PARA EL CAMINO

  • Dios nos sostiene y protege

  • enero 8, 2023
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Isaías 42:1-7
    Isaías 42, Sermons: 1

  • Dios, el Padre que nos dio la vida, escuchó nuestro llanto y pedido de ayuda, y en respuesta envió a su Hijo al mundo para rescatarnos del pecado y la muerte, sostenernos firmes y protegernos hasta el final.

  • Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

    Recuerdo cuando mi esposa y yo fuimos bendecidos con nuestro primer hijo. Una bella beba que durante los primeros días no hacía más que llorar. Sabíamos que el llanto es la mejor forma que los bebés tienen de comunicarse con el mundo exterior. Así que procedíamos a darle el biberón. Pero seguía llorando. Entonces probábamos de cambiarle los pañales, otra vez. Seguía llorando. En algún momento la abuela dijo: «Quiere que la sostengan.» Ah, claro, por supuesto. Es lo que todos queremos, que cuando algo nos pasa alguien nos sostenga, que nos dé un abrazo fuerte. Queremos sentirnos protegidos. Luego nuestra beba creció y aprendió a caminar por sí misma, aunque siempre tomada de la mano de mamá o papá cuando había que cruzar la calle. Eso era por una cuestión de seguridad para nosotros y una afirmación de protección para ella.

    En estas cosas pensé cuando leí este pasaje del profeta Isaías. Resuenan fuertemente las palabras que concluyen este cántico: «Yo soy el Señor. Yo te he llamado en el momento justo, y te sostendré por la mano; yo te protegeré.» Estas son las palabras amorosas de un Padre celoso de su Hijo. Todavía no había nacido, y el Padre en los cielos ya estaba anunciando lo que él haría con su Hijo Jesús unos seis siglos más tarde. Seis siglos pasaron desde este anuncio divino, y todo lo predicho se cumplió al pie de la letra.

    Isaías se dirige, en primer lugar al pueblo de Dios del Antiguo Testamento que está cautivo en Babilonia. Pronuncia buenas noticias a un pueblo que, expatriado, sufre la esclavitud. Isaías también se dirige a toda la humanidad, y especialmente a nosotros hoy, porque nosotros somos el pueblo de Dios. Somos personas que lloramos a veces sin saber qué nos pasa. Lloramos por muchas cosas: por insatisfacciones, frustraciones, dolores del cuerpo y de las emociones, lloramos por pérdidas que a veces son permanentes, como cuando se muere un ser querido.

    La llegada de Jesús al mundo fue para traer un cambio a nuestra vida de dolor y desesperanza. Dios, el Padre que nos dio la vida, reconoce que el llanto nuestro viene desde lo más profundo, de heridas causadas por el pecado mismo, heridas que nosotros no podemos curar. Delante de Dios somos criaturas indefensas, y lo mejor que podemos hacer es llorar para llamar la atención, y para que alguien venga a nuestro rescate, que nos tome en sus brazos, que limpie nuestras lágrimas. Queremos sentirnos protegidos, y queremos que alguien nos sostenga con mano firme.

    Y Jesús vino. El Padre lo envió en «el momento justo» (v 6). El apóstol Pablo corrobora esta afirmación de Isaías cuando les escribe a los gálatas, diciendo: «Cuando se cumplió el tiempo señalado, Dios envió a su Hijo, que nació de una mujer y sujeto a la ley, para que redimiera a los que estaban sujetos a la ley, a fin de que recibiéramos la adopción de hijos» (Gálatas 4:4-5). Junto con el profeta Isaías y con el apóstol Pablo podemos decir que Jesús vino justo a tiempo, porque los seres humanos estábamos llorando a los gritos nuestras desgracias. Estábamos sucios, sin tener nada con qué limpiarnos, y hambrientos, sin que hubiera nada que pudiera alimentarnos y dejarnos satisfechos. Nos soltamos de la mano de Dios y cruzamos la calle, y nos atropelló la vida con todos sus sinsabores. Intentamos calmarnos y encontrar satisfacción en las cosas que la sociedad nos ofrece pero que solo nos dan un alivio pasajero o produciendo una guerra entre los amigos, en la familia o entre países. Pero lo único que logramos es destruirnos todavía un poco más.

    Jesús vino a traernos alimento bueno y paz. No vino a pelearse con nadie, ni a atropellar a nadie con sus ideas, ni a agredir a nadie con su poder. Eso fue lo que profetizó Isaías: «No gritará ni levantará la voz; no se hará oír en las calles. No hará pedazos la caña quebrada, ni apagará la mecha humeante.» Jesús no puso orden a los gritos ni usando algún arma contundente; él solo usó su palabra de perdón, de paz y de esperanza.

    El ejemplo de la caña quebrada y la mecha humeante es significativo. En tiempos antiguos estos eran elementos de uso común, aunque no muy importantes. Una caña que ha sido quebrada ha perdido su utilidad. Una mecha que humea sólo entorpece la visión y ahoga los pulmones. Así somos nosotros: estamos quebrados por dentro, fuimos y somos lastimados y tenemos heridas internas que cuestan sanar y que no nos dejan dormir tranquilos. A veces somos puro humo, no servimos para mucho, o para nada, y nuestro jefe o nuestro cónyuge prefieren deshacerse de nosotros. Pero Jesús no hizo eso. Él atendió con cariño a los débiles y les habló con amor a las muchedumbres que lo seguían, que andaban por la vida como ovejas sin pastor. Jesús restauró la caña quebrada, le dio esperanza a los que vivían en toda suerte de pecados. Para demostrar que podía lograr esa sanación interna en nosotros, nos dio pruebas de su poder y de sus buenas intenciones al devolverle la vista a los ciegos, al perdonar a una mujer adúltera, al expulsar a los demonios que acosaban a algunas personas.

