PARA EL CAMINO

  • Conociendo a Dios

  • febrero 13, 2011
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: 1 Corintios 2:11-12
    1 Corintios 2, Sermons: 2

  • Muchos de nosotros hemos sido decepcionados por alguien que creíamos era nuestro amigo. Si no podemos conocer verdaderamente a quienes nos rodean, ¿cómo podremos conocer a Dios?

  • La segunda vez que viajé a Israel, aproximadamente media hora antes de aterrizar en Tel Aviv fui al baño del avión para asearme un poco. Mientras estaba adentro escuché a alguien golpear a la puerta y, antes que pudiera contestar, escuché una voz autoritaria de mujer que dijo: «No olvides lavarte las manos, peinarte, y subir la cremallera de tus pantalones antes de salir». Si bien no reconocí la voz, me pareció que todo lo que dijo que había que hacer era lógico, y que era algo que de todos modos yo iba a hacer. Al salir del baño me encontré con una señora que casi se desmayó al verme… se puso colorada como un tomate, y al menos diez veces me dijo: «Perdóneme por favor, pensé que usted era mi hijo». Pero, por más agradable que parecía ser la señora, y estoy seguro que era una muy buena madre, ella no era mi madre y yo no era su hijo; de hecho, ni siquiera nos conocíamos. Todo esto para decir que, en realidad, son pocas las personas que conocemos tanto como creemos conocerlas.

    Dado que estamos en el mes de los enamorados, voy a contarles que el pasado agosto mi esposa y yo cumplimos cuarenta años de casados, aunque hace cincuenta y nueve que nos conocemos. Todo empezó en la escuela dominical. Cuando yo tenía tres años de edad, le dije a la mamá de mi esposa que un día me iba a casar con Pam. Por supuesto que a ella, en ese momento, le pareció muy tierno… y también ridículo. Durante ocho años fuimos compañeros de clase en la escuela primaria. Durante esos ocho años merendamos juntos, fuimos juntos a los recreos, e hicimos juntos los proyectos de ciencia. También cursamos juntos la secundaria… siempre en la misma clase, participando de las mismas obras teatrales, y haciendo juntos todo lo que corresponde a dos buenos amigos. Y, como si todo eso fuera poco, seguimos juntos en la universidad. Un año y medio antes de terminar la universidad nos comprometimos. Cuando hicimos el curso pre-matrimonial nuestros resultados fueron mejores de lo que esperábamos, lo cual no era de sorprenderse. Después de todo, nacimos en el mismo hospital, nuestros padres fueron herreros, nuestras madres eran amas de casa, incluso nuestras familias vinieron de la misma región de Alemania.

    Nos casamos antes que yo fuera a estudiar al seminario, y durante cuatro años Pam trabajó para que yo pudiera estudiar. De más está decir que la chica de la gran ciudad de Chicago fue conmigo a la primera iglesia que serví como pastor en la pequeña ciudad de Edgemont, Dakota del Sur. Ella estuvo allí conmigo, y yo estuve tres veces con ella en la sala de partos. Durante esos cuarenta años reímos y lloramos juntos, nos apoyamos uno en el otro, nos animamos, hicimos sacrificios y recibimos bendiciones, todo siempre juntos. Aunque debo confesar que ella hizo muchos más sacrificios que yo.

    Uno supondría que, después de cuarenta años de casados, ya debo saber todo sobre ella: sus gustos, sus preferencias, sus sueños, esperanzas, oraciones, lo que la deprime y lo que la anima. Uno supondría que cuarenta años es tiempo suficiente para conocerla… y de alguna manera la conozco. Sé muchas cosas sobre ella, porque ella me las contó. Ahora, si tengo que adivinar qué le pasa, o qué quiere, o qué necesita, probablemente fallaré y no sabré qué hacer, o cómo hacerlo para agradarla. En pocas palabras, yo solamente tengo una pequeña idea de lo que a mi esposa le gusta y le disgusta, y de quién es ella en realidad. Esto es así porque ella es única, y tiene más facetas que un diamante bien pulido. He tratado de entenderla pero, cada vez que pienso que progresé, ella me sorprende con algo nuevo que tira por la borda todas mis teorías. Estoy seguro que, si Dios nos bendice con otros cuarenta años, diré lo mismo que estoy diciendo hoy. Lo lindo de esto es que cada día descubro algo nuevo, cada hora me trae una nueva sorpresa.

