+1 800 972-5442 (en español)
+1 800 876-9880 (en inglés)
PARA EL CAMINO
¿Cómo ves el futuro? ¿Has tratado de imaginarte cómo será tu existencia en los próximos años? Los discípulos de Jesús, que lo habían dejado todo para seguirlo, así se lo preguntaron a su maestro. Y la respuesta de Jesús les dio mucho en qué pensar.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
¿Cómo ves el futuro? Te diré la verdad: yo he mirado muchas veces hacia el futuro, pero por más que me he esforzado, no he podido verlo. He mirado para adelante en la vida intentando imaginarme como será mi existencia en los próximos años. Casi siempre lo he hecho con esperanza, con la idea de que todo será mejor de lo que es ahora o de lo que fue en el pasado. Otras veces he mirado al futuro con tristeza porque no he podido ver cómo salir de situaciones que producen congoja, incertidumbre y hasta miedo.
Pero cuando leo una y otra vez el texto que estudiamos hoy, me paro en seco y me doy cuenta de la futilidad de querer ver el futuro. ¡Como si eso fuera posible! Además, ¿para qué quiero verlo y saber cómo se desarrollará? ¿Tengo acaso la habilidad y el poder de controlar y maniobrar cualquier cosa que suceda a partir de mañana? ¡Cómo nos gusta ilusionarnos con la vida y con lo que vendrá! Nos gusta pensar en lo que vamos a hacer después, y está muy bien que así lo hagamos. Es necesario planificar y avanzar con nuestros proyectos, pero siempre teniendo en cuenta que el dueño de nuestro futuro es el Señor soberano del universo.
Si miras tu propia historia, estimado oyente, tal vez observes que estás en un lugar diferente de donde tiempo atrás pensaste que ibas a estar. Tal vez estás mejor, tal vez no. Los discípulos de Jesús tenían su historia y también miraban a lo que habían sido antes, ya que lo habían dejado todo: sus trabajos, sus familias, sus amigos y vecinos, y habían seguido a su maestro. ¿Qué les deparaba el futuro? No tenían ni idea. En una oportunidad, según está registrado en Mateo 19:27, Pedro le dijo a Jesús: «Nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido. ¿Qué ganaremos con eso?»
Esos discípulos ahora están saliendo del templo con Jesús y le muestran orgullosos a su maestro la magnificencia del templo. Su reconstrucción y ampliación, que había llevado 46 años, había terminado apenas unos tres o cuatro años antes. Todavía era nuevo para los discípulos: piedras enormes bien trabajadas, columnas de mármol, puertas y adornos de oro. Lo mejor de lo mejor para el templo. Y Jesús, que puede mirar y ver el futuro porque es Dios, anuncia una sentencia sobre el templo, sobre Jerusalén y sobre todo el pueblo de Dios, diciendo: «¿Ven todo esto? Será completamente destruido». Y así fue. El templo fue destruido de tal forma unos cuarenta años más tarde, que ni ruinas quedaron. Nada, solo la memoria de glorias pasadas.
Sorprendidos ante las palabras de Jesús, los discípulos le preguntan cuándo habrán de suceder esas cosas y cómo sabrán cuándo estén por suceder. Tal vez los discípulos querían estar preparados. Por supuesto, ¡todos queremos estar preparados para el futuro! Entonces Jesús anuncia días de mucha angustia y sufrimiento como tal vez nunca habían pasado en Israel. «Huyan, si pueden», les dice. ¡Sálvese quien pueda! Los romanos, bajo el emperador Tito, incendiaron todo, al punto que el oro del templo chorreaba por las canaletas. Un millón cien mil judíos fueron muertos a espada y otros noventa mil fueron llevados cautivos para entrar a Roma como parte de la procesión triunfal… noventa mil que fueron esclavizados para toda la vida. Todos los horrores y la devastación de la guerra sacudieron al pueblo de Dios. Los profetas lo habían anunciado. Jesús ahora lo trae al presente. Esos días de destrucción y muerte fueron la consecuencia de la desobediencia del pueblo al Dios creador.
Jesús anuncia también un final para todo el cosmos. Queremos pensar que es un futuro lejano. Después de todo ¿quién piensa en que el fin del mundo es inminente? El fin de este mundo vendrá: está profetizado, está planificado por Dios. Él sabe cuándo y en qué forma sucederá. Él puede ver el futuro, y porque sabe que vendrá con muchos dolores, con separación de familias, con violencia racial, con guerras, con desastres naturales y con enfermedades incurables, tiene la buena disposición de avisarnos para que estemos preparados.
Entonces Jesús nos cuenta una parábola, y nos dice que, en vez de mirar las piedras y el oro, miremos a la naturaleza. Los que vivimos en zonas donde las cuatro estaciones son bien marcadas, reconocemos cuando viene la primavera sin necesidad de ver el almanaque. Las hojas verdes que brotan de los árboles que parecían muertos, las flores, los pájaros haciendo nidos. Esas son señales claras de un cambio de estación. Vamos del invierno frío y «sin vida» a una estación donde todo vuelve a la vida. Jesús nos da las señales del otoño y del invierno, de la tristeza, de lo que pasará en los últimos días de esta creación. Jesús ve el futuro y nos dice: «Estas cosas malas sucederán», y no podremos salir huyendo porque no hay hacia dónde escapar, no hay escondite que nos oculte del Juez supremo que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.
