PARA EL CAMINO

  • Dios revela su amor en forma simple

  • diciembre 29, 2024
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Lucas 2:22-32, 36-38
    Lucas 2, Sermons: 11

  • Dios no amenazó a Jesús para que obrara la salvación ni le ofreció un premio. No hubo negociaciones en la Santa Trinidad sobre cómo mostrar el amor de Dios por la humanidad. Dios actuó con simpleza: se hizo bebé, hombre, y habitó entre nosotros alumbrando con su sabiduría divina nuestro camino.

  • Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.

    «Se me complicaron las cosas», me dijo un compañero del trabajo. «No sé cómo hacer para sacar adelante este proyecto.» Mi compañero no estaba de muy buen humor. Seguía repitiendo: «Siempre hay más complicaciones de las que puedo manejar». ¿Te suena conocido? ¿Te recuerda a algo que te ha pasado a ti? Pues a mí sí: me recuerda a todas las veces que se me complicaron las cosas. Somos magníficos artífices en complicar aun las cosas más simples. Una amiga mía decía siempre con ironía: «Para qué hacer las cosas simples, si las podemos complicar». Piensa, estimado oyente, que si no fuéramos complicados, ninguna ley tendría oposición en el Congreso, sino que se aprobaría en primera instancia. Si no fuéramos complicados, ningún matrimonio se divorciaría y todos hablaríamos claramente y nos entenderíamos de maravillas. Pero, el mucho ruido que hay en nuestra mente complica hasta las cosas más simples.

    Dios había hecho todo en forma muy simple y hermosa, pero vino el maligno y complicó las cosas: confundió a Adán y a Eva y los hizo dudar de la palabra de Dios. Por la desobediencia de nuestros primeros padres, el pecado inundó toda la creación y nos complicó la siembra y la cosecha con sequías y con incendios; complicó nuestras relaciones y nos volvimos prepotentes, orgullosos y desobedientes y, lo peor de todo, escépticos a las promesas de Dios. Nos complicamos tanto, que hasta pensamos que Dios es complicado porque no responde a nuestras solicitudes en la forma y en el tiempo en que nosotros se lo pedimos. Nuestra mente y nuestro espíritu se descontrolaron tanto, que ni nos dimos cuenta de que por la caída en pecado habíamos sido declarados enemigos de Dios y condenados al castigo divino temporal y eterno. ¿Y ahora qué?

    Dios comienza a recrear, a trabajar en una nueva creación, y lo hace en una forma muy simple. Observemos la escena que tenemos delante de nosotros. Lo que ocurre en el templo en Jerusalén nos mostrará que Dios, para su nueva creación, tiene propósitos claros que desarrolla en el tiempo y mediante personas de todas las edades.
    Se cumplen cuarenta días desde el nacimiento de Jesús, por lo que María debe ofrecer la ofrenda para el ritual de su purificación. Para eso, junto con José viaja de Belén a Jerusalén, llevando también con ellos a su preciado bebé. Sus mentes están concentradas en la entrega de los dos palominos, su humilde ofrenda, para la purificación. En el templo también presentarán a Jesús, como lo estipulaba el libro de la ley.

    Vale la pena entender el origen de la presentación del primogénito, porque nos ayudará a entender los planes de Dios para nuestra salvación. Después de la última plaga en Egipto, la que mató a los primogénitos de todas las familias egipcias y a las primeras crías de todos los animales, Dios le pidió a Moisés que a partir de ese momento todo primer nacido en el pueblo de Israel debía ser consagrado al Señor. Esto serviría como recordatorio de que esa última plaga no había alcanzado a las familias israelitas. Cuando María y José presentan a su hijo primogénito Jesús a Dios, lo hacen para cumplir la ley y para recordar la gran liberación del pueblo hebreo de la esclavitud egipcia. Los actos recordatorios son útiles porque nos refrescan la memoria de que Dios cumple sus promesas.

    Debemos notar también que, si el primogénito no venía de una familia levítica, los padres tenían que pagar un rescate. Entendemos, entonces, que José pagó por Jesús las cinco monedas de diez gramos de plata que se estipulaba para su rescate, de acuerdo a lo que leemos en el libro de Números 18:15b-16, donde dice: «… deberás ver que se pague el rescate tanto de los primogénitos del hombre como de las primeras crías de los animales impuros. El rescate debe pagarse a un mes de su nacimiento y según tu estimación, y será de cinco monedas de diez gramos de plata, según la moneda oficial del santuario». ¿No parece esto una gran ironía? Jesús tuvo que ser rescatado según la ley de Moisés; él, quien años más tarde sería entregado por unas monedas de plata y sería sacrificado para rescatar a todos los pecadores del mundo.

    Y aquí comienzan las sorpresas para María y José. Dios tenía preparado a un hombre justo y piadoso, de nombre Simeón, para que apareciera en el templo en el momento oportuno. El Espíritu Santo había estado obrando en Simeón para tenerlo preparado para ese momento crucial. Simeón toma a Jesús en sus brazos y bendice a Dios. Este hombre reconoció en un bebé de un poco más de un mes al Mesías que Dios había prometido para la liberación de Israel. ¿Cómo? Cómo llega Simeón a tal conclusión, porque en el templo siempre había mucha gente. ¿Qué señales lo llevaron a Jesús? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que el Espíritu Santo estaba en acción, y para Dios, que obra siempre en forma simple, fue suficiente.

