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PARA EL CAMINO
Al prepararnos para celebrar la Navidad, damos gracias porque Jesús vino al mundo para salvarnos de nuestros pecados.
La mayoría de ustedes no conocen a mi esposa Pam, mi compañera de 40 años. Por ser mi esposa, Pam también es esposa de pastor, algo fácil de decir, pero difícil de ser. Porque además de todas las oportunidades y bendiciones que tiene un pastor, también tiene la certeza absoluta y total que el Señor lo ha llamado para ese trabajo. Pero para la esposa del pastor no es tan así. Sin tener llamado o título, se espera que la esposa del pastor se vista bien… pero no demasiado bien. Se espera que críe bien a sus hijos… para demostrar que lo que el pastor predica es cierto; que mantenga el hogar con menos dinero que la mayoría de los otros hogares de su iglesia; que esté siempre sonriente y contenta, y que se involucre con entusiasmo y apoye las actividades de la iglesia… pero no demasiado, no sea que los demás piensen que está tratando de dirigir y controlar.
Doy gracias a Dios porque me ha dado una esposa que ha hecho todo eso, y mucho más. Desde antes que nos casáramos, Pam quería tener un Chevy del ’57. Sí, entendió bien, un Chevy del ’57. Desde entonces he tratado de comprarle uno, pero mi salario nunca me permitió adquirir semejante clásico. Una vez casi lo logro. Fue hace 25 años. Había ido a visitar a una familia de granjeros. No recuerdo por qué había ido, pero sí que, cuando me acompañaban a mi automóvil, vi que en un bosquecito tenían un Chevy del ’57. Me dijeron que hacía años que no andaba, por lo que lo habían abandonado allí. Así que les pregunté si querían venderlo, y me dijeron que no, que no estaba para la venta, pero que si yo lo quería me lo regalaban. Ellos eran esa clase de personas… esa clase de personas que hacen que un pastor se sienta muy bendecido.
Dos días después me dejaron el Chevy azul de dos puertas, del año ’57, al lado de la casa pastoral. Mi familia estaba muy contenta, Pam estaba encantada, y yo me sentía como un héroe. Pero ese sentimiento me duró menos de 24 horas. La mañana siguiente, cuando lo fui a mirar de cerca, me di cuenta que una tercera parte del chasis estaba herrumbrado, y que los ratones habían comido los asientos y pelado los cables. Y del motor mejor ni les hablo. Durante varias semanas traté de ver cómo hacer para arreglarlo. Créanme, probé todo lo que se me ocurrió. Busqué ayuda, consejos, y presupuestos por todos lados, pero la conclusión final fue que no me era posible hacerlo. Después de dos meses de idas y venidas, le tuve que decir a Pam que, lamentablemente, íbamos a tener que deshacernos del Chevy.
Entonces, sin lágrimas y sin quejas, mi esposa me dijo: «Ya lo sé. Siempre lo supe. Lo supe desde el momento en que lo bajaron del camión, pero estaba esperando a que tú te dieras cuenta». Luego abrió la guía telefónica y me dio el número para que llamara a la grúa. Con el correr de los años he olvidado muchas cosas, pero ese día siempre lo voy a recordar, porque en vez de criticarme, Pam me amó e hizo lo que era necesario para solucionar las cosas. Y un día, si Dios quiere, le voy a comprar un Chevy del ’57.
Son dos las razones por las que he contado esta historia. La primera es que, cuando se trata del pecado, tenemos tantas chances de arreglar las cosas con Dios, como yo de arreglar ese Chevy del ’57. Podemos preocuparnos, podemos ocuparnos, podemos buscar consejos, podemos pensar y tratar… pero siempre vamos a fallar. Y lo malo es que el castigo por nuestros pecados es terrible. La Biblia dice en Romanos 6:23: «La paga del pecado es muerte». Muerte temporal en este mundo, y muerte eterna en el próximo. Eso es lo que nos espera a todos.
