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PARA EL CAMINO
De nada sirve preocuparse. Sin embargo, los que no tienen se preocupan por cómo lo conseguirán, y los que tienen se preocupan por cómo conservarlo.
En 1915 el mundo estaba en guerra. Por primera vez en la historia, casi todo país que contara con un ejército armado estaba involucrado en ese catastrófico conflicto de alcance mundial. Millones de jóvenes murieron en los remotos campos de batalla, por lo que era muy raro encontrar un vecindario, un pueblo, una comunidad o una iglesia que no hubiera sufrido la pérdida de uno o muchos de sus hijos.
Fue durante esos duros y oscuros días que alguien tuvo la idea de hacer un concurso para levantar la moral de la población. Se trataba de crear una canción que pudiera renovar la esperanza y el optimismo; una canción que transmitiera un futuro más promisorio y brillante para un mundo oscuro y agonizante.
Los hermanos Powell habían escrito una canción así años atrás pero nunca la habían publicado, por lo que decidieron entrarla al concurso. El triunfo no se hizo esperar mucho: su canción ganó el primer puesto. No sólo fue considerada la mejor canción, sino que también fue prontamente adoptada por las tropas para marchar, ya que la tonada era fácil y las palabras eran contagiosas. En poco tiempo se convirtió en la canción favorita de los soldados que se aprontaban para ir a la «guerra que acabaría con todas las guerras».
Finalmente, la «guerra que acabaría con todas las guerras» terminó, se firmaron tratados de paz, los soldados retornaron a sus hogares, y cada país comenzó su largo proceso de recuperación. La canción de los hermanos Powell no fue olvidada, sino que llegó a los escenarios de Broadway. Durante la Gran Depresión, su mensaje optimista apareció en más de 30 películas de cine, lo cual es comprensible. En un mundo donde las noches oscuras parecen ser seguidas por igualmente oscuros amaneceres, la gente necesitaba escuchar a alguien que les dijera que sus dudas serían disipadas y que sus problemas eran sólo momentáneos.
La gente cantaba la canción de los hermanos Powell para darse ánimo mientras esperaban en las líneas donde les repartían comida. La cantaban mientras perdían sus granjas y sus negocios, y mientras veían cómo se evaporaban sus ahorros. Cantaban cuando el fascismo, el socialismo y el militarismo llevaban al mundo a una nueva guerra mundial que sería peor, mucho peor que cualquiera ocurrida en el pasado.
Entre tanto, Félix, uno de los hermanos Powell, demasiado viejo ya para ir a la guerra, decidió unirse a la guardia nacional en un pueblo de la costa de Inglaterra. Desde allí observaba, esperando la invasión nazi que todo el mundo estaba seguro iba a ocurrir, y veía cómo una nueva generación iba a la guerra cantando su canción.
En algún momento de aquellos deprimentes días, descubrió que se le hacía casi imposible sonreír y mirar la vida con optimismo. Nadie sabe qué pasó en el corazón del compositor: quizá haya sido el darse cuenta que nunca existiría ‘una guerra que acabara con todas las guerras’; quizá haya sido el darse cuenta que su canción siempre iba a ser cantada por soldados camino a los campos de batalla, de los cuales muchos nunca regresarían. Pero lo que sí se sabe es que, el 10 de febrero de 1942, el compositor de la canción más optimista jamás escrita se puso su uniforme, y con su propio rifle se disparó en el corazón.
¿De qué sirve el preocuparse? Aun cuando no sirve para nada, lo más probable es que no dejemos de hacerlo, ¿verdad? Fijémonos en las Escrituras. En los primeros capítulos de Génesis, después que Adán y Eva comieron del árbol prohibido, se escondieron. ¿Por qué? Porque estaban avergonzados de su desnudez… pero también porque estaban preocupados por cómo reaccionaría Dios ante su desobediencia. Desde aquel día hasta el día de hoy, la humanidad ha estado preocupada. Los que no tienen, se preocupan por cómo lo conseguirán, y los que tienen, se preocupan por cómo conservarlo.
La humanidad se preocupa por lo que ha pasado, lo que puede pasar, lo que pasará y lo que posiblemente no pase. Nos hemos preocupado acerca de imprevistos, posibilidades, eventualidades e imposibilidades. En la experiencia de la humanidad, no existe nada tan insignificante ni monumental, tan intrascendente ni memorable, que escape a la paralizante preocupación.
Las preocupaciones no eran pocas en los días en que Jesús y sus discípulos participaron de una boda en la pequeña ciudad Galilea de Caná. Las bodas son importantes acontecimientos sociales, legales y religiosos. Después de todo, Dios compara su relación con su pueblo, con la del matrimonio.
