PARA EL CAMINO

  • De aquí en más, yo me hago cargo

  • enero 4, 2009
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Mateo 2:6
    Mateo 2, Sermons: 3

  • Hace 2000 años, unos sabios siguieron a una estrella divinamente ubicada, y adoraron a su Salvador. 33 años más tarde, unas mujeres escucharon a un ángel enviado del cielo hablar de la victoria del Salvador sobre la muerte. Que por la gracia de Dios podamos seguir, ver, y adorar al Cristo resucitado. Que Dios nos conceda su gracia a todos nosotros. Amén.

  • Desde joven me acostumbré a leer el «Selecciones». Cada mes leía el nuevo número que salía de punta a punta. Pero no empezaba en el comienzo y seguía leyendo hasta el final, sino que tenía mi propio método. Comenzaba leyendo las historias. Primero estaba la sección acerca de la vida en los Estados Unidos, y luego el humor militar. Después leía las pequeñas anécdotas que había al final de cada artículo, esas frases cortas que los editores ponían para que no hubiera demasiado espacio blanco en las páginas. Recién después de haber leído todas las historias, me ponía a leer los artículos, que a su vez tenían una jerarquía. El primero que leía era «Mi Personaje Inolvidable», en el cual una persona común y corriente contaba su encuentro con alguna persona famosa. A veces no era más que la reflexión personal del autor sobre un padre sabio o una madre especial. Después de la historia del personaje inolvidable, seguía con el resto de los artículos, yendo del más al menos interesante. La «novela condensada» era lo último en mi lista.

    Ahora me doy cuenta del magnífico trabajo que hacían los editores. El poder reducir un libro de tamaño normal a unas pocas páginas manteniendo el tema, el sabor, y el guión, no es nada fácil. Lo que más disfrutaba de esas pequeñas novelas era el momento del despertar espiritual del autor: el momento en que el autor llegaba a la conclusión de que necesitaba a Dios en su vida.

    Déjeme explicarle cómo sucedía. Las primeras páginas de la historia hablaban acerca de la vida del autor; las páginas siguientes presentaban un problema: un accidente, una tragedia, una enfermedad, algo que causaba conflicto y dolor en su vida. Cuando todos los caminos se habían agotado y toda posibilidad de escape se había truncado, el autor escribía algo así como: «Siempre he sido una persona independiente; nunca he sido muy religioso, pero en el momento en que el oso me atacó… o, en el momento en que vi a mi hijo correr frente a un auto… o, en el momento en que me encontré atrapado por las llamas… o, en el momento en que sentí ese dolor punzante en el pecho… en ese momento me di cuenta que estaba rezando. Le estaba pidiendo a Dios que, si me salvaba, nunca lo olvidaría». La historia casi siempre concluía con un escape milagroso. Por más joven que yo era, me daba cuenta que el escape era demasiado obvio. Además, el nombre del autor figuraba al comienzo de la historia, lo que significaba que aún estaba vivo. En cuanto a Dios… nunca más era mencionado.

    En los últimos años he notado que esos momentos de «despertar espiritual», ya no aparecen tan a menudo en el Selecciones. Quizás sea porque esas historias de rescate divino parecen ser muy cursi en la mente moderna. Quizás sea porque nosotros hemos cambiado. En las últimas décadas nos han hecho creer que somos auto-suficientes y que podemos arreglarnos por nosotros mismos. Los radares nos avisan cuando está viniendo un huracán, lo cual nos da tiempo para resguardarnos. Los jugadores de béisbol o los atletas olímpicos no necesitan que Dios haga un milagro para poder ganar. Sólo necesitan una clínica deportiva de primera clase. Dios está pasado de moda.

    Como dijo Jesse Ventura, el ex – gobernador de Minnesota: «La religión organizada es una farsa y una muleta para las personas débiles que necesitan la fuerza de los números». Al igual que los niños en la montaña rusa que demuestran su valentía negándose a asirse de la barra enfrente de ellos, la humanidad demuestra su valentía negándose a aferrarse de la mano del Señor que la ha creado, la preserva, la salva, y la mantiene. Una y otra vez, el hombre dice: «Gracias, Señor. De aquí en más yo me hago cargo.».

    Aunque la Biblia no dice nada al respecto, se me ocurre pensar que esa era la actitud de los Magos de Oriente cuando se estaban acercando a Jerusalén. Me imagino, y sólo imagino, que pensaron: «Señor, gracias por la estrella; de aquí en más nosotros nos haremos cargo de encontrar al Rey». Se me ocurre que estaban siendo bastante independientes cuando se aparecieron en el palacio del Rey Herodes en Jerusalén para saludar el recién nacido Príncipe de los Judíos.

