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PARA EL CAMINO
José y María presentan a Jesús en el Templo, obedeciendo las leyes de purificación y dedicación. Este acto muestra su humildad y fidelidad a la ley, subrayando a Jesús como cumplimiento de las profecías y esperanza de la redención prometida. Esa esperanza se transformó en realidad para el pueblo de Israel y para toda la humanidad.
Permítanme empezar este sermón con una pregunta: ¿A cuántos de ustedes les gusta disfrutar de un buen buffet? Estoy seguro de que muchos de los que me escuchan se pueden relacionar con la experiencia de caminar por un buffet y ver la gran variedad de alimentos que ofrecen: ensaladas frescas, carnes jugosas, postres tentadores. Cuando llegué a los Estados Unidos, hace ya algunos años, una de las cosas que más me llamó la atención fueron los restaurantes tipo buffet. Para alguien recién llegado, muy joven y de un país muy pequeño, esta experiencia no solo era algo nuevo, sino que también reflejaba la abundancia, diversidad y prosperidad de este país.
Cuando leo Lucas 2:22-40, me viene a la mente esta figura. Este pasaje es como un buffet espiritual. Hay tanto para saborear y alimentarnos espiritualmente. No es un solo plato, sino una gran variedad de enseñanzas y principios que alimentan nuestra fe. Aquí encontramos obediencia a la Ley, la fidelidad de Dios al cumplir sus promesas, la importancia de la adoración y la proclamación del Evangelio, y, por supuesto, el reconocimiento de Jesús como el Salvador del mundo.
El pasaje inicia con la observancia y cumplimiento de la Ley. Según la Ley de Moisés, en el libro de Levítico 12, después del nacimiento de un hijo varón, la madre debía cumplir un período de purificación. Además, todo primogénito varón debía ser consagrado al Señor según Éxodo 13:2. José y María obedecen estas instrucciones, mostrando su piedad y devoción. Ofrecen un sacrificio de «un par de tórtolas o dos palominos». Jesús, aunque sin pecado, fue presentado como cumplimiento perfecto de la Ley. Esto nos recuerda que Él vino a cumplir lo que nosotros no podíamos hacer. Jesús, siendo el Hijo de Dios, no necesitaba ser presentado ni consagrado como cualquier otro niño. Sin embargo, al hacerlo, muestra que vino a cumplir toda la Ley en nuestro lugar, aun desde su nacimiento.
Este es uno de los grandes principios bíblicos para nosotros, la Ley de Dios es perfecta, y demanda una obediencia perfecta. Por eso es sumamente importante reconocer nuestra incapacidad, como humanos imperfectos, de cumplir a plenitud la Ley, y nuestra dependencia de la gracia de Dios, revelada en su Hijo Jesús. Su obediencia perfecta a la Ley es nuestra justicia según nos afirma la carta a los Romanos 8:3-4. Este cumplimiento perfecto, nos libera de intentar «ganarnos» el favor de Dios mediante nuestras obras, recordándonos que somos salvos únicamente por gracia. Esto debe llenar nuestros corazones de gratitud, animándonos a vivir en obediencia como respuesta al amor de Dios. Así como José y María obedecieron a Dios, así también nosotros estamos llamados a vivir en obediencia, pero no como un medio de salvación, sino como respuesta agradecida a la gracia de Dios.
La narrativa bíblica continua con una persona llamada Simeón, descrito como un hombre justo y devoto, que esperaba «la consolación de Israel» y sobre el cual reposaba el Espíritu de Dios. Había vivido en una constante espera, al parecer es un anciano listo para partir de esta tierra, pero nunca perdió la esperanza. La fe de Simeón era alimentada por el Espíritu, y es el Espíritu quien lo guía al Templo al momento exacto en que José y María presentan a Jesús. Al tomar al bebé en sus brazos, un niño de menos de dos meses de nacido, demasiado pequeño para dar alguna señal física de quién era, sin embargo, Simeón declara con total convicción que este niño es el Salvador, «la salvación preparada en presencia de todos los pueblos«. (Vs. 30-31).
Es importante notar que Simeón no reconoce a Jesús como el Mesías por su propio entendimiento o esfuerzo. No hay nada en un bebé de cuarenta días que por sí mismo indique que es el Hijo de Dios. Fue el Espíritu Santo quien le reveló esta verdad. Esto nos recuerda una gran realidad espiritual: nadie puede llamar o reconocer a Jesús como Salvador por sí mismo. El apóstol Pablo nos enseña en 1 Corintios 12:3: «Nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’, sino por el Espíritu Santo«. Así como Simeón, nosotros necesitamos al Espíritu Santo para abrir nuestros ojos espirituales y reconocer quién es Jesús, por medio de la fe. Esta fe salvadora no la podemos producir nosotros. Es a través de la predicación del Evangelio, del Bautismo y de la Santa Cena que el Espíritu viene a nosotros y nos concede fe. Al escuchar la Palabra de Dios, somos iluminados para ver en Jesús al Salvador enviado por Dios, el cumplimiento de sus promesas. Sin esta obra divina en nosotros, no podríamos comprender ni aceptar que en un niño aparentemente ordinario es la salvación de la humanidad. Simeón no solo ve a Jesús como salvación para Israel, sino también «luz para revelación a los gentiles» (v. 32). Así como el Espíritu Santo obró en Simeón para proclamar esta verdad, también obra en nosotros para que llevemos esta luz al mundo. Nuestra misión como cristianos es proclamar lo que hemos recibido: la salvación en Cristo Jesús.
