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PARA EL CAMINO
La Navidad está llegando, y una vez más estamos haciendo las mismas cosas. Pero la Navidad es más que adornos, tarjetas, arbolitos y juguetes. La Navidad es celebrar a Cristo .
Varios siglos atrás, el Señor envió a su Hijo a este mundo. Verdadero hombre y verdadero Dios, Jesús nació con el propósito de salvarnos de nosotros mismos y de las fuerzas de la oscuridad que nos habían secuestrado. La tumba vacía del Salvador nos dice que su sacrificio fue aceptado. Que cada día de nuestras vidas, en arrepentimiento, y unidos en el perdón que su sangre nos compró, digamos: «Gracias, Señor». Que ésta sea nuestra oración. Amén.
Vivimos en un mundo lleno de cambios. Aún así, hay algunas cosas que simplemente no cambian. Por ejemplo, cuando los adultos nos encontramos con un niño, lo primero que le preguntamos es: «¿Cómo te llamas?», y luego: «¿Cuántos años tienes?» Y continuamos con: «¿Qué quieres ser cuando seas grande?» Si el niño va a la escuela, le preguntamos: «¿Te gusta tu maestra?», y «¿Qué es lo que más te gusta de la escuela?»
Esas eran las preguntas que los grandes me hacían a mí cuando era niño, y son las preguntas que los grandes seguimos haciendo hoy a los niños. Lamentablemente, todas esas preguntas se pueden responder con una sola palabra, lo que hace que las conversaciones entre adultos y niños sean muy cortas. Algunas cosas no cambian.
Hay otra cosa que tampoco cambia, y es la forma en que los niños reaccionan cuando ven a Santa Claus en el shopping. La semana pasada, mientras mi esposa hacía las compras, me puse a observar a los niños que iban a sacarse una foto con Santa. Parecían estar divididos en dos grupos: uno estaba compuesto por los que iban corriendo a sentarse en la falda de Santa y con mucha seriedad le entregaban la lista de juguetes que querían para Navidad. Algunas listas eran de varias páginas, otras estaban decoradas con dibujos a colores, y otras incluían los negocios donde Santa podía comprar los juguetes de la lista, incluyendo los precios de cada uno. Un niño hasta escribió las cosas que no quería. Santa debe estar sumamente ocupado estos días. Hay cosas que simplemente no cambian.
Pero también había otro grupo de niños: los que no querían acercarse a Santa y tenían que ser prácticamente arrastrados por sus padres. Estaban perfectamente bien mirando desde la distancia, y no les importaba que otros niños se sentaran en la falda de Santa, pero con cada paso que daban, su ansiedad aumentaba. Cuando les llegaba el turno de ir con Santa, se ponían como si fueran a la silla eléctrica.
La conversación de Santa con uno de ellos fue más o menos así: «Hola pequeño, ¿cómo te llamas?» El pequeño se puso a llorar. «¿Cuántos años tienes?» El llanto se convirtió en gritos. «¿Qué quieres para Navidad?» Los gritos pasaron a ser alaridos. «¿Te has portado bien?» Esa pregunta aparentemente inocente fue la gota que derramó el vaso. El niño se puso a llorar, gritar, y patear con todas sus fuerzas, hasta que fue rescatado por sus padres.
La única razón por la cual el niño reaccionó de esa manera fue porque estaba asustado. Estaba sentado en la falda de un extraño… un hombre que sabía si se había portado bien o mal, y que ahora le preguntaba sobre su pasado. ¿Debía ser honesto y confesar: «Santa, hubo momentos en los que no me porté muy bien: cuando me burlé de mi hermana, cuando no obedecí a mi mamá… Pero confesarle eso a Santa era imposible. «¿Cómo voy a recibir regalos de Santa si me porté tan mal?»
La otra opción era tratar de convencerlo de se había portado bien los 365 días del año y que, por lo tanto, merecía todos los regalos que pedía en su lista. Pero el riesgo era muy grande. Después de todo, Santa sabe si uno se ha portado bien o mal.