Ante ese futuro que no es incierto, porque Jesús lo describe gráficamente, tenemos que estar atentos. Es por eso que Jesús nos anima a estar preparados. Él no quiere que un final horroroso sea nuestro destino final. El infierno es demasiado largo, demasiado eterno, como para no intentar escapar de él.
Dios no cambiará esos últimos días, como no cambió el corazón de los romanos para que no destruyeran el templo y la ciudad de Jerusalén. Pero Dios no abandona a su creación, y mucho menos a sus hijos redimidos. La afirmación de Jesús: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasaran», son advertencia y consuelo. Algo permanece firme: la palabra de Dios. Eso incluye sus juicios y sus promesas. El apóstol Pedro nos recuerda a los cristianos de todos los tiempos lo que él aprendió de Jesús de primera mano: «La palabra del Señor permanece para siempre» (1 Pedro 1:25). No debemos dudar de que las promesas de Jesús se mantendrán firmes ante los embates del tiempo, del dolor y del diablo mismo. Jesús afirmó rotundamente en el Sermón del Monte: «Porque de cierto les digo que, mientras existan el cielo y la tierra, no pasará ni una jota ni una tilde de la ley, hasta que todo se haya cumplido» (Mateo 5:18).
Y Dios cumplió. El templo fue destruido junto con muchas otras cosas. El castigo de la desobediencia vino sobre el pueblo de Dios. Y Dios cumplió también su promesa de enviar al Mesías, al libertador que reconstruye el templo. Esta vez es un templo viviente que camina, que cura enfermos, que predica la palabra de Dios, que llama al arrepentimiento, a la conversión, a seguirle a él. El Mesías, Jesús, es ese templo viviente que se levantó victorioso de las ruinas de la muerte el día de la Pascua de Resurrección.
Dios cumple sus promesas, y cumplirá la última y más consoladora promesa de que Él caminará con nosotros en estos últimos tiempos, en estos días tristes en que toda la humanidad está atacada por enemigos de afuera y de adentro. Nosotros no podemos ver el futuro, pero Dios sí lo ve, y por fe podemos ver que, gracias a la obra de Jesús en la cruz, Dios nos perdona nuestros pecados y nos abre las puertas de su cielo eterno para que estemos con Él para siempre. Ese sí que es un futuro al que podemos mirar con esperanza y con alegría. Un futuro que calma nuestras ansiedades y nos dispone a ser prudentes y a seguir las direcciones de Jesús en el versículo 34: «Tengan cuidado de que su corazón no se recargue de glotonería y embriaguez, ni de las preocupaciones de esta vida, para que aquel día no les sobrevenga de repente». ¡Qué sorpresa se van a llevar algunos descuidados!
¿Y tú, estimado oyente? ¿Estás listo para la sorpresa final? Jesús termina la explicación de su parábola diciendo en el versículo 36: «Manténganse siempre atentos, y oren para que se les considere dignos de escapar de todo lo que habrá de suceder, y de presentarse ante el Hijo del Hombre». Estas palabras del Señor no nos llaman a la ociosidad o a pensar ‘y qué, ¡después de todo, Dios maneja la vida como Él quiere!’ No. Jesús nos llama más bien a confiar en su Palabra y en sus promesas que permanecen para siempre. Sí, es cierto que Dios maneja la vida y la muerte. Pero lo hace junto con su iglesia. Dios ya tiene a muchos redimidos y perdonados con Él en su reino eterno. Él nos habla a nosotros hoy, a sus redimidos que todavía no pisamos la eternidad, y nos anima a estar preparados para que no sucumbamos a las tentaciones y a los dolores de estos últimos tiempos.
La oración es esa actividad que Jesús nos enseñó para mantenernos siempre conectados al Padre celestial. El Espíritu Santo es la cafeína de Dios —como esa que tomamos con el café o el té a la mañana para despabilarnos. La oración en el Espíritu Santo es inspirada y afirmada en la palabra de Dios, es lo que nos despabila y nos mantiene despiertos, bien alertas ante los feroces ataques del maligno.
Jesús, el Señor soberano de la vida y de la muerte, de la historia y del futuro, viene a nuestro presente en su Palabra santa, en la lectura y en la predicación. Él nos da su cuerpo y su sangre en la Santa Cena para mantenernos firmes en la fe. Él nos hizo nacer de nuevo mediante el Bautismo y nos declaró sus hijos queridos, herederos de la vida eterna para habitar en su santo templo para siempre. Jesús es el templo más magnífico. Ni el oro ni las piedras enormes ni las columnas de mármol pueden compararse con el templo que ni los romanos ni sus latigazos ni su cruz pudieron destruir.
¡Despiértate, estimado oyente! La alarma ya ha sonado. Es hora de entrar al último tiempo y enfrentar los quebrantos venideros con el poder de Jesús y del Espíritu Santo. Mantente alerta en oración y en comunión con tus hermanos en la fe, y si de alguna manera podemos reafirmarte en las promesas de Jesús o ayudarte a encontrar una iglesia donde puedas escuchar su Palabra, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.