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PARA EL CAMINO
La victoria del Salvador sobre la muerte, el diablo y la maldad que tenemos dentro de nosotros, une a todos los creyentes en una gran procesión que tiene al cielo como destino final.
La resurrección de Jesucristo es el gran regalo de Dios que, en su gracia, ofrece perdón a quienes han cometido pecados grandes y a quienes han cometido pecados pequeños. La victoria del Salvador sobre la muerte, el diablo y la maldad que tenemos dentro de nosotros, une a todos los creyentes en una gran procesión que tiene al cielo como destino final. Que esa misma gracia abra los oídos y los corazones de quienes aún no se han encontrado con el Señor resucitado, para que también ellos respondan a la invitación de Jesús, quien les dice: ‘Ven, sígueme’. Amén.
Lo que va a escuchar a continuación no fue escrito por mí, sino por un Capellán luterano, de quien hablaremos más adelante. Esto es lo que él escribió: «Hace dos mil años, se elevaron tres cruces en el Gólgota. En el medio colgaba crucificado Jesucristo, el Salvador del mundo, y a cada uno de sus lados colgaba un malhechor. Uno de ellos, en los últimos momentos de su vida de pecado, se arrepintió y le pidió perdón, y fue llevado al paraíso. El otro murió sin ser salvo, y pasó a la eternidad. La cruz ya no está más allí, pero la obra perfecta de salvación de Jesucristo permanece sin cambiar para nada. La salvación en Cristo para todas las almas sigue siendo la misma hoy que la que fue en ese día. La actitud que tenemos ante la cruz define nuestro destino eterno. La fe en Jesús y en su sangre derramada es prueba de que los pecados han sido perdonados. La misericordia de Dios salva del tormento eterno a quienes depositan su fe en Cristo.»
Esas palabras fueron escritas hace más de 50 años por quien fuera asignado como Capellán de los generales nazis criminales de guerra que estaban siendo enjuiciados en Nurenberg. Este Capellán había estado en la Segunda Guerra Mundial, sirviendo durante 14 meses entre los soldados heridos y enfermos. El 15 de julio de 1943 fue a Alemania, donde se le pidió que sirviera a los más despreciables líderes nazis. Aún cuando era un hombre totalmente consagrado a Dios, seguía siendo hombre, por lo que tuvo sus dudas. Esto es lo que escribió: «¿Debo visitar a estos hombres que han traído tanto sufrimiento al mundo, y que han sido los causantes del sacrificio de tantos millones de vidas? Mis dos únicos hijos fueron víctimas de sus crueldades. ¿Cómo debo comportarme para que estén dispuestos a recibir la Palabra de Dios?»
Lo cierto es que casi todo el mundo hubiera dicho que ninguno de ellos merecía que se les tuviera misericordia o compasión, y menos que menos que los visitara un capellán de Cristo. Para quienes habían perdido sus casas, sus vidas, sus hijos, ni siquiera el peor de los castigos les parecía suficiente.
Después de conocerlos, el capellán escribió: «Pasé la noche rezando, pidiéndole a Dios que me dijera lo que debía decirles. Estos hombres tenían que saber que el Salvador había sufrido y muerto en la cruz por ellos también.» En la historia de la vida, muerte y resurrección de Jesús, el capellán encontró la guía de Dios.
En los meses siguientes el mundo escuchó los juicios en los que públicamente fueron condenados y acusados, y en los que ellos se defendieron diciendo ser inocentes. En privado, el capellán seguía rezando. Cada vez que se reunía con esos militares, el capellán les contaba cómo Jesucristo, el Príncipe de Paz, se había sacrificado a sí mismo por la salvación de los pecadores… de todos los pecadores.
El primero de octubre de 1946, todo lo que se podía decir en los juicios ya había sido dicho, por lo que los veredictos fueron presentados. Unos pocos fueron absueltos; otros fueron sentenciados a prisión, algunos de por vida, y otros fueron condenados a muerte por sus crímenes contra la humanidad. El 16 de octubre, el mundo contuvo el aliento mientras veía cómo estos hombres subían a las horcas, y pagaban por sus delitos.
