+1 800 972-5442 (en español)
+1 800 876-9880 (en inglés)
PARA EL CAMINO
¿Qué haces cuando eres confrontado con algo que no debías haber hecho? ¿Inventas una excusa o le echas la culpa a otro? Jesús cargó tus culpas y desobediencias a la cruz. A través de su muerte y resurrección, Dios te limpia de toda culpa y te da una vida nueva y eterna.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.
«¡Yo no fui, fue mi amigo… fue otro… fue mi hermano… no sé quién fue!» ¿Se acuerdan? Yo me acuerdo perfectamente cómo mi mente sabía fabricar excusas para que mis padres o mis maestros no me regañaran. Es que de niños, éramos un poco traviesos, y a veces se nos iba la mano en nuestra audacia por descubrir hasta dónde podíamos llegar a hacer algunas travesuras sin ser descubiertos. Aprendimos a huir, sin mucho éxito, y ciertamente aprendimos el valor de la vergüenza. Aunque dijéramos: «Yo no fui», nuestra cara enrojecida de pavor nos delataba a simple vista. Pero había algo que nos salía en forma natural para evitar enfrentar la vergüenza y el castigo: le echábamos la culpa a otro. Hoy me parece mentira que hubiéramos tenido tan poca consideración por el otro. ¡Lo cargábamos con la culpa de lo que fuere, con tal de que a nosotros no nos castigaran! ¿Quién nos enseñó a hacer eso? ¿Podemos apuntar a una persona y decir: lo aprendimos de ella? Tal vez podríamos hacer eso, pero creo que así agrandaríamos la mentira.
A Adán y Eva les salió de adentro una respuesta que tal vez ni habían preparado de antemano. Algo se había derrumbado desde el momento en que desobedecieron las claras reglas divinas, y el capítulo 3 de Génesis nos da detalles de la sombría situación que se generó entre los escasos pobladores del Jardín de Edén. La serpiente, inofensiva a simple vista y encarnando al diablo mismo, sembró la duda en Adán y Eva y los desafió a hacer una travesura de la que supuestamente saldrían beneficiados. Pero enseguida nos enteramos de que la serpiente mintió, y el escenario en el Jardín de Edén cambia drásticamente. Dios viene, como era su costumbre, a conversar con lo más importante de su creación, el ser humano, y hace como si no lo encuentra, y lo llama, como ignorando lo que había sucedido. La pregunta de Dios: «¿Dónde andas?» es una clara muestra de que Dios reconoce la situación. Es como si Dios le preguntara a Adán: «¿En qué lío te has metido?» «¿Qué camino de la vida has elegido?»
¿Qué le habrías respondido tú a Dios? ¿Habrías respondido como un adulto responsable de sus acciones, diciendo algo así como: «lo siento mucho, hice una mala elección, no tengo excusa»? En el mejor de los casos, tal vez podrías haber elaborado una excusa como para disculparte de alguna forma y podrías haber dicho: «Lo siento, no sabía que el camino que elegí era una pésima idea». Porque eso es lo que hacemos todo el tiempo: damos una razón para nuestra desobediencia. En general, no admitimos nuestra responsabilidad y buscamos cargar nuestra culpa sobre otros. Otras veces, huimos de la verdad porque no nos gusta enfrentarnos a los hechos, y esquivamos encontrarnos con algunas personas a las que hemos herido, y otras veces intentamos tapar nuestro pecado con hojas de higuera, como si eso realmente funcionara.
Adán y Eva despertaron a una nueva realidad. Cuando Dios los buscó, después de su pecado, se dieron cuenta que su Creador sabía más de lo que ellos se habían imaginado. Tuvieron que reconocer que no pudieron huir ni ocultarse ni tapar su desobediencia. Tampoco pudieron encontrar una excusa que los liberara del castigo. Se encontraron de repente con una realidad donde primaba la confusión, la mentira, la excusa y seguramente la desilusión y la culpa.
Y desde ese entonces, nada ha cambiado en cuanto a nuestra actitud hacia Dios y hacia los demás seres humanos. Estamos expuestos a tentaciones todo el tiempo. Alguien o algo nos dice que se puede estar mejor si se roba un poquito, sin que nadie se dé cuenta. Se nos presentan oportunidades para salir adelante en la escuela o en el trabajo mintiendo de vez en cuando. Cada día aprendemos a elaborar excusas para apoyar nuestro comportamiento, muchas veces dañino. ¡Y cuántas veces le echamos la culpa al otro!
Pero hay un detalle del que a veces nos olvidamos y que, si lo tuviéramos en cuenta antes de hacer lo que sabemos que no está bien, tal vez no lo haríamos. Dios nos creó con conciencia, ese elemento humano que rige nuestra conducta, que nos preserva del mal y que nos llama a amar al otro. Adán y Eva aprendieron el valor de la conciencia cuando, al escuchar que Dios venía a visitarlos, salieron corriendo a ocultarse. ¿Quién les había dicho que habían desobedecido? Su conciencia, que les recordó el momento cuando Dios les advirtió: «Puedes comer de todo árbol del huerto, pero no debes comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque el día que comas de él, ciertamente morirás» (Génesis 2:16-17).
Lo que nos pasa a veces es que nuestra conciencia se acostumbra a ver lo malo; después de todo, estamos rodeados de mucha maldad, como lo vemos cada vez que escuchamos las noticias. Así, la mentira y la desobediencia se nos hacen «normal», y ya no nos sonrojamos tanto como cuando éramos niños. Aprendemos a ocultar nuestras verdaderas intenciones. Adán y Eva quisieron ser como Dios, pero nunca le dijeron eso a su Creador cuando él los buscó en el Jardín de Edén. En cambio, ocultaron sus ambiciosas intenciones, echándole la culpa a otros de su pecado.
