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ALIMENTO DIARIO
Este domingo es el cuarto domingo después de la Epifanía y recordamos que Jesús tiene autoridad para perdonar nuestros pecados y darnos vida. En la lectura de hoy, vemos a Jesús en Cafarnaúm, enseñando y haciendo milagros.
El Señor está cerca de los que tienen quebrantado el corazón; él rescata a los de espíritu destrozado (Salmo 34:18 NTV).
Aquí Pedro le pregunta a Jesús cuántas veces debe perdonar a alguien que le ha hecho daño, y Jesús le responde enseñándonos que el perdón debe ser ilimitado, igual que el perdón constante de Dios hacia nosotros. En lugar de poner un número fijo, Jesús nos dice que debemos perdonar siempre, como Dios lo hace con nosotros.
Esta es la hermosa oración de lo profundo del corazón de un publicano o recaudador de impuestos que se acerca a Dios en humildad y arrepentimiento. Nos da una gran lección.
El perdón es un tema central en la vida cristiana, y Jesús lo destaca claramente cuando nos enseña a orar. Entender y vivir el perdón según los principios del Reino de Dios significa reconocer la gracia inmensa que Cristo nos ha ofrecido y dejar que esa gracia transforme nuestras actitudes hacia quienes nos han hecho daño.
La autora de esta devoción nos dice: hace unos años, cuando comencé en un nuevo trabajo, estaba muy feliz. Mi jefe era increíblemente amable y prometió cosas maravillosas para el futuro.
Si escuchas las noticias, el abuso y la injusticia están a la orden del día. Yo trato de no verlas todos los días porque, la verdad, deprime.
Pero ¿cómo puede habitar el amor de Dios en aquel que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano pasar necesidad, y le cierra su corazón? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad (1 Juan 3:17-18).
Haces crecer la hierba para los ganados, y las plantas que el hombre cultiva para sacar de la tierra el pan que come (Salmo 104:14).
Aparta de mí la vanidad y la mentira, y no me des pobreza ni riquezas. Dame sólo el pan necesario, no sea que, una vez satisfecho, te niegue y diga: «¿Y quién es el Señor?» O que, por ser pobre, llegue yo a robar y ofenda el nombre de mi Dios (Proverbios 30:8-9).