No le voy a decir qué terminó haciendo el niño. Simplemente voy a decir que «algunas cosas no cambian».
Los niños no cambian, y los adultos tampoco. La Navidad se acerca, pero en los 2.000 años que han pasado desde la noche en que Jesús nació en un pesebre porque no había lugar para él en ninguna posada, algunas cosas no han cambiado mucho.
Mire a su alrededor y verá países enteros en los que tampoco hay lugar para él. Cuando Jesús nació, el rey Herodes envió a sus soldados a que lo mataran. Ya hace mucho que Herodes recibió su justa recompensa, pero todavía hoy en el mundo hay muchos gobernantes que piensan como él.
Mire a su alrededor y verá déspotas y dictadores que piensan que el Niño Dios, que vino a redimir y restaurar su reino celestial, es una amenaza. Ellos todavía creen que si la historia de Jesús es contada, el poder, el prestigio, y el insaciable deseo de admiración y adoración que tienen va a disminuir.
Mire a su alrededor y verá gobiernos que, al igual que en la antigua Roma, han aprobado terribles leyes que permiten perseguir y castigar a todo el que comparta la historia del Salvador. Para bloquear sus fronteras, han prohibido el uso de cruces y crucifijos. Para mantener a sus ciudadanos a resguardo del Niño que nació como el mayor regalo de Dios para la humanidad, amenazan arrestar a cualquiera que le rece a Jesús aún en su propio hogar. Para asegurarse de que nadie se entere que pueden ser salvos por la sangre del Redentor, las autoridades de esos países advierten a los ministros y misioneros: «Compartir la historia del Salvador es un crimen cuyo castigo es la muerte». No, las cosas no han cambiado.
Vaya a África, Asia, o el Medio Oriente, y escuchará a quienes ocupan puestos de jerarquía predicar el odio y la violencia contra el Salvador y toda persona que se atreva a decir: «Dios amó tanto al mundo, que dio a su único Hijo». También verá cómo esos líderes provocan a las multitudes a que quemen, violen, asesinen, o esclavicen a quienes confiesan al Cristo y comparten cómo el Hijo de Dios vino al mundo a dar su vida para salvarnos de nuestros pecados.
Después de escuchar todo esto, me pregunto: «¿Por qué les resulta tan
aterradora la historia del nacimiento de un Niño en Belén hace 2000 años? ¿Qué tiene de terrible la venida de Jesús para que vayan hasta esos extremos para silenciar su historia? ¿Será que le tienen miedo a las enseñanzas de Jesús?»
Sin lugar a dudas Jesús habló como ningún otro hombre -gobernante o no- haya jamás hablado.
Hitler llenó sus discursos con el veneno de una raza superior, mientras que Jesús dijo: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».
Mao inundó a China con lágrimas al matar a millones de personas que no estaban de acuerdo con él, o que le desobedecieron. En contraste, Jesús dijo: «Bienaventurados los que lloran, porque recibirán consolación».
Stalin mató de hambre a millones en Ucrania, la zona más fértil de Europa, pero Jesús dijo: «Yo soy el pan de vida. El que a mí viene nunca tendrá hambre, y el que en mí cree no tendrá sed jamás».
Saddam Hussein torturó y asesinó a sus oponentes en los calabozos de su palacio privado, pero Jesús dijo: «Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia».
El gobierno de Corea trata de intimidar al resto del mundo con su poder nuclear, pero Jesús dijo: «Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios».
No hay duda de que los gobernantes del mundo le tienen miedo a Jesús. En comparación con el amor que emana de cada palabra y de cada acto realizado por Jesús, estos gobernantes parecen insignificantes, pretenciosos, y hasta dan lástima.
¿Por qué las otras religiones le tienen miedo a un Niño que nació hace 2000 años? Porque no tienen nada que se pueda comparar con las más de cien profecías hechas acerca del nacimiento, vida, milagros, sufrimiento, muerte y resurrección del Salvador. Nada que se pueda comparar con las promesas dadas por Dios acerca del Salvador que habría de venir.
