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PARA EL CAMINO
Jesús se fue físicamente de nosotros, pero se ha quedado en medio de la iglesia por medio de su Palabra, el Bautismo y la Santa Cena, estando presente así en el corazón de cada creyente. Qué importante es que nosotros tengamos esto en cuenta, sobre todo ante las palabras claras y sin filtro de Jesús: «En el mundo tendrán aflicción.»
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.
«¿Te pasa algo?» «No.» «¿Estás bien?» «Sí.» «Dime si puedo hacer algo por ti.» «Bueno.» Así más o menos, con monosílabos, es el diálogo entre una pareja que está pasando por algún conflicto. A veces también sucede con un amigo o con alguien en el trabajo cuando, por no enfrentar una situación, hablamos más con la actitud fría que con palabras. Así es, tenemos muchas formas de hablar. Algunos hablan hasta por los codos, y otros solo con gestos. A veces mandamos mensajes con indirectas y otras veces decimos algo como si fuera una broma, pero en el fondo queremos que haga un impacto en el otro. En definitiva, somos complicados para hablar. Parece que no hemos caído en la cuenta de que como adultos tenemos que usar palabras, simple y llanamente el lenguaje de las palabras, para comunicarnos. No es sano cuando un adulto se comunica con histeria o a los gritos, o cuando lo que dice tiene un doble sentido, o cuando dice que quiere hablar francamente pero en realidad tiene una segunda agenda. ¿Se dan cuenta de esta realidad entre ustedes? ¿Se reconocen ustedes en este tipo de situaciones?
El diálogo que tenemos en nuestro texto es entre Jesús y los once discípulos. Es un diálogo franco entre adultos que se conocen bastante bien, ya que anduvieron juntos como tres años prácticamente todos los días. Es la noche del jueves antes de la Pascua. Jesús les había lavado los pies a sus discípulos y después de cenar había instituido la Santa Comunión, momentos ambos muy solemnes. También es el momento de hablar lisa y llanamente, sin alegorías, sin parábolas, sin filtro. Los discípulos ya están maduros para entender la trascendencia de las palabras de Jesús. Es posible que no llegaran a comprender el significado profundo de todo lo que Jesús dijo en esa hora, pero las palabras que tenemos registradas aquí para nosotros hoy, harán un impacto en todos los que son llamados a la fe. Eso nos incluye a ti y a mí.
Muy pocas horas más tarde, Jesús hablará al mundo entero con un lenguaje corporal, sin decir muchas palabras, sin predicar o enseñar como hacía con las multitudes. Hablará con el silencio y con la sangre que brotará de su cabeza coronada y de su cuerpo flagelado por el látigo. Desde la cruz nos gritará su amor. Inclinando la cabeza al entregar su espíritu nos declarará perdonados. El autor de la carta a los Hebreos nos dice: «Dios, que muchas veces y de distintas maneras habló en otros tiempos a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo» (Hebreos 1:1-2a). Y por medio de su Hijo, el Cristo crucificado y resucitado, nos sigue hablando hoy a todas las personas del mundo. Este diálogo entre Jesús y sus discípulos nos incluye también a nosotros hoy.
Jesús. ¿De dónde salió Jesús? Alguna vez escucharon a alguno de sus amigos o compañeros o familiares preguntarse: Y éste, ¿de dónde salió? ¿De dónde sacó lo que está diciendo? O ¿con qué permiso viene a meterse entre nosotros? Cuando hacemos esas preguntas es porque nos interesa saber quién es, de dónde viene y con qué autoridad nos está hablando. Los líderes religiosos increparon a Jesús con estos cuestionamientos más de una vez. Ahora es el tiempo de decirlo, pero no a todo el mundo, sino a su círculo íntimo, a los que están espiritualmente maduros para recibirlo.
Es notable que en un solo versículo Jesús prácticamente formula un credo para la iglesia cristiana: «Salí del Padre, y he venido al mundo; otra vez dejo al mundo y vuelvo al Padre.» Con esto, a los discípulos se les debe borrar toda duda respecto del origen de Jesús y de hacia dónde se dirige en los días siguientes. Con esto Jesús responde la pregunta que le hizo Pedro momentos antes: «Señor, ¿a dónde vas?» (Juan 13:36).
Jesús se fue físicamente de nosotros, pero se ha quedado en medio de la iglesia por medio de su Palabra, el Bautismo y la Santa Cena, estando presente así en el corazón de cada creyente. Qué importante es que nosotros tengamos esto en cuenta, sobre todo ante las palabras claras y sin filtro de Jesús: «En el mundo tendrán aflicción.»
Ninguna persona mentalmente sana busca la aflicción. El dolor y el sufrimiento van en contra de la naturaleza con que Dios nos ha creado, por lo que naturalmente tratamos de huir de los males y de los dolores sin pensarlo dos veces, y aprendemos a evitar lo que nos ha causado dolor. No queremos pasar por lo mismo nunca más. Pero, aun así, tenemos problemas, ya sea con otros o con nosotros mismos. Nos podemos pasar horas contando nuestras desgracias y quejándonos de lo que nos sucede y nos impide ser felices. Por decirlo de una manera sencilla, no nos acostumbramos al sufrimiento, a las aflicciones, a los dolores. No nos acostumbramos a este mundo caído en pecado, a pesar de que hemos nacido en él y ni siquiera conocemos una vida sin sufrimiento.