Pero el Capellán vio algo diferente. En los meses que duró el juicio, el Capellán había visto al Espíritu Santo actuando en la vida de algunos de ellos. Ante la realidad de la muerte, y después de haber perdido todas las cosas materiales, incluyendo el derecho a vivir, algunos de ellos comenzaron a confiar en las promesas de Dios. Uno de ellos se aferró al poder salvador de la sangre de Jesús; otro rezaba sin cesar, diciendo: «Dios, ten misericordia de mí, pecador.» El Capellán escuchó a uno de ellos pedirle a su esposa, en su última visita, que educara a sus hijos en el temor del Señor, y a otro decirle a la suya que llevara a sus niños a los pies de la cruz de Jesús. Y antes de morir, uno de ellos le dijo al Capellán que, gracias a su testimonio, había llegado a conocer y creer en Jesucristo.
Por el poder de Dios, aquéllos que creyeron fueron perdonados, y el fin de su vida en la tierra marcó el comienzo de su vida en el cielo.
Les he contado esta historia por una razón. No lo hice para hablar del Capellán, ni de los nazis a quienes tuvo que ministrar. Tampoco lo hice para condenar o aplaudir el veredicto de la justicia. Lo hice para mostrar que lo que San Pablo les escribió a los cristianos de Éfeso es la verdad: ‘que somos salvados por gracia a través de la fe en Jesús. Somos salvados porque Dios, en su misericordia, y sin que lo mereciéramos, nos regaló a su Hijo.’ Les he contado esta historia porque quiero que sepan que, si el Señor puede llegar al corazón de criminales de guerra; si puede perdonarles los incontables delitos y rescatarlos y redimirlos de la muerte y condenación eterna, también puede hacer lo mismo por usted y por mí.
No me sorprendería si algunos de ustedes se sienten un poco ofendidos por lo que acaban de oír, y estén pensando: «Pero Pastor, ¿me está comparando con un criminal de guerra? Porque si eso es lo que está haciendo, está muy equivocado. Yo no maté ni esclavicé a nadie; no soy culpable de genocidio; no sentencié a nadie injustamente; no robé ni me apropié de cosas que no me correspondían; nunca provoqué una guerra ni le quité la vida a millones; nunca cometí ninguna de esas terribles atrocidades que esos hombres cometieron. Nunca estuve en la cárcel, ni soy buscado por la policía. No robo, ni me abuso de los ancianos, o trafico drogas o pornografía. Al contrario, trato de vivir honestamente. Si no me cree, pregúntele a mi familia o a mis amigos. No soy perfecto, pero trato de ser una buena persona y de respetar la ley. No, si usted cree que debería estar en la misma categoría que un criminal de guerra, perdóneme, pastor, pero está equivocado, y la verdad es que me ofende.»
Si usted piensa o se siente así, déjeme decirle que tengo buenas y malas noticias. Primero las buenas noticias: yo no creo que usted sea, en términos humanos, tan malo como los criminales de los que hemos estado hablando. Yo no creo que usted sea una mala persona. Al contrario, creo que usted es una muy buena persona. Esas son las buenas noticias. Ahora las malas noticias: cuando se trata de la salvación eterna, mi opinión personal no vale absolutamente nada. Cuando se trata de ‘si va a pasar su eternidad en el cielo o en el infierno’, la única opinión que vale es la del Dios Trino, Padre, Hijo, y Espíritu Santo. La mala noticia es que, cuando el Dios perfecto, el Dios que no puede tolerar ninguna clase de pecado por más pequeño que sea, nos mira a usted y a mí, no nos vemos muy bien.
Déjeme que le explique. Cuando yo servía como pastor en una parroquia, cuando los jóvenes hacían profesión de su fe, era costumbre tener un servicio de «confirmación», lo que en otras palabras quiere decir que confirmaban públicamente que creían en los fundamentos de la fe. Creían que Dios los había creado, que les había dado todo lo que tenían y lo que habrían de tener; que el Hijo de Dios, el Salvador, había ganado su salvación no con oro ni plata, sino con su santa y preciosa sangre, y con su sufrimiento y muerte inocentes; creían que el Espíritu Santo, a través del poder del Evangelio, los había llamado a la fe, y los mantendría en ella. En ese servicio era costumbre que los jóvenes usaran túnicas blancas como símbolo de que sus pecados habían sido cubiertos y que habían sido limpiados por el sacrificio del Salvador.