Pero en esta situación de pecado, desobediencia, huida y acusaciones, hay una luz que brilla, hay alguien santo que no se deja llevar por delante por la ambición ni se perturba por el miedo al castigo. Ese santo es Dios que aparece, una vez más, en busca de su criatura. Dios no se hizo el distraído cuando volvió a visitar a Adán y Eva. No cerró los ojos ante la realidad que tenía enfrente de él, sino que tomó acción: maldijo a la serpiente que encarnaba al diablo y le dio la sentencia de muerte eterna por haber entrado el pecado en el mundo. ¡El diablo está sentenciado!
Y a Adán y Eva, Dios los miró con compasión, porque no podía ser de otra manera. Dios hizo lo que Dios hace: por un lado, no desconoce la situación ni descarga su furia sobre Adán y Eva. Maldice a quién tiene que maldecir, y condena para siempre en el infierno al que originó la desobediencia, o sea, a Satanás. Por otro lado, Dios ejercita la misericordia con sus criaturas y les perdona la vida. Claro, todo tiene consecuencias: la tierra ha sido denigrada por causa de la desobediencia y hay que trabajar duro para ganarse el sustento, hay complicaciones y descontento, las cosas no siempre salen como se planean, y también hay muerte temporal. Pero hay todavía una consecuencia mayor, la cual ignoramos a causa de la ceguera espiritual que sufrimos, que por esa caída en pecado fuimos declarados enemigos de Dios y sentenciados a la condenación eterna. Nadie ha escapado de esas consecuencias de la caída en pecado, y nadie escapará. Solo Dios, por medio de su Espíritu Santo nos llamará mediante el evangelio y nos abrirá los ojos para ver sus promesas.
En el capítulo 3 de Génesis tenemos la primera gran promesa de que Dios enviará a alguien que le aplastará la cabeza al diablo. Así dice Dios en el versículo 15: «Yo pondré enemistad entre la mujer y tú, y entre su descendencia y tu descendencia; ella te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el talón». Este versículo se traduce a nuestra realidad más o menos así: siempre tendremos al diablo como enemigo y siempre recibiremos acusaciones y estaremos tentados a hacer lo malo; pero en esa situación Dios envía a su propio Hijo, nacido de mujer. Jesús es la simiente de la mujer que aplastó la cabeza del diablo cuando murió en la cruz y cuando resucitó de la muerte al tercer día. Jesús hizo lo que nosotros no podemos hacer, él cumplió la ley divina a la perfección, y a pesar de su inocencia se dejó llevar a la cruz para pagar el castigo que tú y yo merecemos por nuestro incumplimiento. Así, cubrió nuestro pecado y nos reconcilió con Dios. Ahora el diablo está con un dolor de cabeza enorme y no puede abrir sus ojos destrozados, pero todavía tiene poder de arremeter contra nosotros, aunque solo por un poco más, hasta que Jesús vuelva en gloria; entonces, será encerrado en el infierno, creado para él, para toda la eternidad.
Ciertamente hoy el diablo sigue obrando, dañando, atacándonos y haciéndonos caer en pecado por medio del engaño. Es por esa razón que debemos tener siempre presente la obra de Jesús. El Señor entregó voluntariamente su vida para darnos, a ti y a mí, la vida nueva y eterna. El Jesús inocente, sin culpa alguna, cargó sobre sí nuestras culpas para pagar por ellas en la cruz.
En un sentido, cuando pecamos le estamos echando la culpa a Jesús. Lo hacemos literalmente: le tiramos nuestra propia culpa sobre sus hombros. Así es como Dios lo encuentra culpable y le hace pagar el precio de su advertencia: «Si comes de esta fruta, morirás». Y Jesús murió por la fruta que comimos tú y yo. Jesús no buscó excusas delante de Dios. No huyó de la situación ni se ocultó entre los árboles. No buscó a quién echarle la culpa de lo mal que están las cosas, sino que accedió voluntariamente a cargar nuestra desobediencia y comparecer ante Dios y sufrir el castigo que nosotros merecemos por nuestro pecado.
Esta es la historia del capítulo 3 de Génesis: el origen de todo lo malo y la muestra más grande del amor de Dios. Así somos recordados que nuestra desobediencia, nuestro pecado, nuestros malos humores, nuestras acusaciones, nuestros desvíos, son producto de lo que tenemos en nuestro corazón. Hemos nacido así, hemos heredamos esa corrupción. Pero también somos animados por la promesa de Dios misericordioso de que «si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9).
Los evangelios relatan con firme evidencia que Dios cumplió esa promesa del Génesis al enviar a Jesús. En la vida, muerte y resurrección de Jesús vemos la gran obra que Dios hizo para perdonar nuestro pecado y darnos nueva vida, temporal y eterna. Con Jesús a nuestro lado, ya no necesitamos echarle la culpa a nadie por nuestras faltas. A causa de Jesús asumimos nuestro pecado, lo confesamos abiertamente a Dios y dejamos que la sangre de su Hijo nos perdone y limpie completamente. Los que hemos sido bautizados ya vivimos esa nueva realidad de estar limpios a causa de Cristo, porque en nuestro Bautismo Dios nos hizo nacer de nuevo para vida eterna.
Estimado oyente, si de alguna manera te podemos ayudar a ver en Jesús el cumplimiento de la gran obra de tu salvación, o a ver los beneficios que Dios te confiere en el Bautismo, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.