Jesús no nos miente. Él nos habla de adulto a adulto y de Dios-hombre a ser humano pecador, débil y mortal. Pero no nos habla para sentenciarnos o para augurarnos toda clase de males. Sus palabras son sinceras y nos muestran que él sabe muy bien la realidad del mundo en que vivimos. Él, mejor que nadie, sabe lo que es la aflicción, el juicio injusto, el desprecio de muchos, mayormente de los líderes de su propia religión. Sabe de la traición absurda de uno de sus discípulos y del abandono de los demás. Sabe que su muerte los dejará confundidos, perplejos, llenos de miedo al punto de encerrarse bajo llave. Eso es parte del dolor que Jesús sufrió por nosotros. Él no era parte de este mundo pecador. Nunca pecó, nunca se vio mezclado en círculos hedonistas o complotando con el sistema establecido o burlándose de alguien. Con todo el respeto hacia la raza humana que él mismo, junto con su Padre y el Espíritu Santo había creado, caminó a la cruz y a la muerte. Así se entregó por nosotros, para que nuestras aflicciones no fueran la marca de nuestras vidas y para que no nos apartaran de su gracia para siempre.
El autor de la carta a los Hebreos nos anima una vez más a que «Fijemos la mirada en Jesús, el autor y consumador de la fe, quien por el gozo que le esperaba sufrió la cruz y menospreció el oprobio, y se sentó a la derecha del trono de Dios» (Hebreos 12:2). El gozo de vernos la cara cuando él nos sorprendió con la resurrección, el gozo de ver cómo respirábamos en paz al saber que nuestros pecados estaban perdonados, eso es lo que motivó a Jesús a pasar por las aflicciones, esas que con desprecio, burla y falta de respeto le infligieron hasta quitarle la vida.
Aunque Jesús fue afligido, nunca lo escuchamos preguntar: ¿Por qué a mí? Quizás te resulte conocida esta pregunta. Yo me la he hecho más de una vez, como olvidándome de que estoy en un mundo caído en pecado. Cada vez que nos pasa algo malo perdemos la memoria, nos olvidamos de que el pecado de Adán y Eva y sus consecuencias nos son transmitidos con todo su poder a nuestras vidas. Alguien me enseñó a preguntarme: ¿Y por qué no a mí? Esto me hace pensar que yo no puedo tener coronita y salvarme de los dolores de este mundo. Yo, como todos, estoy metido en el mismo barro del pecado y no hay manera de no salir lastimado en algún momento de esta vida. ¿Por qué no a mí? Tal vez Dios quiere hacer algo especial mediante el dolor y el sufrimiento y colmarme de gozo y paz según su promesa.
Vamos a repetirnos una vez más algunas palabras de Jesús: «Estas cosas les he hablado para que en mí tengan paz. En el mundo tendrán aflicción: pero confíen, yo he vencido al mundo.» Dios nunca falla. Es, literalmente, infalible. Después de la advertencia, comparte con nosotros su victoria: «Confíen, yo he vencido al mundo.» Nada más que eso nos pide Jesús. Nada más, que confiemos en él.
Vamos a cerrar pensando en las solemnes palabras de Jesús: «De cierto, de cierto les digo, que todo lo que pidan al Padre en mi nombre, él se lo concederá… pidan y recibirán, para que su alegría se vea cumplida» (versículos 23-24). Queda absolutamente claro que Jesús quiere que, a pesar de las aflicciones, tengamos alegría, y que esa alegría sea completa. He aquí la fórmula de una alegría plena: pedir al Padre en oración por todas las cosas. Dios, como buen Padre, nos concederá lo que pedimos. Esta afirmación tiene la garantía escrita de Jesús mismo. Pero no debemos confundirnos y ser egoístas en nuestros pedidos al Padre. Debemos observar que lo que pedimos no es para usar a nuestra discreción ni para quitarnos las tribulaciones de encima y llevar una vida libre de dificultades. Por eso, para que la garantía de Jesús sea efectiva y tengamos la alegría completa, debemos orar en el nombre de Jesús, que no es otra cosa que orar de acuerdo con la voluntad de Jesús. Oramos para que lo que Jesús quiere se cumpla: que crezcamos en amor el uno hacia el otro, que ejercitemos la gracia y perdonemos de corazón a quienes nos ofenden, que crezcamos en generosidad para llevar adelante el reino de Dios, que confiemos más en él para que nuestra alegría no se vea empañada por las aflicciones. Recuerda esto, estimado oyente, cada vez que termines tus oraciones diciendo ‘en el nombre de Jesús’.
Piensa en que la voluntad de Jesús es limpiar tu vida con su sangre y presentarte impecable ante el Padre al hacer tu entrada a la eternidad celestial. Y mientras caminas por esta vida entre aflicciones y alegrías en Cristo, haznos saber si de alguna manera podemos ayudarte a ver el amor sacrificial de Jesús por ti. A continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.