    Gran parte del mundo cristiano estará celebrando esta semana la Epifanía, o la Navidad de los gentiles. Aún cuando nosotros celebramos la llegada de los magos, debemos admitir que San Mateo no provee muchos detalles con respecto a este acontecimiento. Esto, por supuesto no ha evitado que a través de los años se hayan creado leyendas, razón por la cual es común escuchar a algún predicador decir algo así como: «de acuerdo a la tradición de la iglesia…». Que en realidad quiere decir: «En este caso no sabemos los hechos, pero alguien, en algún momento, dio esta explicación».

    La tradición de la iglesia dice que había tres reyes magos, pero en realidad no lo sabemos, porque la Biblia no lo dice. La tradición de la iglesia dice que los nombres de los magos eran Melchor, Gaspar, y Baltasar, pero tampoco eso sabemos. La tradición de la iglesia dice que tenían 20, 40, y 60 años; la tradición de la iglesia dice que representan las tres mayores razas del mundo; la tradición dice que muchos años más tarde, el apóstol Tomás, en su viaje misional a la India, encontró, convirtió, bautizó, y ordenó a los magos, quienes eventualmente fueron asesinados, martirizados por su fe. La tradición dice que los restos de los magos fueron llevados a Constantinopla y luego a Colonia (en Alemania), donde se supone que todavía están. Todo esto es fascinante, pero no sabemos cuántas, si alguna, de estas cosas son ciertas.

    Lo que sí sabemos, es que estos magos, estos astrólogos antiguos, vieron una estrella, y la siguieron. ¿Quisieron ser los primeros en saludar al nuevo monarca? No lo sabemos. ¿Estaban haciendo una investigación científica para aumentar el conocimiento celestial de la época? No lo sabemos. ¿Querían ser reconocidos como los astrólogos oficiales del futuro Rey de los judíos? No lo sabemos.