¿Será por eso, o será por razones más prácticas? ¿Será porque ellos apedrean a una mujer culpable de adulterio mientras que Jesús perdonó a una mujer en esa situación y le permitió vivir en arrepentimiento y acción de gracias?
¿Será porque ellos todavía esclavizan a los niños, mientras que el cristianismo dice que no hay diferencia entre el esclavo y el libre?
¿Será porque su religión permite que el hombre se divorcie de su mujer con mucha facilidad, mientras que el Nuevo Testamento dice: «Esposos, amen a sus esposas así como Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella»?
¿Será porque su religión los llama a una guerra santa, mientras que Jesús dice a sus seguidores: «Bienaventurados seréis cuando por mi causa os insulten, os persigan y digan toda clase de mal contra vosotros»?
¿Será porque se les promete un cielo si mueren peleando por su fe, mientras que Jesús dice a quienes son perseguidos: «Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos, pues así persiguieron a los profetas que vivieron antes de vosotros»?
La verdad es que las religiones del mundo le tienen miedo a Jesús pero no porque nació como bebé. No tendrían problema en aceptarlo si nunca hubiera dejado de ser bebé. Pero no fue así. Siendo verdadero hombre y verdadero Dios, Jesús hizo algo que ningún otro líder jamás ha hecho: con su vida, muerte, y resurrección, Jesús construyó un puente de salvación que ninguna otra fe puede ofrecer.
Mientras que todas las demás religiones del mundo tienen que decir: «si quieres agradar a Dios tienes que hacer esto o aquello», Jesús vino para ser nuestro sustituto, para tomar nuestro lugar, para cumplir las leyes que nosotros no cumplimos, para resistir las tentaciones que nos han hecho caer. El mismo Mesías lo dijo: «el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos».
Mientras que todas las demás religiones del mundo dejan a sus seguidores llenos de ansiedad e inseguridad porque nunca saben si han hecho lo suficiente como para agradar a su dios y ganar la salvación, la Biblia muy claramente dice: «Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es regalo de Dios». Ninguna otra religión puede decir que tiene un Salvador que ha hecho todo lo que era necesario para ganar nuestra salvación.
Mientras que los creyentes de otras religiones no están seguros de tener un lugar en el cielo, Jesús asegura: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque muera; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás».
Las religiones del mundo le tienen miedo a Jesús porque no permaneció como un bebé envuelto en pañales acostado en un pesebre. Le tienen miedo porque Jesús es el Salvador del mundo. Le tienen miedo porque, si la Biblia dice la verdad, lo que ellos creen es mentira.
Si Jesús se levantó de la muerte el tercer día después de haber sido asesinado, entonces su sacrificio para ganar nuestra salvación del pecado y de Satanás fue aceptado, y se le puede creer cuando dice: «Yo soy el camino, la verdad, y la vida. Nadie llega al Padre sino por mí».
Si estas cosas son ciertas-y lo son-entonces no hay otro nombre bajo el cielo que pueda salvar. Si Jesús tiene razón-y la tiene-ellos están equivocados. Las religiones del mundo saben que estas verdades son absolutas, y que en ellas no hay lugar para negociar. O Jesús es el único nombre bajo el cielo que puede salvarnos, o no lo es.
La Escritura dice: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él». Razón por la cual, aún cuando el Salvador con sus manos atravesadas por los clavos invita a todos a creer y ser salvos, las otras religiones del mundo obligan a que se lo odie, y juran destruirlo.
Porque Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo es que, la noche en que nació el Salvador, el ángel anunció las buenas noticias de Dios que serían de gran alegría para todo el mundo. Porque Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo es que los cristianos celebramos la Navidad… porque sabemos que, porque Dios amó tanto al mundo, somos salvos.
Pero no para todos es así. Esta Navidad encuentra a muchos de ustedes sin saber o sin entender el sacrificio que Jesús hizo para que usted fuera perdonado y se le abrieran las puertas del cielo.
