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PARA EL CAMINO
Todo creyente se gloría en la esperanza de la gloria de Dios.
Rev. Dr. Andrés Meléndez, Orador de La Hora Luterana, 1940-1970
Estimados oyentes, cierto misionero de Sudáfrica nos relata una historia muy interesante. En el curso de sus viajes tuvo la oportunidad de ser acompañado en cierta ocasión por el señor Cecilio Rhodes, quizás el ciudadano británico de mayor influencia en aquel país. El misionero quedó sorprendido al notar la melancolía y el abatimiento que se evidenciaba en aquel hombre tan prominente.
Cierto día, el misionero no pudo menos que dirigirse al señor Rhodes y preguntarle con toda franqueza:
«Señor Rhodes, ¿se siente usted feliz?». «Jamás olvidaré», nos dice el misionero, «cómo se recostó enteramente en el cojín y, agarrándose firmemente del brazo del asiento, exclamó mientras meditaba en actitud tensa»:
«¿Feliz, dijo usted? ¿Yo feliz? Por cierto que no».
«Después de una breve pausa me dirigí a él y le dije: señor Rhodes, hay solo un lugar donde podemos encontrar la verdadera felicidad, y ese lugar es a los pies del Salvador crucificado. Porque solo allí podemos librarnos de nuestro pecados». Después de otra breve pausa, el señor Rhodes con voz lenta pero firme, dijo:
«Daría todo lo que tengo si pudiese creer lo que usted cree.»
El señor Rhodes tenía dinero, amigos, influencia, fama y todo lo que éste mundo puede ofrecer a una persona. Vivía en una casa muy elegante y gozaba del respeto de miles de personas, pero no había hallado la felicidad porque no había hallado la esperanza. Su corazón no abrigaba la seguridad de un futuro que pudiese proporcionarle aquellas cosas que más necesitaba: paz, gozo, seguridad y la firme perspectiva de la eterna bienaventuranza de la gloria.
Esas cosas se pueden hallar solo en Cristo. En ningún otro sitio en todo este gran universo puede el ser humano hallar el fundamento en el cual poder edificar sus esperanzas. El hombre ha tratado, pero siempre ha fracasado.
Durante los años de prosperidad, el hombre pone toda su esperanza en los muchos bienes que acumula, solo para verse rodeado de las cenizas, de la desilusión, cuando se presenta la crisis económica.
Durante los tiempos de opulencia, el hombre pone su esperanza en su sabiduría y en su habilidad para lograr una vida de repleta abundancia. Pero el pálido rostro de millones que experimentan la desilusión del que funda su esperanza en lo material, y el aspecto de un país en ruinas que antes se vanagloriaba de su cultura y sus hazañas económicas, ponen de manifiesto el testimonio silencioso de lo trágico que es poner la esperanza en las cosas pasajeras de éste mundo.
Solo en Cristo hay esperanza, porque solo en Cristo puede el hombre hallar la solución de sus más hondos problemas y necesidades. Es maravilloso ver cómo La Biblia identifica toda la esperanza cristiana con la persona y la obra de Cristo.
El apóstol Pablo, por ejemplo, después de haber dicho a los cristianos de Roma de aquel tiempo acerca del perdón que era de ellos mediante la fe en Jesucristo, prosigue diciendo en las palabras de nuestro texto y parte de las que les siguen: «Justificados pues, por la fe tenemos paz para con Dios por medio de nuestro señor Jesús Cristo, por el cual también tenemos entrada por la fe a esta gracia, en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios, y no solo esto, más aún nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, y la paciencia prueba, y la prueba esperanza, y la esperanza no avergüenza, porque el amor de Dios está derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado«.
Toda la esperanza de Pablo para el futuro se hallaba encerrada en lo que él había hallado en Cristo: había hallado perdón y paz en Cristo y se le había asegurado que su perdón y paz se le habían dado como posesión inefable y permanente. Con todo esto como permanencia en su corazón, había hallado el seguro fundamento para su esperanza.