Si bien en nuestra cultura occidental se fomenta, por ejemplo, la idea de los divorcios «de común acuerdo», implicando que «nadie tiene la culpa» de que el matrimonio no haya dado resultado, sabemos bien que un hogar que se desintegra es evidencia de que algo no funcionó. Si somos realmente honestos, debemos reconocer y confesar que muchas de las cosas que sufrimos, de los problemas que nos aquejan, y de los sufrimientos y tristezas que nos quitan la alegría de vivir, son evidencia indiscutible de que somos pecadores que vivimos vidas pecaminosas en un mundo pecador.
Podemos patear y protestar todo lo que queramos. Podemos gritar y rebelarnos contra las injusticias de la vida. Podemos quejarnos, criticar, negar, y discrepar; pero la verdad es que, si somos honestos con nosotros mismos, no nos queda más que confesar que somos pecadores que sufrimos las consecuencias del pecado. Y peor aún, con el agravante que no podemos hacer nada con respecto al pecado, o al castigo que el mismo merece. Ningún plan de acción o de cambio ni ninguna terapia puede limpiar nuestro corazón, nuestra mente, y nuestra alma, de la ira, la lujuria, la envidia, la codicia, y el egoísmo que reinan en todos nosotros.
Sé muy bien que hay otras religiones que insisten en que uno debe esforzarse por ser bueno y por hacer obras buenas para tratar de restaurar la relación con Dios, ya que él está disgustado con uno. Pero esas mismas religiones también dicen que no saben si todo lo que uno haga va a servir. No saben cuánto es necesario hacer para que Dios le vuelva a sonreír a uno y lo reciba con los brazos abiertos en su reino eterno. Dicho de otra manera: dado que lo que está en juego aquí es su eternidad en el cielo o en el infierno, le animo a que se fije bien en lo que las otras religiones dicen, así se puede dar cuenta usted mismo lo inseguras que son.
El cristianismo es diferente. Sólo el cristianismo dice: «Uno no puede cambiar las cosas por sí mismo ni restablecer una relación que ha sido quebrantada. Estamos totalmente indefensos y sin esperanzas. Por nosotros mismos no podemos recomponer nuestra relación con Dios, sino que seguimos siendo pecadores perdidos en nuestros propios pecados». Ese es el mensaje claro y preciso que leemos en el capítulo 2, versículos 8 y 9 de la carta a los Efesios, donde dice: «Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios, no por obras, para que nadie se jacte». ¿Escuchó bien? Repito: la salvación no la obtenemos por nuestras buenas acciones, sino que es un regalo de Dios. Todo esto puede ser resumido en la siguiente verdad: si usted y yo vamos a ser redimidos, reconciliados, y restaurados con Dios, va a ser únicamente porque Dios así lo ha hecho.
Y esto me lleva a la segunda razón. ¿Recuerda que al principio de este mensaje le conté la historia del Chevy del ’57 que ‘casi’ le regalé a mi esposa? ¿Recuerda cómo reaccionó mi esposa cuando le confesé mi impotencia total para arreglar ese Chevy? Cuando le dije que no había forma de arreglarlo, ella me contestó: «Ya lo sé». Con Dios es exactamente igual. Cuando el Espíritu Santo de Dios obra con su poder en el corazón de una persona y la mueve a confesar: «Señor, reconozco que soy pecador y que no puedo hacer nada para cambiarme», Dios sonríe, y le dice: «Ya lo sé; siempre lo supe». Ahora, si eso fuera todo lo que Señor dijera; si ambos nos limitáramos a reconocer la situación pecaminosa en que los seres humanos vivimos, de nada serviría. Pero Dios no se limitó a escuchar nuestra confesión. No. Él sigue diciendo: ‘Sé que eres pecador. Siempre lo supe. Por ello es que hice algo para remediar la situación. Por ello es que envié a mi Hijo para que ocupara tu lugar. Por favor no dudes ni me preguntes por qué lo hice; no lo vas a entender. Sólo déjame decirte que yo te amé aún cuando tú no me amabas, y quise traerte de vuelta a mi familia. Por eso es que, aún cuando estabas condenado, hice lo que era necesario para cambiar tu condición’.