Por mejor que se planifiquen las celebraciones de bodas, a veces alguna cosa sale mal, y así sucedió en la boda de Caná. Todo estaba saliendo muy bien y sin contratiempos de acuerdo a las formalidades establecidas. Los invitados estaban listos para comer y beber en grande, socializar, y pasarla bien. En una era donde las expectativas de vida eran tan cortas y la vida a veces no era fácil, estas bodas eran una celebración a la vida, la esperanza, el futuro, y, sobre todo, a la presencia de Dios. Ningún gasto era reservado; al contrario, se hacía todo lo posible para asegurarse que los invitados disfrutaran al máximo y quedaran con la impresión de una celebración memorable y exitosa.
Pero, como ya dijimos, a veces algunas cosas salen mal, y esta boda en Caná de Galilea no fue una excepción. Cuando todo iba tan bien, de pronto los organizadores se dieron cuenta que se había terminado el vino. Nadie sabe cómo ocurrió, tan sólo tenemos las palabras de las Escrituras que dicen: «el vino se acabó.» No se nos dice que los anfitriones empezaron a racionar el vino a los invitados, o que le añadieron agua para hacerlo alcanzar. Simplemente se nos dice que no había más vino. Los vasos estaban vacíos y permanecerían vacíos, y los buenos recuerdos estarían para siempre ensombrecidos por la oscura y embarazosa nube de jarras vacías.
De alguna forma, María, la madre de Jesús, se enteró de la situación. En su afán por ayudar a evitar la deshonra de los anfitriones, María fue donde su Hijo y le dijo: «Ya no tienen vino.»
Detengámonos un instante en esta parte de la narración, pues necesito señalar algo. Al leer las Escrituras encontramos que en varias oportunidades, cuando el Señor ayudó a su pueblo necesitado, les dio comida y bebida. Cuando los hijos de Israel se morían de hambre en el desierto, Dios les dio alimento diario a través del maná y codornices; cuando tuvieron sed, Él proveyó fuentes de agua para que se refrescaran. En el capítulo 17 del primer libro de Reyes se dice cómo el Señor envió cuervos con pan y carne para alimentar a Elías, y cómo el Dios Trino evitó que la viuda de Sarepta muriera de hambre al otorgarle un abastecimiento interminable de harina y aceite. En el capítulo 1 de Daniel, las Escrituras nos dicen cómo Dios permitió que su profeta y sus amigos sobrevivieran con una dieta que difícilmente podríamos llamar de ‘balanceada’. Pero, a pesar de todas estas historias sobre la providencia de Dios, en mis investigaciones no he encontrado una sola instancia en el Antiguo Testamento en donde el Señor proveyera vino para que una fiesta continuara.
Habiendo dicho esto, sigamos con la historia. Habíamos quedado en que María le había dicho a Jesús: «Ya no tienen vino». Aun cuando no hay precedente en el resto de las Escrituras, Jesús hizo algo completamente inesperado y, sinceramente, impresionante. Él ordenó a los sirvientes que llenaran con agua sus grandes jarras de casi 30 galones cada una. Entonces, una vez que estaban llenas, convirtió el agua en vino. ¡Jesús proveyó cerca de 180 galones del mejor vino! Y aunque muchos entendidos desestiman el primer milagro de Jesús como si fuera de poca trascendencia, yo estoy maravillado. Piense por un momento: Jesús literalmente suspendió las leyes de la naturaleza, y lo que a cualquier vinicultor le llevaría semanas para lograr, para Jesús fue tan sólo un instante.
Lamentablemente, a muchas personas este milagro no les impresiona. Muchos se quedan gratamente sorprendidos cuando Jesús le da la vista al ciego, lo aplauden cuando sana a los leprosos, se alegran cuando ayuda a caminar al paralítico, y se quedan sin palabras cuando detiene la tormenta con un grito. No conozco de nadie que no se conmueva hasta las lágrimas cuando Jesús resucita al joven de Naín (Lucas 7:11), o cuando reúne al jefe de la sinagoga con su hija fallecida (Marcos 5:22), o cuando levanta a Lázaro de la tumba (Juan 11:43). Todos estos milagros nos impresionan. Pero convertir agua en vino… ¿para qué? ¿qué sentido tiene? Si Jesús tenía el poder de hacer milagros (y los hizo), ¿por qué desperdicia ese poder convirtiendo agua en vino? ¿Por qué no hizo algún otro milagro más intrigante, como convertir el desierto en un oasis, o detener los daños ocasionados por terremotos, inundaciones y volcanes? ¿Convertir agua en vino?
