+1 800 972-5442 (en español)
+1 800 876-9880 (en inglés)
PARA EL CAMINO
Dios nos ha amado tanto que nos ha librado del temor al castigo, para que vivamos según el fruto del Espíritu Santo que incluye ante todo el amor. Sin miedo a ser condenados por Dios, somos libres para vivir según el Espíritu Santo en amor al prójimo.
En una ocasión, el poeta de habla latina Horacio dijo: «Quien vive temeroso, nunca será libre». En otras palabras, quien vive con temor, es esclavo del miedo. Es natural tener algo de miedo ante cualquiera persona o situación que se percibe como peligrosa. Pero el miedo también puede ser como una prisión que te paraliza, que no te deja vivir en paz. A veces escuchamos compañeros de la escuela o colegas del trabajo contar historias acerca del miedo que le tenían a ciertos maestros en el aula de clases o jefes en la oficina. Describen ese temor que tenían de ser castigados por el maestro con una suspensión o de ser despedidos del trabajo por su jefe.
Y es que, ante la amenaza de algún castigo o juicio en nuestra contra, es imposible vivir libres de miedo. Al contrario, la posibilidad del castigo nos hace esclavos al miedo. Vivir con ese temor es vivir con ansiedad y estrés, con la incesante preocupación de que cualquiera cosa que uno diga o haga puede ser sancionada o penalizada. Por eso, como decía el poeta Horacio, «Quien vive temeroso, nunca será libre». Su temor al castigo, al juicio, a la condenación en su contra lo lleva a vivir con un espíritu de esclavitud al temor.
En el plano espiritual ocurre algo similar. Existe el miedo de ofender a Dios, de decir o hacer algo que incurra su ira en contra nuestra. Según la palabra de Dios, debemos reconocer que, en cuanto somos pecadores y hacemos lo injusto, merecemos la justa condenación de Dios por nuestros pecados. Sin embargo, el apóstol Pablo nos da una buena noticia cuando proclama que «no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús» (Romanos 8:1). Unidos a Cristo, quien murió para salvarnos de nuestros pecados, podemos vivir sin miedo a ser castigados o condenados. Liberados del pecado que condena ante Dios por medio de Cristo, somos libres para vivir no «según las intenciones de la carne, sino según el Espíritu» (v. 9). En otras palabras, unidos a Cristo ya no vivimos según las obras de la carne pecaminosa que incluyen el odio y la división. Al contrario, Dios nos ha amado tanto que nos ha librado del temor al castigo, para así vivir según el fruto del Espíritu Santo que incluye ante todo el amor (Gálatas 5:22). Sin miedo a ser condenados por Dios, libres de su ira y condenación, somos libres para vivir según el Espíritu Santo en amor al prójimo.
Uno de los problemas que trae consigo el temor a ser castigado es que todo lo que hace la persona temerosa para aplacar la ira de alguien lo empieza a hacer de forma obligada, y esto al fin de cuentas crea en la persona un profundo resentimiento. Pensemos en aquellos hijos que obedecen a padres por temor a que los castiguen, y no por amor. O pensemos en los empleados que siguen las reglas de sus jefes por temor a ser despedidos, pero no por respeto a su jefe. Aunque estos hijos y empleados hagan lo que deben hacer, no lo hacen por amor sino por temor y en fin con rencor. El temor puede llevar a alguien a la acción, pero no al amor. Puede obligar a alguien a hacer o no hacer algo, pero no puede motivarlo a amar de corazón.
En el plano espiritual, ocurre algo similar. Si uno es motivado por el temor, entonces hace lo que tiene que hacer para que Dios no se ponga bravo o molesto con uno, pero no lo hace por amor a Dios. Obedece por temor, pero no por amor. Pero en el texto para el mensaje de hoy, el apóstol Juan nos dice que solo hay una forma de amar a Dios sin temor y esto no viene del ser humano. Dios mismo tiene que hacer esta obra milagrosa en nuestros corazones para poder amarle sin miedo o rencor de cualquier tipo.
Juan nos enseña que solo «Dios es amor» en su relación con el ser humano (1 Juan 4:8). Esto lo sabemos porque Dios nos ha dado a conocer su amor por nosotros por medio de su Hijo Jesucristo. Dice Juan en el versículo 9: «En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito, para que vivamos por él». Este amor no consiste en nuestro amor por Dios sino en el amor que Dios nos ha mostrado en el sacrificio de su Hijo Jesús. Sigue diciendo en el versículo 10: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados». El término «propiciación» nos señala que la sangre de Cristo propicia o apaga el fuego de la ira de Dios por nuestras transgresiones y por ende cancela el castigo de Dios por nuestros pecados o injusticias. Inspirado por el magnánimo amor que Dios nos ha mostrado en su Hijo Jesucristo, el apóstol Juan continua en el versículo 11 con una exhortación a todo cristiano: «Amados, si Dios nos ha amado así, nosotros también debemos amarnos unos a otros». ¿Pero cómo hacer esto? ¿Cómo podemos amar, sin miedo al castigo y de forma similar a la que Dios Padre nos ha amado mediante su Hijo? Parece imposible.
