jesús son muy claras: «Así es necesario que suceda», dice en el versículo 7, y «Esto será el principio de los dolores», dice en el versículo 8.
Aunque usted y yo estemos de acuerdo en que debemos hacer todo lo posible para mejorar las condiciones de vida de nuestro mundo, tenemos que reconocer que el tema aquí nos lleva a otro lado: a las advertencias de Jesús. «Ustedes cuídense», fueron las palabras que el Maestro les dijo a sus discípulos. Vendrán tiempos muy difíciles para los cristianos. Habrá muchos que vendrán con palabras bellas, con promesas increíbles, con predicaciones movilizadoras, promoviendo renovaciones espirituales y hasta progreso material. Vendrán personas muy inteligentes y astutas que intentarán mostrarnos un lugar diferente de adoración, para que nos enfoquemos en cualquier otra cosa menos en el Señor Jesús. La sociedad moderna, por ejemplo, es uno de los dioses de nuestros tiempos. Con su bombardeo de propaganda por todos los medios masivos nos muestra cuáles deben ser nuestras prioridades y dónde debemos poner nuestra energía, nuestro tiempo y nuestro dinero. La sociedad, y ya no Dios, es quien nos dice lo que debemos creer y hacer para tener una vida próspera y cómoda.
Las palabras de Jesús son perturbadoras. «Así es necesario que suceda» (v. 7). En otras palabras, Jesús nos está avisando que habrá sufrimiento. Dios nunca nos mostró un mundo irreal ni nos hizo promesas de soluciones fáciles. Las palabras de Jesús son claras: «Habrá mucho sufrimiento». Pero en medio de todo ese sufrimiento, odio y traiciones, Jesús desliza una frase interesante: «Pero antes tendrá que predicarse el evangelio a todas las naciones» (v. 10).
Y éste es el tercer elemento importante en esta conversación entre Jesús y sus discípulos: «Antes tendrá que predicarse el evangelio». Aquí es donde los cristianos somos parte de la acción. Los creyentes en el Señor Jesús no entramos en la creación de divisiones, ni en el odio, ni en declarar la guerra. Los creyentes en el Señor Jesús estamos en este mundo para proclamar la gracia de Dios a un mundo en desgracia. Los creyentes en el Señor Jesús traemos buenas noticias a un mundo donde abundan las malas noticias. Los creyentes en el Señor Jesús mostramos el contraste entre la guerra y la paz, entre el odio y el amor, entre el hambre y la abundancia.
¿Es ésta una tarea fácil? ¡De ninguna manera! Y muchas veces fallamos en llevarla a cabo de acuerdo a como Dios espera de nosotros. Por eso Jesús nos hace esa advertencia. Él no quiere perdernos, no quiere que nos desanimemos, ni que suframos en vano, como tampoco quiere que su sufrimiento y muerte en la cruz por los pecados de la humanidad sean en vano. Jesús espera que las buenas noticias, que se anuncian en medio del dolor, la angustia y el sufrimiento, traigan consuelo y fortaleza para nosotros mismos en primer lugar, y para quienes nos rodean.
Jesús experimentó personalmente el rechazo de aquéllos a quienes amó, el poder del diablo que lo tentó ferozmente y lo persiguió de muchas maneras y el poder de la muerte que le sobrevino mientras colgaba en una cruz por los pecados de todos y cada uno de nosotros. Pero también experimentó el poder de la resurrección y la victoria sobre las fuerzas diabólicas. Es en vista de esa victoria que él nos promete: «El que resista hasta el fin, se salvará» (v. 13).
Estimado oyente, cuando alguien lo odie, no necesita vengarse, no debe desilusionarse, ni siquiera enojarse. Sabemos que el odio se muestra de muchas maneras, no necesariamente con una bala o un arma blanca. Por ejemplo, el odio se muestra cuando algunas personas no se sienten cómodas con los cristianos o cuando no se toman en serio los valores que vivimos los que somos hijos de Dios. Cuando algo así me sucede, trato de recordar que esto es algo que Jesús predijo hace ya dos mil años. No está ocurriendo por casualidad.
Si algo parecido le sucede a usted, estimado oyente, lo animo a que busque una señal que pueda ayudarlo, una señal que apunte al Dios verdadero que permitió que colgaran a su propio Hijo en la cruz. Tenga cuidado de que nadie lo engañe y aférrese a la promesa verdadera, a la que se va a cumplir, a la promesa que dice: «El que resista hasta el fin se salvará.»
¡Qué gran promesa! Quiero señalar tres aspectos de esta promesa que son absolutamente conmovedores. Primero, Jesús nos promete que nada es para siempre, sino que hasta el sufrimiento más terrible y el odio más dañino tendrán un fin. Segundo, promete que vamos a ser salvos, lo cual es una gran noticia, porque estábamos perdidos. Nuestro pecado nos había alejado totalmente de Dios y nos había condenado al castigo eterno. Pero Jesús promete que, quienes confiamos en su gracia perdonadora, seremos salvos y viviremos con el Padre Creador para siempre en la nueva creación que él ya nos está preparando. Y tercero, la corona de esta promesa es la garantía que Jesús le da a sus palabras. Jesús no hizo esta promesa en el vacío, sino que la hizo desde su experiencia de sufrimiento en la cruz y de su victoria en la resurrección. Esto quiere decir que quienes confiamos en él seremos salvos, porque gracias a que el Señor Jesús estará con nosotros, podremos estar firmes en la fe. Así lo prometió cuando se despidió de sus discípulos para volver a su Padre en el cielo: «Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo.» Esa es la garantía de nuestra firmeza en la fe: la presencia de Jesús.
Si de alguna manera podemos ayudarle a saber más acerca de la reconfortante presencia de Jesús para su vida, a continuación le diremos cómo comunicarse con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.