Después de proclamar a Jesús como Salvador, Simeón se dirige a María y José y los bendice. Sin embargo, su bendición tiene un tono profético que no solo es motivo de alegría, sino también de advertencia y reflexión profunda. En los versículos 34-35, Simeón declara: «…Tu hijo ha venido para que muchos en Israel caigan o se levanten. Será una señal que muchos rechazarán y que pondrá de manifiesto el pensamiento de muchos corazones, aunque a ti te traspasará el alma como una espada». Simeón anuncia la Cruz y profetiza que Jesús sería motivo de caída para muchos en Israel. Esto se cumplió cuando muchos judíos rechazaron a Jesús como el Mesías. ¿Por qué tropezaron con Él? Porque esperaban un salvador político y terrenal, un rey que los liberara de la opresión romana y estableciera un reino glorioso en la tierra. Pero Jesús vino como un siervo sufriente, alguien que conquistaría no a los imperios terrenales, sino al pecado, la muerte y al diablo a través de la Cruz. Para ellos, la Cruz era un escándalo, una locura (1 Corintios 1:23).
Incluso los mismos discípulos casi tropezaron con esta realidad. Cuando Jesús les habló de su muerte, Pedro le objetó diciendo: «Señor, ¡ten compasión de ti mismo! ¡Que esto jamás te suceda!» (Mateo 16:22). A Pedro le costaba entender que el camino de salvación pasaba por el sufrimiento y la Cruz. Y así como muchos judíos no podían aceptar a Jesús como Salvador, hoy también muchas personas tropiezan con Él.
La Biblia dice que Jesús es la piedra angular, pero también la piedra de tropiezo para muchos (1 Pedro 2:6-8). Es la piedra en la que unos construyen su fe y son salvados, mientras que otros rechazan y tropiezan. Muchas personas no pueden aceptar la idea de un Salvador que vino a servir y a sufrir, que triunfa a través de la debilidad. Les parece incomprensible que el Rey del universo eligiera hacerse humano, sufrir y morir por nosotros. En lugar de reconocer la misericordia de Dios en Jesús, tropiezan porque buscan un salvador que cumpla sus expectativas terrenales: éxito, poder, o satisfacción inmediata. Muchas veces nos sumergimos en la cultura moderna que promueve la autosuficiencia y la independencia, rechazando la idea de que somos pecadores que no podemos salvarnos por nosotros mismos.
Simeón también le dice a María: «a ti te traspasará el alma como una espada». (v. 35). Esta es una profecía sobre el sufrimiento que ella experimentará al ver a su hijo ser rechazado, maltratado y crucificado. María, como madre, tendría que cargar con un dolor indescriptible al ver a su hijo amado morir de manera humillante en la cruz. Este sufrimiento también apunta al alto costo de la redención y al gran amor de Dios al enviar a Jesús a dar su vida por nosotros.
Esta redención también fue proclamada por Ana. Una profetisa viuda que ha dedicado su vida al servicio de Dios en el Templo. Al igual que Simeón, al ver al niño Jesús, Ana no necesitó explicaciones, su corazón, guiado por el Espíritu Santo, reconoció inmediatamente que este bebé era el Redentor prometido. No solo adoró a Dios, sino que también proclamó esta verdad a todos los que esperaban «la redención de Jerusalén». Su proclamación nos recuerda que Jesús no vino solo para ser un gran maestro o líder terrenal, sino como el Redentor, el único capaz de pagar el precio por nuestros pecados. Como nos dice Pablo en Efesios 1:7: «En Él tenemos redención mediante su sangre, el perdón de nuestros pecados, conforme a las riquezas de la gracia de Dios». Jesús nos compró con su sangre, no con oro o plata, sino con un sacrificio eterno y perfecto.
Ana, al ver al bebé Jesús, proclamó que Él era la redención que todo Israel estaba esperando. Aunque Jesús aún era un niño, Ana, por medio del Espíritu Santo reconoció que en Él ya estaba cumplido el plan redentor de Dios. De manera similar, nosotros no necesitamos agregar nada a la obra de Jesús. Su sacrificio es suficiente, completo y perfecto. Podemos descansar en la certeza de que Él ha hecho todo lo necesario para reconciliarnos con Dios. Ser redimidos significa que ya no estamos esclavizados al pecado ni condenados a la muerte eterna (Romanos 6:22-23). En Cristo, hemos sido liberados para vivir como hijos de Dios, reconciliados con el Padre. Esta libertad no es solo para el futuro en la vida eterna, sino también para el presente. Lo que antes era una esperanza hoy es toda una realidad. Podemos vivir con toda confianza y paz, sabiendo que nuestra salvación está asegurada en Jesús.
El pasaje termina diciendo que Jesús y su familia regresaron a su ciudad, a su caminar diario, donde Jesús crecería en sabiduría y lleno de la gracia de Dios. Que el Espíritu Santo, quien actuaba en la vida de Jesús, María, José, Ana y Simeón y que viene hoy a nosotros por medio de la Palabra y los sacramentos, nos ayude a vivir en obediencia, esperanza y proclamación. Y mientras seguimos adelante en este caminar, recordemos las palabras de Simeón: «Mis ojos han visto ya tu salvación». Que esta certeza nos llene de gozo, paz y fe, hasta el día en que veamos a Jesús cara a cara.
Estimado oyente, si de alguna manera te podemos ayudar a ver que Jesús es el Redentor prometido y que ha venido para perdonar tus pecados y ofrecerte la vida eterna, a continuación, te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.