    El punto que quiero hacer con todo esto es que, si yo no conozco de verdad a mi esposa, que es la persona que mejor conozco en el mundo, puedo estar bien seguro de que no conozco a nadie más. En síntesis, cada uno de nosotros pensamos diferente, creemos de manera distinta, sentimos de diferentes formas, y no nos conocemos de verdad ni completamente, y nunca lo haremos.

    En 1938, Chamberlain, el Primer Ministro de Gran Bretaña, fue a Alemania con el propósito de reunirse con Adolfo Hitler. Chamberlain quería mirar a Hitler a la cara para poder juzgar su carácter. Luego de la reunión, Chamberlain voló de regreso a su país. Ese mismo día, y basado en su apreciación personal, hizo la siguiente declaración: «Creo que estamos en tiempos de paz». Ante esas palabras, Gran Bretaña dio un suspiro de alivio, mientras Alemania siguió armándose para la guerra. Menos de un año después, totalmente desprevenida, Gran Bretaña entró en la Segunda Guerra Mundial. Gran Bretaña no estaba preparada para la guerra porque todos pensaban que Hitler deseaba la paz tanto como ellos. Un honesto Chamberlain creyó haber comprendido a Hitler, pero no fue así, no lo había comprendido en absoluto. Ocasionalmente, no conocer a alguien puede ser bueno, pero la mayoría de las veces resulta ser muy malo.

    ¿Ha tenido alguna vez un amigo de confianza, un amigo único en la vida, un amigo en quien confiaría sus secretos y pensamientos más profundos y oscuros, un amigo en quien confiaría hasta su propia vida o la vida de sus seres queridos? ¿Ha sido alguna vez traicionado por uno de esos amigos? Quizás sus secretos se hicieron públicos, o su confianza fue burlada… en fin, hay muchas maneras en que un amigo puede traicionarlo. O quizás usted haya tenido la suerte de contar con amigos leales. Es posible que tenga la bendición de tener a alguien así en su vida y, si es así, estoy seguro que esa persona es realmente un enviado de Dios. Pero muchos de nosotros nos hemos equivocado sobre la lealtad y la fidelidad de nuestros amigos.

    Cuando servía en una parroquia, había muchas parejas jóvenes que, estando perdidamente enamoradas, me pedían que los casara. ¡Eran tan lindos! Tenían estrellas en los ojos y caminaban sobre las nubes; creían que su amor jamás los traicionaría. Después de algún tiempo, algunas parejas a las que había casado, me pedían para hablarme en privado. Me confesaban en voz baja que, en algún momento de su relación, el amor había muerto. Cuando les pedía que me contaran qué había sucedido, el esposo generalmente me decía algo así como: «Creía que la conocía, pero estaba equivocado». Por su parte, la mayoría de las veces la esposa decía: «Él no es el hombre que pensaba que era». En otras palabras, ambos habían descubierto la dolorosa realidad que, en realidad, no conocemos a los demás tanto como creemos conocerlos.

    He estado con padres cuyos hijos se han metido en graves problemas. Padres que una vez habían llevado a su recién nacido del hospital a la casa, e inmediatamente empezado a soñar con las posibilidades del futuro. Lamentablemente, esos sueños tenían muy poco que ver con la realidad. Muchos de esos padres aún piensan que sus hijas son dulces como el azúcar, mientras que sus amigos la ven como el vinagre más puro. Y cuando la policía los llama para decirles que su hijo hizo algo estúpido, cobarde o despreciable, se sorprenden y quedan conmocionados y, a pesar de la evidencia, se resisten a creerlo, diciendo: «Está equivocado; usted no conoce a mi hijo. Mi hijo jamás haría algo así». En realidad sí lo hicieron, y lo estuvieron haciendo por mucho tiempo; sólo que recién ahora fueron descubiertos… Esos ‘bien intencionados y amorosos’ padres no conocen a sus hijos. En realidad es difícil-casi imposible- conocer realmente a alguien.