En este fin de semana en muchas iglesias se va a hablar de José el carpintero, ese buen hombre que estaba comprometido para casarse con una joven llamada María. Sus vidas habrían pasado desapercibidas como tantas otras, de no haber sido por el hecho que María había quedado embarazada por el poder del Espíritu Santo. Por supuesto que José no tenía cómo saber acerca de la Divina concepción del niño que crecía en el vientre de María. Lo único que él sabía con certeza era que ese niño no era suyo. A pesar de sentirse traicionado, José decidió no acusar ni avergonzar públicamente a María, sino cancelar el compromiso de matrimonio que tenía con ella.
Y así lo habría hecho si no se le hubiera aparecido un ángel del Señor en un sueño, diciéndole: «José, hijo de David, no temas recibir a María por esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1:20b-21). Dios quiere que prestemos especial atención a esta última parte: Jesús salva a su pueblo de sus pecados. Cuanto más cerca está la Navidad, más dispuesto está el mundo de acercarse al pesebre… pero también más lejos de pararse frente a la cruz y a la tumba vacía. En vez de adorar al Salvador, el mundo prefiere cuestionarlo a él, a su obra, y a su misión.
Por ejemplo, muchos preguntan si Jesús realmente existió, lo cual es una pregunta valedera. A esa pregunta puedo responder que en la Biblia encontramos pruebas de la existencia de Jesús. En ella se nos dicen muchas cosas acerca de él; muchas… pero no todas. Pero no sólo la Biblia nos habla de Jesús. Tácito, un historiador romano, probablemente el historiador romano más famoso, dice lo siguiente: «Cristo fue el fundador de la secta cristiana y condenado a muerte como si fuera un criminal por Poncio Pilato». Plinio el Joven, abogado, escritor y científico de la antigua Roma, dice que Jesús realmente existió. Los escritos del historiador judío Josefo han sido ampliamente discutidos y estudiados, pero cada copia que existe de este escritor no cristiano, contiene un párrafo que dice:
«Fue alrededor de este tiempo que vivió Jesús, un hombre sabio – si es correcto llamarlo hombre, porque hacía cosas maravillosas; era tan buen maestro, que los hombres recibían la verdad con placer. Él atrajo a muchos, tanto judíos como gentiles. Él era el Cristo, y cuando Pilato, siguiendo la sugerencia de los hombres principales que había entre nosotros, lo condenó a la cruz, quienes lo amaban no lo abandonaron; porque él se les apareció vivo nuevamente al tercer día; así como los profetas divinos habían predicho éstas y diez mil otras cosas maravillosas acerca de él. Y la tribu de cristianos, cuyo nombre salió del de él, no se ha extinguido hasta el día de hoy.» Antigüedades 18.3.3
Sí, Jesús realmente existió. Pero el mundo hace más preguntas. Aquí va otra: «¿Era realmente necesario que la madre de Jesús fuera virgen?» A quienes hacen esta pregunta, les respondo: siglos antes del nacimiento de Jesús, el profeta Isaías había prometido que el Mesías iba a nacer de una virgen. Es cierto que algunas personas dicen que lo que Isaías realmente quiso decir es que la madre del Mesías habría de ser jovencita, pero la lógica nos dice que una jovencita dando a luz un bebé en una época en que la mayoría de las madres eran jovencitas, no era una señal demasiado clara. Dios sabía, Isaías sabía, y a José se le dijo que, si el Salvador prometido hubiera tenido un padre y una madre humanos, hubiera sido un niño humano igual que cada uno de nosotros. Y si hubiera sido un ser humano como uno de nosotros, hubiera sido un pecador como nosotros. Y la verdad es que un pecador no puede salvar a otros pecadores.