¿Por qué hizo Jesús ese milagro? De algo estoy seguro, y es que no lo hizo para impresionar a quienes a lo largo de los siglos han criticado sus milagros como si fueran jueces de las Olimpíadas Mundiales, ni para ser la envidia de los fabricantes de vino.
¿Por qué hizo Jesús este milagro más bien extraño y único en su clase? Lo hizo, en parte, porque se lo habían pedido. Lo hizo porque quería compartir el amor de su Padre. Lo hizo porque necesitaban vino. No existe duda que Jesús vino a este mundo para hacer grandes cosas, cosas maravillosas, cosas humanamente imposibles.
El Hijo perfecto de Dios vino a este mundo para dar su vida en lugar nuestro y así rescatarnos, restaurarnos, y redimirnos. El Hijo perfecto de Dios vino a este mundo para que el perdido, el desolado y el humilde pudieran ser salvados de la condenación y la muerte eterna. Jesús dio su vida como el sacrificio perfecto. Gracias a la increíble misericordia y amor de nuestro Dios expresados en Jesucristo, todo aquél que cree en él es declarado libre de la culpa del pecado, y recibido como miembro en la familia de Dios.
Pero Jesús vino a este mundo también para hacer cosas pequeñas, aparentemente no muy importantes. Él vino a bendecir a los niños, vino a enseñarle a un anciano de Israel lo que significa nacer nuevamente, vino a demostrar lo que es la humildad y el servicio, lavándole los pies a sus discípulos, vino a enmendar la vida de una mujer descarriada. Sí, Jesús vino a cuidar de las cosas pequeñas, y eso también incluye las cosas pequeñas de su vida, estimado oyente, y de la mía.
Hace 70 años que Félix Powell descubrió que nuestras preocupaciones no dejan de acosarnos, y que nuestros problemas no nos permiten sonreír, sino que, si así lo permitimos, nos corroen y nos demuelen. Es por ello que hoy quiero que usted sepa que Jesús, que con su sacrificio, muerte y resurrección conquistó al mundo, al diablo y a la muerte, está dispuesto a hacerse cargo de sus preocupaciones. Eso es lo que el apóstol Pedro escribió en su primera carta, capítulo 7 versículo 5, donde dice: «Depositen en él toda ansiedad, porque él cuida de ustedes» (1 Pedro 5:7).
‘Toda ansiedad.’ Eso significa que no debe esperar hasta tener una montaña de preocupaciones o una cantidad colosal de problemas para hablar con Jesús. No, Jesús quiere hacerse cargo de sus preocupaciones, sus problemas y sus temores. Él quiere que usted se le acerque con sus problemas grandes, y también con los pequeños. Quiere que se le acerque para así poder ayudarle.
Voy a terminar este mensaje con una historia que explicará lo que estoy tratando de decir. Fue en el siglo pasado que, el gran educador, Booker T. Washington atravesó viento y lluvia con sus pesadas maletas para llegar a la estación de tren. Cada cierto tiempo paraba para descansar y tomar aliento para poder continuar, pero llegó un momento en que se sintió totalmente exhausto, y supo que ya no podía seguir más. Fue entonces cuando se le acercó un hombre quien, tomando sus maletas, le dijo en voz suave y amistosa: «Vamos por el mismo camino; parece que un poco de ayuda le vendría bien.» Cuando llegaron a la estación, el Dr. Washington le preguntó: «Por favor, señor, ¿cómo se llama usted?» El hombre le contestó: «Me llamo Teddy Roosevelt.» En ese momento por la mente del Dr. Washington se cruzaron todas las cosas con las que el Presidente de la Nación podría haberle ayudado: becas para sus programas educativos, el uso de su nombre para promover su universidad, u otras tantas cosas más. Sin embargo, el Presidente Roosevelt ayudó al Dr. Washington a llevar las maletas. ¿Por qué? Porque eso era lo que el Dr. Washington necesitaba en ese momento.
Queridos amigos, lo mismo ocurre con Jesús. Nuestro Salvador ya ha hecho grandes cosas por nosotros al vivir, sufrir, morir y resucitar, para ganar nuestro perdón y salvación. Pero no pensemos ni por un momento que los cuidados de Jesús terminan en su resurrección. No. Jesús ha prometido estar con nosotros siempre, hasta el fin del mundo. Él quiere que nos acerquemos a él con todas las cosas que nos afligen, sean grandes o pequeñas. Él quiere que nos acerquemos, porque eso es lo que necesitamos. Si de alguna forma podemos ayudarle a acercarse al Salvador que está siempre dispuesto a ayudarle, no dude en comunicarse a los números que le daremos a continuación. Amén.