    Jesús no lastimó a las personas, aunque en muchas oportunidades confrontó con firmeza a los que pretendían ser mejores que otros simplemente por seguir reglas de su propia creación. Tanto los humildes como los soberbios estamos encerrados en el calabozo oscuro de nuestras emociones y de nuestro espíritu contaminado por el pecado, que nos producen inquietud y desesperación. ¡Nos sentimos impotentes! ¿Y sabes por qué muchas veces sentimos tanta impotencia ante las cosas de la vida? ¡Porque somos impotentes! No tenemos ningún poder para cambiar la situación en la que hemos nacido.

    Nacimos en un mundo injusto que está quebrado y donde pareciera que cada cual hace lo que quiere sin importar cuánto lastima al otro. Solo miremos a nuestro alrededor y veremos cuán injusto es el mundo. Entonces proponemos leyes para vivir como seres civilizados, pero no siempre las cumplimos. Pero además de nuestras leyes tenemos una que vino del Padre celestial, la mejor ley de todas que nos confronta con nuestra debilidad y nuestra incapacidad de cumplirla. Por eso es que este pasaje de Isaías es tan consolador, porque nos llena de esperanza saber que Dios envió a Jesús al mundo a traer justicia. Ahora sí, podemos decir, ¡ya verán aquellos que no cumplen la ley! Ah, ¡pero eso nos incluye a nosotros! Todos estamos quebrados, encarcelados y sin esperanza.

    La buena noticia es que Jesús llegó justo a tiempo a encontrarnos allí donde estamos y tratarnos con respeto, aceptándonos así como somos. Jesús no nos atropelló, sino que con amor nos confrontó con nuestra perdición y nuestra incapacidad de salvarnos de la condenación eterna. La forma en que Jesús hizo justicia fue diferente: él no nos pidió que pagáramos por nuestra desobediencia a la santa ley de Dios, sino que él mismo la cumplió en nuestro lugar, satisfaciendo así la justicia divina. De esa forma, nosotros fuimos absueltos. A los que, por obra y poder del Espíritu Santo hemos sido llamados a la fe en el Señor Jesús, Dios nos ofrece el perdón completo de todas nuestras faltas. Así restaura Dios la caña quebrada, y así también arregla la mecha que humea, convirtiéndola en una lámpara útil que ilumina la vida de los demás con el amor de Dios.

    La justicia perdonadora, con la cual Dios nos absolvió, le costó la vida a su propio Hijo. Jesús conocía muy bien este pasaje de Isaías, lo usó en algunas oportunidades al enseñar en las sinagogas. También había escuchado dos veces, primero en su bautismo y luego en su transfiguración, cómo el Padre desde los cielos usó este pasaje de Isaías para afirmarlo en el ministerio de salvarnos de nuestros pecados y de la condenación eterna. Así declaró el Padre: «Tú eres mi Hijo amado, en quien me complazco. ¡Escúchenlo!» (Mateo 3:17; 17:5).

    El Padre cumplió su promesa de socorrer a su Hijo sosteniéndolo de la mano y protegiéndolo. Jesús fue atacado como ningún otro ser humano por el diablo en persona y por políticos corruptos como Herodes, quien no tuvo ningún reparo en matar a niños inocentes en Belén en su búsqueda para destruir a nuestro Salvador recién nacido. El diablo aprovechó la oportunidad de ver a Jesús solo y con hambre en el desierto y lo tentó a abandonar su tarea salvadora y seguirlo a él. Sin embargo, el Padre protegió a Jesús en toda situación y lo sostuvo con poder para que Jesús pudiera soportarlo todo, hasta el juicio romano y los dolores de la cruz y la vergüenza de nuestro pecado que él cargaba encima. Y Jesús confió en su Padre. Jesús confió en que su Padre lo resucitaría de la muerte y, en esa confianza, entregó su vida en la cruz. Ahí es donde se vio la justicia de Dios. Jesús hizo justicia por medio de la verdad, no tu verdad, estimado oyente, ni mi verdad, sino la verdad de Dios.

    En el Evangelio de Juan, capítulo 8 (:31-32) Jesús dice: «Si ustedes permanecen en mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos; y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.» La verdad de Dios es que todos somos pecadores y como tales, niños indefensos que no dejan de llorar sus desgracias. La verdad de Dios es también que él nos ama desde la eternidad y nos quiere junto a él en esa eternidad. La verdad de Dios está escrita en su Palabra, y ni su Palabra ni su verdad cambian. Por eso, podemos confiar en la Palabra que Dios nos ha dejado. Es solo por su Palabra que sabemos que también a nosotros él nos sostiene de la mano para que no crucemos solos el umbral de la muerte ni caminemos solos por las calles peligrosas de la vida.

    Su Palabra nos indica que él es también nuestro protector. Durante el bautismo de Jesús, el Espíritu Santo cubrió a Jesús y lo guio durante todo su ministerio. En nuestro bautismo Dios perdonó nuestros pecados y nos cubrió con su Espíritu Santo para que él sea nuestro guía y protector.

    Estimado oyente, las promesas de Dios, su cuidado y su sostén, siguen vigentes hoy. Esa es la verdad divina que nadie nos podrá quitar. Confía en la palabra de Dios, celebra su nuevo pacto de amor y de perdón participando de la Santa Cena. Y si nosotros, desde aquí podemos servirte de alguna otra forma, a continuación, te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.