    El testimonio y la bendición de Simeón dejaron a María y a José con la boca abierta. Y a nosotros nos debe abrir el corazón. Simeón vio en un bebé totalmente desconocido hasta ese momento la salvación, el final de la confusión, el final de las complicaciones y de la condenación eterna. Dios mismo le había revelado esa verdad mediante el Espíritu Santo. La paz divina invadió a Simeón porque en el niño Jesús él vio a su Salvador, y en él, el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento.

    Seguramente este acontecimiento pasó desapercibido en el templo, entre tanta gente ocupada con sus sacrificios y oraciones. Después de todo, ¿quién conocía a José y María? Ellos eran oriundos de otra región. Pero como Dios no da puntada sin hilo, como decimos comúnmente, tenía preparada a una anciana que desde su viudez se había pasado docenas de años en el templo sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. ¿No es hermoso que Dios use a personas que pasan inadvertidas para la mayoría de la gente, para orar por el prójimo, para pedir que el reino de Dios se instaure en la tierra, para rogarle a Dios que envíe el Salvador prometido y largamente esperado? Ese era el ministerio de Ana. Y para que la presentación de Jesús en el templo no pasara desapercibida, Dios preparó también a Ana, quien «se presentó, y dio gracias a Dios y habló del niño a todos los que esperaban la redención en Israel». ¿Cuántos la habrán escuchado? Tantos que no los podremos contar nunca, porque hasta nosotros la escuchamos hoy.

    Simeón dio testimonio de su fe y bendijo a Dios. Simeón testificó que la salvación del mundo estaba a la vista. Él mismo vio esa salvación en el bebé Jesús. Declara también que ese bebé es la luz para las naciones que revela la gloria de Dios para el pueblo de Israel. Y ese bebé Jesús, Dios y hombre, creció y un día se presentó a sí mismo con estas palabras: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12).

    Lo más probable es que, durante esta presentación en el templo, Jesús haya pasado la mayor parte del tiempo durmiendo, pero no inactivo. Estando en pleno crecimiento, había sido llevado allí para ser presentado ante el Señor. Este fue solo el primero de varios viajes que hizo a Jerusalén. Hubo un último viaje, varios años después, ya siendo él adulto. Fue su decisión ir a la Ciudad Santa, no para ser rescatado, como lo fue a los cuarenta días de vida, sino para presentarse ante el Padre celestial cargando los pecados de todos los hombres y ofreciéndose como ofrenda expiatoria para rescatar a todos los que estábamos condenados eternamente. Jesús fue voluntariamente, porque así lo decía la simpleza de la voluntad de Dios. Dios no amenazó a Jesús para que obrara la salvación ni le ofreció un premio. No hubo negociaciones en la Santa Trinidad para rescatarnos del pecado, ni discusiones de cómo mostrar el amor de Dios por la humanidad. Dios actuó con simpleza: se hizo bebé, hombre, y habitó entre nosotros alumbrando con su sabiduría divina nuestro camino.

    Estando en Jerusalén, años más tarde, Jesús se dejó llevar a juicio para sufrir el castigo que nos correspondía a ti y a mí por nuestro pecado, para que pudiéramos salir libres. Fue llevado a la cruz en forma violenta y desde allí mostró la gloria de Dios. ¿Cuál es esa gloria de Dios? ¿Qué vemos en la cruz? Lo mismo que vemos en el bebé que nació en Belén: un Dios simple que deja su majestad para venir al mundo, hacerse carne, cargar con nuestros dolores y pagar el rescate para que podamos recibir el perdón completo de todos nuestros pecados. El apóstol Pedro nos recuerda este acontecimiento con estas palabras: «Ustedes saben que fueron rescatados de una vida sin sentido, la cual heredaron de sus padres; y que ese rescate no se pagó con cosas corruptibles, como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, sin mancha y sin contaminación, como la de un cordero, que ya había sido destinado desde antes de que Dios creara el mundo, pero que se manifestó en estos últimos tiempos por amor a ustedes» (1 Pedro 1:18-20).

    Con qué simpleza Dios nos mostró su amor, ese amor que nos simplificó la vida, que no nos complicó echándonos culpas y esperando de nosotros satisfacción por nuestros pecados. Dios simplemente envió a su bebé al mundo que creció y caminó entre su pueblo consolando a los tristes, animando al desesperanzado, corrigiendo a los que iban por caminos equivocados, restaurando a las mujeres y abrazando y bendiciendo a los niños. Jesús, la luz reveladora a las naciones, se apagó momentáneamente cuando murió en la cruz, pero Dios seguía activo, porque desde esa cruz nos mostró lo glorioso de su amor, que consistió simplemente en ocupar el lugar que nos correspondía a nosotros por nuestra desobediencia. Al tercer día Dios lo resucitó victorioso de la muerte y Jesús, cuarenta días después, hizo su último viaje terrenal para llegar al templo celestial, a la presencia del Padre mediante su ascensión. Desde allí, él sigue viniendo, en forma muy simple, mediante su Santa Palabra, el Bautismo y la Santa Comunión, para traernos el perdón de los pecados y reafirmarnos en la esperanza de la vida eterna junto a él.

    Dios sorprendió a María y a José con la presencia de Simeón y Ana y con sus palabras de testimonio y bendición. Seguramente hoy Dios está usando a otras personas humildes y piadosas para alcanzarte a ti y para indicarte que en el Niño Jesús está tu salvación. Confía en él y en su obra en la cruz.

    Estimado oyente, Dios sigue obrando hoy también a través de este mensaje. Por lo tanto, si de alguna manera podemos ayudarte a ver en Jesús a tu Salvador, o si quieres información de cómo y dónde conectarte con una iglesia cristiana, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.