    Pero sí sabemos que viajaron desde muy lejos llevando regalos y siguiendo una estrella, y que terminaron en Jerusalén, en el palacio de Herodes. La pregunta es: «¿Por qué? ¿Por qué terminaron en el palacio de uno de los más infames reyes? ¿Por qué preguntaron dónde estaba el nuevo Rey?» Yo quisiera saber por qué terminaron tomando un desvío que, eventualmente, terminaría siendo mortal para los niños varones de Belén. Quisiera saber por qué esa estrella, la estrella que los había guiado sin errores desde sus tierras, no los llevó directamente a la casa donde se encontraban Jesús y sus padres.
    Se me ocurre que esa estrella los guió mientras los sabios estuvieron dispuestos a seguirla. Pero cuando los magos dejaron de seguirla y comenzaron a confiar en sí mismos en vez de confiar en la estrella enviada por Dios, cuando dijeron: «Gracias, Señor, de aquí en más nos hacemos cargo nosotros», la estrella desapareció de su vista.
    Para los magos era lógico ir directamente a Jerusalén. Era lógico, pero estaba equivocado. Seguramente se dieron cuenta cuando llegaron a Jerusalén y no escucharon a la gente hablando de un nacimiento en el palacio, ni tuvieron que abrirse paso entre los que festejaban la llegada del sucesor del Rey. Nadie gritaba: «El príncipe ha nacido. Que viva el rey». Cuando en el palacio de Herodes preguntaron: «¿Dónde está el rey que ha nacido a los judíos?», seguramente esperaban una respuesta rápida. Habrán sospechado que algo andaba mal cuando los consejeros de Herodes, recitaron las palabras escritas por el profeta Miqueas: «… de ti, Belén, saldrá el que gobernará a Israel» (Mi. 5:2).
    Si los magos de Oriente habían pensado que se podían hacer cargo por sí mismos, habían estado equivocados. No fueron los únicos. Adán y Eva, puestos por Dios en un jardín donde el pecado, el sufrimiento, y la muerte no existían, estuvieron bien hasta el día en que, después de escuchar la sugerencia de Satanás, dijeron: «Gracias, Señor, de aquí en más nos hacemos cargo nosotros». En el momento en que sustituyeron su deseo pecaminoso por el único mandamiento que Dios les había dado, la plaga, la pestilencia, y el castigo reemplazaron la perfección, la muerte puso un punto final a la vida, y Satanás aumentó su reino adquiriendo almas robadas a su Creador.
    «Gracias, Señor, de aquí en más yo me hago cargo.» Eso es lo que las personas del principio de la historia de la humanidad dijeron, y se perdieron en vidas lascivas hasta que el Señor las eliminó con un diluvio. «Gracias, Señor, de aquí en más yo me hago cargo», fue lo que pensó Moisés cuando, en vez de hablarle a la roca para que brotara agua como Dios le había dicho, la golpeó, perdiendo así el privilegio de entrar a la Tierra Prometida. «Gracias, Señor, de aquí en más yo me hago cargo», fue la actitud que le costó a Sansón su cabello, su vista, y su vida. «Gracias, Señor, de aquí en más yo me hago cargo» es lo que el sacerdote Elías dijo con respecto a criar a sus hijos, y fue una decisión que lamentó de por vida. «Gracias, Señor, de aquí en más yo me hago cargo» fue lo que convirtió al Rey David en asesino, y lo que le costó al Rey Salomón su pacífico palacio. «Gracias, Señor, de aquí en más yo me hago cargo» hizo que Jonás pasara tres días en el vientre de un pez enorme, y que gobernantes degenerados, decadentes, e idólatras perdieran los reinos de Israel y Judá.
    Y no piensen que el «Gracias, Señor, de aquí en más yo me hago cargo» terminó con el nacimiento de Jesús en Belén. Los fariseos con los que Jesús se encontraba la mayoría del tiempo pensaban que podían mejorar la ley de Dios, redefinir su voluntad, y limitar su amor. En varias oportunidades Pedro pensó que podía hacer las cosas a su manera y así mejorar los deseos y las necesidades de Jesús. Cuando Jesús anuncia que va a ir a Jerusalén donde va a cargar con nuestros pecados hasta la muerte en la cruz, Pedro trata de disuadirlo de que no lo haga (Marcos 8:33). Cuando Jesús muestra a sus discípulos lo que es el servicio
    verdadero, lavándoles los pies, Pedro primero se niega a que se lo haga, y luego le pide que le lave también las manos y la cabeza. «Gracias, Señor, a partir de aquí yo me hago cargo». Así era la personalidad de Pedro.
    Tratar de sustituir la voluntad de Dios por nuestros deseos, o la verdad inmutable de Dios por nuestra siempre cambiante sabiduría, o la poderosa protección divina por nuestras magras fuerzas, siempre ha sido una elección tonta. Pero aún así, la humanidad parece no aprender, y cada generación termina repitiendo los mismos pecados, sufriendo los mismos fracasos, y soportando los mismos castigos que sus antepasados. Ese patrón sólo puede romperse cuando la gracia de Dios penetra en nuestras vidas enfermas y pecaminosas.
    En ningún otro lugar esa verdad se ve con más claridad que en la historia de los Magos de oriente. Cuando dejaron el palacio de Herodes, por la gracia de Dios los Magos fueron guiados nuevamente por la estrella divina. Por la gracia de Dios fueron llevados directamente al lugar exacto en donde se encontraba Jesús. Por la gracia de Dios encontraron no al nuevo gobernante de los judíos, sino al Hijo de Dios, al Redentor del mundo. Por la gracia de Dios fueron llevados ante la presencia del Salvador del mundo quien, al contrario que todo otro monarca de todos los tiempos, habría de sacrificarse a sí mismo para que todos los que crean en él sean perdonados de sus pecados y queden libres de ser condenados.