Hasta el fin de mi vivir
Cristo es toda mi esperanza.
Dios me puede hacer sufrir
cuanta pena el hombre alcanza.
Del pecado me guardó,
a Jesús no dejo yo.
Es digno de notarse con cuánta frecuencia habla el Nuevo Testamento de la esperanza del cristiano, la esperanza del evangelio, la esperanza de la promesa, la esperanza de su vocación, la esperanza que os está guardada en los cielos, la esperanza de gloria, la esperanza del señor nuestro Jesucristo, la esperanza de la vida eterna. Aquella esperanza bienaventurada, el cumplimiento de la esperanza, la esperanza que tenemos como segura y firme ancla del alma, esperanza viva y mucho más.
Cuando los escritores del Nuevo Testamento usan la palabra «esperanza» en relación con el futuro de los hijos de Dios, la usan no en el sentido de un deseo piadoso, sino en el sentido de una confianza segura. La esperanza del cristiano, puesto que está regada de la persona en las promesas de Cristo, es una esperanza que no avergüenza, una esperanza que es tan cierta como aquel en quien la anclamos: nuestro Señor Jesucristo.
¿Qué significa esto para el creyente? Quiere decir que por cuanto es hijo de Dios mediante la fe en Jesucristo, el futuro le asegura mucho más de lo que puede esperar; Cristo mismo es la garantía para la felicidad del futuro.
Si Dios tuvo a bien enviar su hijo ingénito al mundo para padecer y morir para que el pecador tenga vida, y si en su misericordia ha traído al pecador a la fe en Jesús como su salvador, lo peor que le puede suceder al creyente ya ha pasado. Lo mejor que le puede suceder se halla todavía en el futuro; esto es lo que quiere decir la escritura cuando afirma: «El que aun a su propio hijo no perdonó, antes le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?«.
Fue esta la esperanza de la que habló el apóstol San Pablo cuando escribió a su joven discípulo Tito: «Por su misericordia nos salvó para que, justificados por su gracia, seamos hechos herederos según la esperanza de la vida eterna«. Como hijos de Dios por medio de Cristo, el creyente es ahora heredero de las mansiones eternas. La vida eterna, una vida inefablemente mejor que la que ahora vivo, dice, es mi herencia en el cielo, y en cada momento de mi vida tengo delante de mí esa hermosa perspectiva de la sublime vida en las moradas celestiales.
A todo esto se refiere el cristiano cuando dice que Cristo es su esperanza; su presencia alumbra toda senda en el camino de su vida; ha de sostenerlo no importa lo que se presente en la vida; su poder ha de ser su sostén en la hora de la tribulación.
La seguridad de ser creyentes de Cristo y de que Cristo es del creyente, le da a todo cristiano la completa garantía de que tendrá la vida eterna con Cristo en la gloria. ¡Qué perspectiva tan hermosa, qué esperanza tan bienaventurada! Al contemplarla pudo exclamar el poeta cristiano, pensando en el salmo 23:
«Nada puede faltarme, Jehová mis pasos guía;
en praderas verdes ando refrescando el alma mía;
en la tierra saludable dan deleite frutas finas,
dulce néctar de reposo con sus aguas cristalinas.
«Dios, a causa de su nombre, en las sendas de justicia sin errores me conduce;
su ley es mi delicia cuando el tenebroso valle crece de la muerte fría.
No tendré temor alguno siendo el buen pastor mi guía,
con su vara y su callado me dará consuelo y vida.
«Ante los que me persiguen mesa me pondrá surtida,
con el bálsamo divino va ungiendo cada día,
hace rebosar la copa que me llena de alegría.
«La misericordia santa seguirá las huellas mías
y con Dios en sus mansiones moraré por largos días.
Nada puede faltarme, Jehová mis pasos guía;
en la tierra saludable Dios sostiene el alma mía». Amén.
La paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, guarde vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo Jesús para la vida eterna. Amén.