Quiero que sepa que la Navidad es más que buscar el regalo perfecto para la familia; es la celebración del regalo perfecto que Dios nos ha dado en su Hijo. La Navidad es más que adornos y juguetes y comidas; más que tarjetas, villancicos y arbolitos. La Navidad es más que gastar más de lo que se puede y después tener que enfrentar la realidad al comienzo del nuevo año. La Navidad es más que los niños escribiendo cartas a Santa con la lista de juguetes que quisieran recibir.
La Navidad es celebrar a Cristo en el pesebre, en la cruz, y en victoriosa resurrección delante de la tumba vacía. Eso es Navidad… y eso es lo que cambia todo, incluyéndolo a usted.
Al principio de este mensaje hablé acerca de las respuestas que los niños dieron a Santa cuando este les preguntaba «¿Qué quieres para Navidad?» Las cosas pueden cambiar, y porque las cosas pueden cambiar, no voy a preguntarle a usted qué quiere para Navidad, porque sé lo que ya ha recibido: el regalo del Salvador.
Pero como las cosas pueden cambiar, le voy a preguntar: «¿Qué le va a dar usted a Dios en esta Navidad? Quizás alguien diga: «No sé, ¿qué se le puede dar a alguien que ya lo tiene todo?»
Déjeme decirle lo que Dios quiere: Dios lo quiere a usted. Eso es lo que Dios siempre ha querido. Antes de que Jesús naciera, un ángel se le apareció a María y le pidió, de una forma íntima y especial, que se diera a sí misma para ser parte de la historia de salvación. El Señor le pidió a María que le diera su cuerpo, su vida, su futuro, cada parte de ella. ¿Qué hizo María? Le dio a Dios el regalo que él le pedía: «Aquí está la sierva del Señor -dijo María-; hágase conmigo conforme a tu palabra». María se dio a sí misma. Sin reservas, sin resistirse, sin ocultar nada. Y lo mismo hizo José. Dios quiere que nosotros también hagamos lo mismo: que nos demos por completo a Él.
¡Eso sí que sería un cambio! En una Nochebuena, los niños le regalaron a la mamá una bata de baño. Cuando ella se la probó, los niños dijeron: «es la bata más linda del mundo». Radiante de alegría, la mamá asintió. Al día siguiente, el día de Navidad, cuando la mamá se estaba preparando para ir a la iglesia, aparecieron los niños con la bata nueva y le preguntaron: «Mamá, ¿no te la vas a poner para ir a la iglesia?» ¿Qué hacer?, pensó la mamá. ¿Mantenía su dignidad, o desilusionaba a sus hijos?
Media hora más tarde, en el día de Navidad, esa maravillosa madre entró a la iglesia vestida con una bata de baño. Y no trató de pasar desapercibida, o sentarse en el último banco bien cerca de la puerta. No. Junto con sus hijos caminó todo el largo de la iglesia para sentarse en el mismo lugar donde siempre se sentaban: la tercer fila del lado izquierdo. Después del servicio, y sin ninguna vergüenza, a todos los que le preguntaban (y a muchos que no se atrevían a hacerlo) les decía: «Esta es la bata de baño que mis hijos me regalaron para Navidad… ¿no es cierto que es la bata más linda del mundo?» Esa madre sabía qué era lo más importante.
La Navidad comenzó con Dios haciéndose a un lado para darle a la humanidad lo que más necesitaba. Hace 2000 años, Dios nos dio su Hijo como un sacrificio para que pudiéramos ser liberados del pecado, del diablo, y de la muerte; dio su Hijo para que todo el que crea en él como su sustituto, pueda ser salvo. Dios nos dio lo que necesitábamos.
Es por eso que, en esta Navidad, y por el poder del Espíritu Santo, podemos darle a Dios lo que él quiere de nosotros; por la gracia de Dios, en arrepentimiento, devoción, y agradecimiento, podemos darle nuestro ser.
Si todos lo hiciéramos, esta Navidad, al mirar desde el cielo, el Padre le diría a su Hijo: «Jesús, ¿qué te parece?… algunas cosas pueden cambiar». Amén.