Unos días antes del servicio de confirmación, a cada joven se le hacía llevar su túnica a la casa para que sus madres las lavaran, las almidonaran, y las plancharan, para que el domingo de confirmación todos estuvieran impecables. Cuando llegaba ese día especial, los jóvenes se aparecían con sus túnicas a cuestas, y se las ponían estando ya en la iglesia, con la advertencia de no ensuciarse por lo menos hasta que les tomaran las fotos. No debían recostarse contra nada que pudiera ensuciar sus túnicas blancas.
En los 25 años que serví como pastor en diferentes parroquias, vi de todo. En menos de 30 segundos, uno, dos, o tres de esos jóvenes, de alguna manera se las habían ingeniado para mancharse la túnica. Por más que habían tratado de portarse bien y de mantenerse limpios, casi como por arte de magia les aparecía una mancha. El resultado: una túnica que hasta hacía unos segundos había sido perfectamente blanca y limpia, se convertía en una con una imperfección. ¿Saben cómo se veía? Les puedo decir cómo las veían las madres que habían invertido tanto tiempo y trabajo para que sus hijos lucieran impecables. Cuando esas madres miraron a sus hijos, lo único que pudieron ver fue esa mancha. No pudieron ver el 99.9% de la túnica que seguía siendo blanco. Sólo… vieron… la… mancha. Para cada una de esas madres, la túnica de su hijo era un desastre. Más de una de ellas preguntaba: «¿Por qué no te pones a jugar al fútbol también? Peor no puedes lucir.» Para esas madres, las túnicas tenían que ser impecablemente blancas, o no eran blancas. No había un término medio.
Volviendo a nosotros, tanto usted como yo sabemos que usted no es un criminal de guerra. Para la humanidad, usted ni se puede comparar con ellos. Pero una vez más debo decir que lo que importa no es lo que la humanidad piensa, sino lo que Dios piensa. Y cuando Dios nos ve a nosotros, no piensa que somos muy buenos, o mejor que muchos otros. Dios nos ve como lo que realmente somos: pecadores.
En el principio Dios había hecho a la humanidad semejante a él, perfecta, impecable y sin ninguna mancha. Pero cuando la humanidad lo desobedeció, no le hizo caso, y lo rechazó, la esencia misma de nuestras almas fue lastimada y manchada. Desde entonces, cuando Dios se fija en nosotros, lo único que ve es la mancha que el pecado ha puesto en nuestras vidas, y que hace que seamos incapaces de limpiarnos a nosotros mismos, así como los chicos de octavo grado son incapaces de lavar, almidonar, y planchar sus túnicas para la confirmación.
Por más que nos esforcemos, no podemos hacernos suficientemente buenos para entrar en el cielo. San Pablo lo dice con mucha claridad: uno no entra en el cielo a causa de sus obras. Dios no le va a permitir entrar al cielo porque en vida se portó muy bien, porque «muy bien» no es lo mismo que «perfecto», y Dios sólo acepta perfección.
Usted se puede pasar la vida haciendo el bien, ayudando a los necesitados, cuidando enfermos, amparando niños… y está bien que lo haga. Pero nada de eso va a hacer que su alma quede totalmente limpia y sin mancha. Uno no entra en el cielo por lo que ha hecho ni por lo que otra persona ha hecho por uno. Nadie puede decir: «Mi abuelo ayudó a construir una iglesia, mi madre se lo pasaba rezando e iba todos los días a la iglesia, o mi esposa ayuda mucho en la iglesia, y esperar que por ello se le abran las puertas del cielo.»
Estimados oyentes, no son muchas las cosas que tenemos que hacer solos en este mundo, pero morir y ser juzgados es una de ellas. Por más que usted haya sido amigo personal del Presidente del país, o de las estrellas de Hollywood, el día que se muera nada de eso le servirá para nada. El día en que dé su último respiro, nadie lo va a ayudar a entrar al cielo.
Bueno, aunque esto no es del todo cierto, porque la verdad es que hay ‘Alguien’ que puede ayudarlo… Una, y sólo una persona puede darle un pase gratis. Hay una persona que puede dejar tan blancas nuestras almas, que ni siquiera el ojo del Juez celestial podrá encontrar una falla o una mancha. Esa persona es Jesucristo, el inocente Hijo de Dios. Jesucristo es la gracia de la que Pablo está hablando. La vida, el sufrimiento, la muerte y la resurrección de Jesucristo es el regalo que salva. Con él no hay pecado que pueda mancharnos; sin él hasta el más pequeño pecado es suficiente para condenarnos. En él hay vida eterna; fuera de él hay condenación.