No. Jesús tenía que ser ambas cosas a la vez: Hijo de la humanidad, e Hijo de Dios. Como ser humano, Jesús experimentó las tentaciones que todos nosotros experimentamos; pero como Hijo de Dios, logró resistirlas. Como ser humano, Jesús vivió bajo la ley; pero como Hijo de Dios, pudo vivir sin traspasar esa misma ley. Como ser humano, Jesús sufrió y murió; pero como Hijo de Dios, él conquistó la muerte, y con su resurrección mostró a todo el mundo que era todo lo que había dicho ser: Jesucristo es, y siempre será, el Camino, la Verdad y la Vida para todas las personas que creen en él. Jesucristo es el Salvador del mundo.
‘¿El Salvador del mundo?’ Difícilmente el mundo va a admitir que Jesús sea el Salvador del mundo. El mundo incrédulo puede llegar a admitir y reconocer que Jesús fue real, que él vivió en este mundo y que murió. Hasta puede llegar a admitir que sus enseñanzas fueron brillantes y que hizo cosas maravillosas. Pero admitir que Jesús fue el Salvador, eso es otra cosa. ¿Cómo puede alguien estar seguro que Jesús es el Salvador? La respuesta es simple y poderosa: uno puede saber que Jesús es el Salvador porque él hizo todo lo que Salvador debía hacer.
Me explico. A través de los siglos, Dios había hecho que sus profetas registraran datos específicos que servirían para identificar al Salvador cuando llegara. Ya hemos dicho que Jesús nació de una virgen, pero hay más todavía. La profecía también dijo que el Salvador iba a nacer en Belén, y así sucedió. En la Escritura se nos dice que él habría de ser crucificado entre ladrones, y así fue. En la Biblia hay más de cien profecías que hablan del Mesías. Cada una de ellas fue cumplida por Jesús para que usted y yo sepamos, sin lugar a dudas, que él es el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Y si a alguien todavía le queda alguna duda, hay una prueba más que debería aclarar esa duda: luego de vivir una vida perfecta rechazando toda tentación, y luego de haber muerto en la cruz por nosotros, Jesús resucitó de la muerte.
Esto no quiere decir que Jesús simplemente revivió después de unos minutos de que su corazón dejara de latir. No. Jesús fue clavado a la cruz y, después de haber muerto, y para asegurarse que realmente estaba muerto, los soldados romanos atravesaron su cuerpo con una lanza, comprobando así que de veras estaba muerto. Pero recuerden lo que dijimos antes: Jesús era tanto el hijo de María, como el Hijo de Dios. Verdadero hombre y verdadero Dios, por lo que, tres días después de haber sido puesto en el sepulcro, se levantó del mismo. Después de su resurrección, Jesús anduvo vivo por el mundo, caminando, comiendo, orando, hablando, respirando, incluso dándoles a sus discípulos la oportunidad de que le tocaran. No sé si lo hicieron, pero sí sé que él los tocó de tal forma, que fueron transformados. La cobardía que había invadido a sus discípulos se convirtió en coraje para ir a compartir la historia del Salvador con todas las personas que quisieran escucharla.
¿Era Jesús el Salvador? ¿Es él su Salvador? La respuesta es, sin lugar a ninguna duda, un sí rotundo. Durante 20 siglos, cientos de millones de personas se han postrado ante el pesebre de Belén, se han arrodillado ante la cruz del Gólgota, y se han asomado a la tumba vacía al amanecer del Domingo de Resurrección. Cientos de millones de personas han escuchado el anuncio de los ángeles, y sus corazones se han alegrado al confesar a Jesús como su Salvador, porque él ha salvado al pueblo de sus pecados.
Estimado oyente, es nuestro mayor deseo y oración que usted también confiese a Jesús como su Salvador. Si de alguna forma podemos ayudarle a conocer más acerca de Aquél ‘que ha salvado a su pueblo de sus pecados’, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.