Pero lo que es imposible para el ser humano es posible para Dios. La manera en la que Dios Padre nos impulsa a amar como nos ha amado en Cristo, es permaneciendo o morando en nosotros. Por eso dice Juan: «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros» (v. 12). Es por la permanencia de Dios en sus amados hijos que sabemos y conocemos lo que es el verdadero amor y lo practicamos. Juan añade que la única forma de saber que nosotros permanecemos en Dios y Dios permanece en nosotros es porque «él nos ha dado su Espíritu» (v. 13). Es por esta presencia del don del Espíritu Santo en nuestros corazones que tenemos la certeza y seguridad de que el amor de Dios se perfecciona en nosotros.
El apóstol Juan nos enseña que la habitación o morada del Espíritu Santo en el creyente trae consigo grandes beneficios. En primer lugar, el Espíritu nos ayuda a confesar «que Jesús es el Hijo de Dios» (1 Juan 4:15). De forma similar, Pablo enseña «que nadie puede llamar «Señor» a Jesús, si no es por el Espíritu Santo» (1 Corintios 12:3). Por medio del oír de la palabra de Dios, el Espíritu nos ha llevado a la fe en Cristo y nos ha llevado a confesar esta fe en Jesús, a dar testimonio de él como nuestro Señor con nuestros labios. En segundo lugar, Juan nos enseña que el Espíritu nos ha revelado la profundidad del amor de Dios en Cristo Jesús. Nos ha dado a conocer y llevado acreer en este amor divino como una buena nueva. En otras palabras, el Espíritu es el gran maestro de nuestras almas que nos ha iluminado con el conocimiento del evangelio, de las buenas nuevas de salvación en Cristo Jesús. Esta buena nueva la resume Juan en su evangelio de la siguiente manera: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él» (Juan 3:16-17). El Espíritu nos da la certeza de saber que, por medio de la fe en Cristo, tenemos un Dios y Padre lleno de gracia que no nos condena por nuestros pecados, sino que nos salva de nuestros pecados. Como bien lo resume Juan: «El que en él [en Cristo] cree, no es condenado» (Juan 3:18a). El Espíritu Santo que mora en nosotros nos trae a la memoria esta promesa de Dios de forma constante.
En tercer lugar, el Espíritu Santo mora en nosotros para impulsarnos a amar a Dios sin temor alguno ante Su presencia. Saber que Dios Padre nos ama de forma tan cariñosa y tierna nos da «confianza en el día del juicio» final (1 Juan 4:17) porque ya no hay que temerle a su juicio. El que cree en Cristo no es ni será condenado ante Dios. Y esta promesa nos permite amar a nuestro Padre sin miedo alguno. Por eso Juan dice: «En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor» (v. 18). El Espíritu Santo lleva este amor a su perfección en nosotros. Esto no quiere decir que somos perfectos, ya que todavía en esta vida pecamos contra Dios y el prójimo. Por eso confesamos nuestros pecados a diario, para recibir el perdón que Dios nos da en Cristo. Ser perfeccionados en el amor quiere decir que, a pesar de nuestros pecados, el Espíritu Santo mora en nosotros para dirigir nuestro amor hacia el fin o la meta que Dios tiene en mente para el ejercicio de este amor. En otras palabras, el Espíritu obra en nosotros para que el amor de Dios se manifieste en nuestras vidas una y otra vez.
Finalmente, el Espíritu Santo nos impulsa a amar a nuestro hermano como Dios nos ha amado en Cristo. El amor de Dios que opera en nosotros nos forma para ser imitadores del Dios que es amor, «pues como él es, así somos nosotros en este mundo» (v. 17). Esto quiere decir que, al unirnos a Cristo por la fe, el Espíritu Santo nos anima a reflejar la bondad de Dios Padre para con nosotros en nuestros pensamientos, palabras y obras. Es el Espíritu Santo quien nos permite amar a Dios «porque él nos amó primero» (v. 19), y amar a nuestros hermanos (v. 20). Este amor a Dios y al prójimo es lo que demanda Dios en sus mandamientos, y de hecho la ley de Dios en los diez mandamientos se resume precisamente en el amor a Dios y al prójimo. Lo que Juan nos enseña es que no es posible amar como Dios lo desea sino por la presencia y la actividad del Espíritu Santo en nuestros corazones. Es por el Espíritu que mora en el creyente que podemos amar como Dios lo desea en su mandamiento: «El que ama a Dios, ame también a su hermano» (v. 21).
Demos gracias a Dios por darnos a conocer su corazón paternal por medio del evangelio, el mensaje de que todo aquel que pone su fe en su Hijo no es condenado, sino que tiene vida eterna. Demos gracias a Cristo por mostrarnos el amor paternal de Dios para con nosotros por medio de su sacrificio propiciatorio que apaga el fuego de la ira de Dios y nos salva de nuestros pecados. Y demos gracias al Espíritu Santo, que por su permanente morada en nosotros nos da las fuerzas y las ganas de amar a Dios sin temor alguno y nos libra de toda condenación para así enfocarnos a amar a nuestros prójimos como Dios nos ha amado en Cristo. ¡Ven, Espíritu Santo, y enséñanos a amar sin temor alguno!
Y si quieres aprender más acerca de la obra del Espíritu Santo, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.