Se cuenta de un hombre que estaba parado ante las puertas del cielo, cuando vio venir una procesión de personas vestidas con túnicas blancas que con gran orgullo marchaban, cantaban y ondeaban banderas de alabanza. Sin detenerse, la procesión pasó por al lado de él, y entró al cielo. Movido por la curiosidad, el hombre llamó a un ángel a través de la puerta, y le preguntó: «¿Quiénes eran esas personas?» A lo que el ángel le respondió: «Esos son los profetas que están yendo a ver al Señor.» Al escuchar eso, el hombre pensó ‘yo no soy profeta, así que no puedo entrar como lo hicieron ellos’.
En esas estaba cuando llegó otro grupo de personas también vestidas con túnicas blancas, que entraron al cielo danzando. Desde dentro del paraíso se escuchó el repique de campanas y gritos de bienvenida. Al no poder entender lo que las multitudes estaban diciendo, el hombre le preguntó al ángel: ¿Y quiénes eran estos?» El ángel le respondió: «¿Esos? Esos son los Apóstoles del Señor que están siendo bienvenidos por los mártires que ya están aquí.»
El hombre, sabiendo que no era ni profeta, ni apóstol, ni mártir, se preguntaba si iría a encontrar un grupo al que perteneciera, un grupo con el cual poder entrar al cielo y estar ante la presencia de Dios. No había terminado ese pensamiento cuando un sonido fuerte como de trueno lo hizo volverse. Por el mismo camino estaba viniendo otro grupo que también cantaba y alababa a Dios. Sólo que esta vez lo que vio venir era una multitud; una multitud tan grande, que no podía ver dónde terminaba.
El hombre se dio vuelta para preguntarle al ángel quiénes eran todas esas personas, pero antes de que hablara, el ángel, sabiendo lo que le iba a preguntar, le dijo: «Estos, como los otros que has visto pasar antes, son pecadores que han admitido sus errores y han sido llevados a la fe en el Salvador y en el sacrificio que él hizo por ellos al morir en la cruz. Todos ellos han visto al Señor resucitado conquistar la tumba y la muerte. Ese mismo Señor resucitado es quien los ha traído aquí, tal como lo prometió.» Al escuchar esas palabras del ángel, el hombre se volvió para mirar nuevamente al grupo y, aún cuando no sabía bien cómo, reconoció a algunos de ellos.
Vio a María, la madre de Jesús, y al centurión que había estado a los pies de la cruz de Cristo. También reconoció a su maestro de escuela bíblica y a su pastor; al mecánico que le arreglaba el coche, a un compañero de trabajo. Hasta reconoció algunos de los Nazis que fueron ejecutados por sus delitos de guerra, junto a quienes iba un hombre con uniforme de capellán del ejército. A todos se los veía libres, en paz, y sonriendo, como si no tuvieran ningún problema… y en realidad no tenían ninguno. Porque gracias a lo que Jesús había hecho, los sufrimientos y las preocupaciones de la tierra, las desilusiones, las penas, las lágrimas y los problemas de la vida, todo eso había desaparecido de sus corazones. Estos eran los que habían sido perdonados por la gracia de Dios, a través de la fe. Y ese hombre, al igual que todas las personas que estarán en el cielo, dijo: «Yo soy uno de ellos». Y al pasar frente a él, Jesús lo miró y le dijo: «Ven conmigo.»
Lo que acabo de contarles es una historia que puede ser verdad o no, pero yo no lo sé. Lo que sí sé, es que el Salvador ha venido a este mundo a buscar y salvar. Jesús vivió toda su vida sin cometer ningún pecado, para que nosotros pudiéramos ser perdonados. Fue perseguido, juzgado y colgado de una cruz para que nosotros pudiéramos ser liberados del castigo que merecíamos y así poder vivir con él.
Ese mismo Señor resucitado es quien en estos momentos se le acerca a usted y le dice: «Por gracia eres salvo. Yo soy el regalo que el Padre celestial te da. Ven conmigo.»
Si desea saber más acerca de la invitación del Salvador, a continuación le diremos cómo comunicarse con nosotros. Amén.