    Por la gracia de Dios, y bajo su dirección, estos hombres sabios fueron transformados. Si habían comenzado el viaje como científicos, lo terminaron como creyentes. Si lo habían comenzado tratando de encontrar una explicación para un suceso celestial único, terminaron recibiendo un libertador que, en la cruz del Calvario y en una tumba prestada, habría de redimir las almas pecadoras.
    Esto es lo que las Escrituras dicen acerca de los sabios de oriente: «Cuando llegaron a la casa, vieron al niño con María, su madre; y postrándose lo adoraron. Abrieron sus cofres y le presentaron como regalos oro, incienso y mirra». Estos hombres habían recibido gracia para ver a su Salvador.
    Pero no es así para todos. Hace unos años hubo un hombre que encontró un billete de 20 pesos en la calle. Ese toque de suerte le cambió la vida. A partir de ese momento, cada vez que salía, iba siempre mirando para abajo con atención, con la esperanza de encontrar más dinero. En el correr de los años encontró de todo lo que uno se pueda imaginar: lapiceras, encendedores, hebillas para el cabello, peines, y una cierta cantidad de monedas. Cada vez que encontraba algo se alegraba y se le renovaban las fuerzas para seguir buscando. Pero durante todos esos años, este hombre nunca vio un arco iris, ni los rostros de los niños jugando, ni los pájaros volando, ni un atardecer brillante, ni la luna apareciendo en el horizonte.
    Así es la diferencia entre los sabios de oriente y Herodes; entre quienes piensan que pueden hacerse cargo de las cosas por sí mismos, y quienes confían en que Dios les dará tanto la guía como la gracia que necesitan. Es lo que separa a quienes conocen a Jesús como Salvador de quienes sólo reconocen su poder y valor.
    Déjeme explicárselo usando a Herodes. Al Rey de los judíos designado por Roma, la historia le ha dado el título de «Grande»… Herodes, el Grande. Es un título que ha sido compartido con algunos otros personajes. Algunos de ellos, como Alejandro de Macedonia, Catarina y Pedro de Rusia, y Constantino, nos son familiares. La mayoría de ellos, a pesar de haber sido ricos y poderosos en su momento, han caído en el olvido.
    Herodes había nacido en una familia que tenía muchas conexiones, y fue educado para ser un poderoso corredor de bolsa. Cuando tenía 25 años, los romanos lo designaron gobernador de Galilea. En el año 40 antes de Cristo, el Senado lo promovió a Rey. Durante sus primeros años, Herodes hizo algunas cosas dignas de mencionar. Cuando en el año 25 antes de Cristo el pueblo no tenía qué comer, Herodes derritió su propio oro para comprar alimentos. Él fue quien comenzó la construcción de inmensos teatros y estadios para eventos deportivos. Y, como si todo eso fuera poco, erradicó grupos terroristas, logró la paz entre tribus que durante mucho tiempo habían estado en guerra, y dio a la nación judía un templo nuevo impresionante. Todavía hoy, cuando uno visita Israel y ve ruinas de una construcción que parece ser más grande, mejor, y más impresionante que las demás, el guía dice: «Esto fue construido por Herodes el Grande».
    Pero Herodes fue un hombre que no sentía necesidad de Dios o del Salvador, un hombre que creía que podía hacerse cargo de su vida por sí mismo. Y así trató de hacerlo. Es por ello que tuvo que construir palacios fortificados que lo mantuvieran a resguardo de su propia gente. Es por ello que su esposa preferida fue asesinada; es por ello que él mismo mató a algunos de sus hijos, y que ahogó a un joven sacerdote que se había vuelto muy popular. Es por ello que tenía una red de espías alrededor del país, y es también por ello que ordenó la masacre de los niños varones de Belén.
    Herodes… ¿el Grande? A diferencia de los sabios de oriente que siguieron la estrella del Señor hasta el Salvador y la salvación, Herodes, el hombre que no necesitaba a Dios, murió solo, sin ser amado, sin ser llorado, y sin ser salvado.
    No tenía por qué terminar así. Ni para Herodes, ni para usted, ni para nadie. Dios quiere salvarle. Él envió a su Hijo para salvarle, pero no le va a forzar la salvación. Quizás pase mucho tiempo antes de que el ataque del oso lo asuste tanto como para acudir a Dios. Quizás no haya tiempo cuando su hijo salga corriendo delante de un auto, o cuando a usted le dé un dolor fuerte en el pecho. Dios no lo va a obligar a creer en él o en su Hijo Jesucristo, que fue enviado como un sacrificio para salvarle a usted. Pero, por otro lado, Dios le da una estrella y la historia del Evangelio del sacrificio de Jesús.
    Hoy Dios le invita a que crea que él le ofrece cosas que este mundo no puede ni imaginar ni proveer. En su Hijo hay amistad para quienes se sienten solos; hay esperanza para quienes sienten que la vida no tiene sentido; hay alegría para aquéllos cuyas vidas parecen estar llenas de una interminable desesperación. Él quiere que usted vea a Jesús. Fíjese en la vida perfecta que él vivió para que usted pudiera ser perdonado de sus pecados. Fíjese en la muerte que él murió para que usted nunca tenga que temer las llamas del infierno. Fíjese en la tumba vacía del domingo de resurrección y sepa que, gracias al sacrificio de Cristo, las puertas del cielo están abiertas. Mire y vea la inmensidad de la gracia de Dios y, al igual que los sabios de oriente, arrodíllese humildemente delante de su Salvador y Señor.
    Que por la gracia de Dios usted siga la estrella que lo lleva al Salvador, y que por esa misma gracia pueda ver a su Salvador: Cristo, el Señor. Amén.