+1 800 972-5442 (en español)
+1 800 876-9880 (en inglés)
PARA EL CAMINO
Delante de Jesús somos todos iguales: no tenemos nada bueno que ofrecer. Es más, todo lo que digamos o hagamos ¡puede ser usado en nuestra contra! Eso es lo que hace el pecado: nos deja sin salida, sin esperanza, sin defensa… a menos que Dios lo provea.
Hay conmoción en el barrio. La casa está rodeada de policías. De pronto, de la casa sale una persona que es inmediatamente capturada por los agentes del orden. Mientras un agente le pone las esposas, otro le lee sus derechos: «Usted tiene derecho a guardar silencio, todas las manifestaciones que haga podrán ser usadas en su contra y no está obligado a declarar en contra de su cónyuge, compañero permanente o parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad. Tiene derecho a designar y a entrevistarse con un abogado de confianza en el menor tiempo posible. De no poder hacerlo, el sistema nacional de defensoría pública proveerá su defensa». Terminado el protocolo, se lo llevan para comenzar con él el proceso de juicio.
Esta lectura de los derechos de un ciudadano se ha hecho muy popular entre nosotros porque la vemos todo el tiempo en programas y películas televisivas. Y no son palabras nuevas: los derechos humanos vienen de mucho tiempo atrás. Pero, muchas veces, esos derechos humanos son pisoteados y usados en forma tramposa para hacer caer a un inocente. De eso se trata la historia de hoy en el Evangelio de Mateo.
Los fariseos, quienes se encargaban de enseñar la Ley de Dios al pueblo, invertían mucho tiempo y esfuerzo en hacer respetar esa Ley. Y para ellos, Jesús no era muy respetuoso de sus leyes ceremoniales. Jesús a veces curaba a enfermos en sábado, los discípulos de Jesús no se lavaban las manos antes de comer, Jesús se juntaba con pecadores y comía con ellos, tocaba a los leprosos y dialogaba con personas que no eran judías. Pero… esos no eran motivos para juzgar a alguien y condenarlo a muerte. Los fariseos estaban buscando algo más grave, así que se reunieron para idear el plan estratégico más sofisticado que jamás habían elaborado: hacer que Jesús dijera algo que pudiera ser usado en su contra.
Después de mucho pensar, lo fariseos pusieron en marcha dos grupos de personas: sus propios alumnos y algunos seguidores del grupo de los herodianos. Dos grupos antagónicos entre sí, pero que servían perfectamente para hacer caer a Jesús en la trampa. Estos dos grupos se acercaron a Jesús con palabras de elogio para hacerle la siguiente pregunta: «¿Es lícito pagar tributo al César, o no?»
Según los astutos fariseos, Jesús podía contestar de dos maneras. Si decía que sí Jesús se pondría en contra de los fariseos, quienes lo acusarían de idólatra, porque el denario que se usaba para pagar impuestos al César tenía la imagen del emperador y la inscripción: «Sumo Sacerdote». Y la religión hebrea consideraba que eso era rendirle culto al emperador. Y si contestaba que no, los herodianos, que preferían la presencia romana en su territorio y apoyaban al rey Herodes, lo iban a acusar de subversivo y de oponerse a la autoridad del país y de negarse a pagar los debidos impuestos. El plan de los fariseos era perfecto. ¡Jesús no tenía escapatoria! Lo que Jesús respondiera sería usado en su contra, y esta vez sí lo podrían sentenciar a muerte.
Sin embargo, la respuesta de Jesús los desarma completamente: «den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios», les dice. Tanto los desarma esa respuesta, que sus enemigos «se quedaron asombrados y se alejaron de él».
¿Qué enseñó Jesús con su respuesta? Que los impuestos hay que pagarlos. Y que no hay que confundir la autoridad civil del emperador con la autoridad espiritual, de la cuál él es rey. Los dos reinos, el civil y el espiritual, son diseño divino para nuestro cuidado, y a los dos les debemos su debida honra. Jesús, como siempre, tiene la respuesta correcta.