    Por lógica, si no podemos conocer bien a los que están a nuestro alrededor, jamás podremos conocer el corazón y la mente de Dios. El mismo Dios le dijo al profeta Isaías en el Antiguo Testamento: «Porque mis pensamientos no son los de ustedes, ni sus caminos son los míos… Mis caminos y mis pensamientos son más altos que los de ustedes; ¡más altos que los cielos sobre la tierra!» (Isaías 55:8-9). Esa es la manera de Dios de decir que ningún ser humano es lo suficientemente grande, fuerte, inteligente o santo como para comprenderlo. Por lo tanto, sin la misericordia de Dios, todos nosotros permaneceríamos en las sombras de la ignorancia. Sin la intervención del Señor, nosotros, los pecadores, estaríamos destinados a vivir nuestros días en la oscuridad y en la condenación eterna.

    Debo aclarar que no soy el primero en decir estas cosas. Hace casi dos mil años, el apóstol Pablo dijo lo mismo al escribir su primera carta a los cristianos que vivían en Corinto. En el segundo capítulo de esa epístola dice: «En efecto, ¿quién conoce los pensamientos del ser humano sino su propio espíritu que está en él? Así mismo, nadie conoce los pensamientos de Dios sino el Espíritu de Dios» (1 Corintios 2:11). Pablo está diciendo: ‘No podemos conocer al Señor… tenemos demasiadas limitaciones, demasiados defectos y fallas que nos separan de él’. Y es muy cierto. Nuestro espíritu, limitado por el pecado y cegado por el egoísmo, jamás podrá comprender las intenciones de la gracia de Dios. Y si creyéramos lo que las demás religiones falsas del mundo creen, nos veríamos obligados a concluir que Dios sigue furioso y frustrado con nosotros, enojado por los pecados que oscurecen nuestro espíritu. Y lo que es peor, sin la guía de Dios que nos dijera lo contrario, concluiríamos, como las falsas religiones han concluido, que de nosotros depende reconstruir el puente que unía el cielo y la tierra y que fue destruido por nuestros pecados.

    San Pablo tenía razón cuando dijo que ‘Sin la intervención del Inmortal nunca seríamos capaces de comprender ni de conocer lo que está en la mente de Dios, ni siquiera sabríamos cómo, o, sí podríamos ser salvos’. Damos gracias a Dios porque él ha intervenido y ha compartido lo que está en su corazón. Eso fue lo que San Pablo dijo, y sigue diciendo: «Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo sino el Espíritu que procede de Dios, para que entendamos lo que por su gracia él nos ha concedido» (1 Corintios 2:12). Al contrario de otras religiones del mundo, cuyas doctrinas dictaminan que por medio de las obras se llega al Señor, la Biblia nos revela el corazón de Dios y su plan de venir a la tierra a salvarnos.

    Hay muchos escritores, teólogos y maestros, que le ponen su toque personal al Señor, dando su interpretación personal acerca de quién es él y qué hizo. En realidad esto no es nada nuevo. El hombre siempre pensó que podía ser mejor que Dios. Ese tipo de pensamiento trajo el pecado original al mundo, y es lo que impide que muchos vean a Jesús como su Salvador. Cuando Jesús vivió en esta tierra, las personas lo llamaron de diferentes maneras: profeta, maestro, sanador, blasfemo, revolucionario, transgresor de leyes, traidor… y todavía hoy día, casi dos mil años después de haber muerto en la cruz del calvario y resucitado de entre los muertos, la gente sigue dando su opinión con respecto a la persona de Jesús. Algunos dicen que fue un bienhechor, un alma caritativa que se dedicó a ayudar a los demás; otros lo describen como un filósofo, un soñador, o un simple charlatán cuyas palabras fueron mal interpretadas y manipuladas.

    Esas personas creen que han comprendido a Jesús de una manera que nunca nadie antes lo había hecho. Pero esa clase de comprensión es imposible, porque a Dios no lo podemos comprender. El único que puede comprender a Dios es Dios. En la Biblia él nos muestra su plan de salvación, y cómo su Hijo llevó a cabo y cumplió ese plan. Allí, revelado en las páginas de las Sagradas Escrituras, aprendemos cómo Dios, sabiendo de nuestra impotencia, y viendo nuestra desesperación, decidió lanzarnos un salvavidas, un salvavidas llamado Jesucristo, el único Salvador del mundo.