Pero la actitud de los fariseos y de Jesús nos enseñan cosas mucho más profundas que la simple cuestión del pago a los impuestos. Todavía hoy Jesús es perseguido. De todos los estratos sociales vemos y escuchamos a personas que se quejan de que Dios es muy estricto, que les quita la libertad de vivir como quieren. Hay quienes acusan a Dios de las cosas malas que pasan en este mundo y de su falta de voluntad por hacer algo por los pobres, los indefensos, los enfermos. No ven que Dios tenga ningún interés en la injusticia social que sufren muchos pueblos. Al igual que los fariseos, nosotros no vemos la realidad. No nos vemos a nosotros mismos como verdaderamente somos. Tenemos esa tendencia de ponernos por encima de todos para saber más y mejor que cualquiera, incluso de Dios mismo.
Hasta que nos encontramos con Jesús. La moral, la ética, y la profundidad espiritual de Jesús nos confronta, nos muestra nuestro pecado, nuestra liviandad respecto de la seriedad de la vida. Por nuestro pecado no pensamos como Jesús. Los herodianos y los fariseos eran muy distintos en sus funciones y en su ideología política y religiosa, pero delante de Jesús fueron iguales: hipócritas, tramposos que se quedaron sin palabras ante el divino maestro.
Así es con nosotros. Podemos tener diferentes puntos de vista con respecto a la política, al gobierno y a la religión, pero delante de Jesús somos todos iguales. No tenemos nada bueno que ofrecer. Es más, todo lo que digamos o hagamos ¡puede ser usado en nuestra contra! Eso es lo que hace el pecado. Nos iguala a todos delante de Dios. No tenemos recursos para salir adelante ni tenemos esperanza ni nadie que nos defienda, a menos que Dios lo provea. Y en eso es en lo que los fariseos fallaron. Ellos no vieron la ira divina que se manifiesta en contra de todos los pecadores. Y tampoco vieron la gracia de Dios, que se manifestó abiertamente en la persona de Jesús.
A veces, nuestra conciencia nos acusa. La conciencia tiene buena memoria, puede ir a buscar cosas de nuestro pasado que nosotros habíamos enterrado cuidadosamente para que jamás volvieran a salir. Hemos traicionado a un amigo, hemos dicho cosas que no eran ciertas, hemos lastimado con palabras y actitudes, y no tenemos forma de hacer una reparación digna. ¿Qué haremos? ¿Quién apagará la voz de la conciencia? ¿Quién borrará la ley de Dios que nos condena por nuestra desobediencia?
El apóstol San Juan nos da palabras de ánimo: «Hijitos míos, les escribo estas cosas para que no pequen. Si alguno ha pecado, tenemos un abogado ante el Padre, a Jesucristo el justo» (1 Juan 2:1). ¡Un abogado! ¡Es lo que nos estaba haciendo falta! ¿Y quién no ha pecado? Los fariseos, los herodianos, tú y yo hemos pecado y seguiremos pecando hasta que dejemos este mundo. Necesitamos a nuestro abogado Jesús cerca, todos los días, cuando nuestra conciencia nos acuse y cuando no veamos escapatoria y el miedo se apodere de nosotros. En el juicio final, ¿nos leerán nuestros derechos? Claro que sí, pero para quienes fuimos perdonados por la obra de Jesús, nuestros derechos ya están establecidos por el apóstol Pablo, y dicen así en Romanos capítulo 8: «¿Qué más podemos decir? Que si Dios está a nuestro favor, nadie podrá estar en contra de nosotros.» «¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la derecha de Dios e intercede por nosotros» (Romanos 8:31, 33-34).
Y al abogado Jesús no hay que pagarle nada. Eso es lo que hizo la gracia de Dios: nos libró de nuestro pecado gratuitamente. Dios sabe que no tenemos forma de pagar ninguna fianza por nuestra condena. Al abogado y Salvador Jesús lo que le debemos es la debida honra. En las propias palabras de Jesús: «Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (v 21).
¿Y qué es de Jesús? Todo. Nuestra vida es de él, porque él la rescató. Lo que somos y tenemos es de él porque él nos lo dio sin que lo merezcamos. Honramos a Dios cuando lo escuchamos, y escuchamos a Dios cuando prestamos atención a su Palabra santa que nos reafirma en el perdón, que nos anima en el dolor, que nos da la esperanza de la vida eterna cuando vemos enfermedad y muerte a nuestro alrededor. Honramos a Dios cuando recibimos su perdón con gratitud y a su vez nosotros perdonamos a los demás.
Estimado oyente, si de alguna manera te podemos ayudar a ver en Jesús al abogado defensor que te libera de toda culpa, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.