    La Biblia nos dice que, incluso antes del nacimiento de Jesús, él estaba destinado a ser el salvavidas que Dios utilizaría para salvarnos. Eso le dijo el ángel a José, el hombre elegido para ser el padre terrenal de Jesús. Hablando en nombre del Dios Trino, el ángel le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María por esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1:20-21). Jesús era el Hijo de Dios, nuestro Salvador. Si uno no tuviera más que la simple palabra de un carpintero de Nazaret, tendría razón para preguntarse si realmente era verdad lo que José decía. Pero gracias a Dios no es así. Por eso le animo a que siga leyendo la Palabra de Dios, pues ella nos revela que Dios, en su amor, nos ofrece la salvación por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador.

    Preste atención a los ángeles que se les aparecieron a los pastores de Belén. Sus palabras fueran igualmente claras cuando dijeron: «No tengan miedo. Miren que les traigo buenas noticias que serán motivo de mucha alegría para todo el pueblo. Hoy les ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo, el Señor». Una vez más el cielo señaló con absoluta claridad a Jesús como el Salvador. Años más tarde, las Sagradas Escrituras nos permiten estar con Juan el Bautista a la orilla del río Jordán. Cuando Jesús sale del agua, luego de ser bautizado por Juan, una voz divina dice: «Éste es mi Hijo amado». Busque en las Escrituras, y verá cómo una y otra vez en ellas se señala a Jesús como el Salvador para la humanidad. Allí podrá ver milagros que solamente Dios puede hacer. Escuche las cosas maravillosas que él dice y que incluso sus más fervientes opositores no pueden refutar. Observe cómo sufrió y soportó la traición en el Jardín de Getsemaní, y cómo cargó sobre sus hombros el peso de la culpa de nuestros pecados desde la traición al juicio, del juicio a la cruz, y de la cruz al sepulcro.

    Durante toda su vida Jesús se dedicó a cumplir el plan de su Padre para salvarnos. Sin sucumbir ante el rechazo de la gente, Jesús siguió adelante. Trataron de engañarlo, se rieron de él, lo calumniaron, lo odiaron. Pero nada ni nadie pudo alejarlo de su objetivo de obtener nuestra salvación, y lo hizo exitosamente. Las pruebas de esto también las encontramos en las mismas Escrituras. Judas, el discípulo que entregó a Jesús a las autoridades, dijo que había traicionado ‘sangre inocente’. Pilatos, el procurador romano que lo juzgó y condenó a muerte, dijo que no había podido encontrar en él ningún delito. Uno de los ladrones crucificado a su lado dijo que Jesús no había hecho nada malo, y el centurión romano que supervisaba su crucifixión dijo que él ciertamente era el ‘Hijo de Dios’.

    La razón por la que Jesús dijo: «Nadie me arrebata la vida, sino que yo la entrego por mi propia voluntad», fue porque él quiso ser nuestro Salvador. Y porque quiso ser nuestro Salvador, no se defendió ante las infamias del juicio ni luchó cuando los clavos atravesaron su carne. Jesús vivió y murió para ser nuestro Salvador. Y por medio de su vida y muerte, las Escrituras nos revelan el corazón de Dios, que gratuitamente nos da el perdón y la salvación.

    ¿Quiere comprender lo que Dios le ha dado gratuitamente? Mire dentro del sepulcro vacío, escuche al ángel diciendo que Jesucristo resucitó como lo había prometido. Sepa que Jesús hizo todo eso para que usted tenga esperanza para la muerte, y para que sus seres queridos sean consolados con esa misma esperanza cuando usted ya no esté más con ellos. ¿Quiere comprender cuánto le ama Dios? Fíjese dentro del sepulcro vacío y verá al Señor Jesús vivo. Crea en la Escritura cuando dice: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Ese es el regalo que Dios le ofrece hoy en forma gratuita.

    Si podemos ayudarle a saber más acerca del regalo de salvación de Dios, por favor comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.