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PARA EL CAMINO
Jesús vino a buscar y rescatar lo que se había perdido. Él recibe al pecador arrepentido sin preguntas ni reproches, e invita al pecador soberbio a participar de su mesa. Todos somos iguales ante Dios. Todos necesitamos su gracia y su paz. Todos necesitamos a Jesús.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
Un día cualquiera, y mientras estaba de camino, Jesús se encontró rodeado de muchísimas personas que lo buscaban por diferentes motivos, tal vez por curiosidad, o porque querían ser sanados, o porque querían escuchar su voz que, según contaban algunos, pronunciaban palabras de paz y sosiego.
No exageramos en decir que muchas veces la multitud constaba de miles de personas, ese parece ser el caso aquí, y todo tipo de personas: gente de buena reputación y otros que eran despreciados por muchos. Entre el gentío se encontraba un grupo de líderes religiosos que estaba molesto porque Jesús se juntaba con gente no muy respetable, según su criterio. ¡Esos escribas y fariseos criticaban a Jesús por no ser selectivo! ¿Tal vez estaban celosos porque Jesús no los elegía a ellos para ser sus amigos más cercanos? Con la paciencia propia de Dios, Jesús les cuenta tres parábolas. Las tres tienen en común que algo valioso se pierde, pero luego es recuperado: un pastor pierde una oveja y va en su búsqueda, y cuando la encuentra vuelve lleno de alegría; una mujer pierde una moneda valiosa, por lo que barre toda la casa y revisa todos los rincones, y cuando la encuentra se llena de alegría.
Entonces Jesús cuenta una parábola más larga y cargada de sentimientos. Un padre tiene dos hijos. El menor decide cortar con las tradiciones familiares y pedirle al padre su porción de la herencia. ¡Qué insolente! Ni siquiera esperó a que su padre se muriera. No consultó con su hermano mayor quien en realidad, según la ley, era el primer y más importante heredero. El joven se fue lejos con su fortuna, y pensando que nadie lo veía, llevó una vida disipada, dando rienda suelta a su naturaleza pecaminosa hasta que se quedó sin nada. Un día, mientras miraba cómo comían los cerdos, sintió envidia de que esos cerdos tenían más comida que él. Entonces decide volver, arrepentido, ponerse de rodillas ante su padre y solicitarle que lo deje vivir entre los peones. Se sintió desheredado, destituido, miserable e indigno de ser bienvenido a lo que una vez fue su hogar.
Para su sorpresa el padre lo estaba esperando, por lo que le salió al encuentro lleno de compasión. Corrió hacia su hijo menor, lo abrazó, lo llenó de su calor de padre, lo sintió temblar en sus brazos, y sin hacerle ningún reproche ni preguntarle nada, lo integró de vuelta a la familia y le preparó un banquete. El padre había encontrado a su hijo perdido, y se llenó de alegría.
El hijo mayor estaba, como siempre, trabajando en el campo, lejos de la casa. Él era el obediente, el que no daba problemas, el que se encargaba de todo para que las cosas funcionaran bien en la hacienda. Nadie podía reprocharle nada. Él no era como su hermanito menor que faltándole el respeto a todos había deshonrado el apellido de su familia. El hermano mayor no estuvo de acuerdo con su padre. No quiso ni pudo recibir con alegría a su hermano perdido en la mala vida. ¡Qué vergüenza que este hermanito se haya atrevido a volver! En su conversación con el padre, el hijo mayor soltó reproche tras reproche, primero por su hermano menor, luego por su padre. Se sacó la rabia de adentro, se mostró tal cual era, ni más ni menos. No tuvo alegría, solo un enojo ciego que le puso una nota amarga a la fiesta del reencuentro.
Habrás notado, estimado oyente, que Jesús no hace otra cosa que describir una escena cotidiana de su tiempo, y del nuestro. A menos que seas hijo único, es posible que hayas experimentado, en mayor o menor medida, el celo entre hermanos. Esta historia de Jesús es nuestra historia, porque a menudo somos insolentes con nuestro Padre celestial y le pedimos lo que creemos «que nos corresponde»: salud, bienestar, seguridad financiera, relaciones sin quebrantos y un sinnúmero de apetencias que finalmente dilapidamos porque no sabemos darle buen uso. El apóstol Santiago dice: «[Ustedes] no obtienen lo que desean porque no piden; y cuando piden algo, no lo reciben porque lo piden con malas intenciones, para gastarlo en sus propios placeres» (Santiago 4:2c-3).
El hijo menor quiso construir su vida sobre los bienes de otros y a base de placeres efímeros. Quiso probar de todo, y lo hizo y comprobó, finalmente, que ese no era un buen camino. Sentado arriba de la cerca viendo cómo los cerdos se llenaban de comida mientras a él le dolía el estómago de hambre, reconoció que había tomado una pésima decisión. Esperaba que la casa de su padre todavía estuviera abierta, aunque más no fuera para ser un siervo asalariado.
Por la forma en que reaccionó el hijo mayor ante la fiesta que el padre había mandado a preparar, notamos que este hijo construyó su vida sobre la soberbia de ser irreprochable. Algo muy común entre nosotros. Algunos queremos hacer las cosas bien para que nadie nos reproche nada. En definitiva, no es una mala forma de encarar la vida. Estamos llamados a hacer las cosas bien, pero debemos tener en cuenta que eso no nos hace mejores que los demás ante los ojos de Dios. Aquí es donde encontramos el centro de la historia de Jesús.
Los dos hijos son culpables de haberle fracasado al padre. Cada uno a su manera. Podríamos llamar esta historia: «Dos hermanos, uno peor que el otro.» Pero Jesús no tiene como objetivo mostrar que uno es peor que el otro. Los dos hermanos son iguales ante Dios, y ante Dios nosotros somos iguales a estos hermanos. La historia de Jesús nos muestra nuestra negligencia cuando pedimos y recibimos los dones de Dios y los usamos tan mal que al final nos quedamos con el alma vacía. El grito de esta parábola es: ¡vuelve a la casa de tu Padre! El otro grito de esta historia es: no edifiques tu vida sobre tu propia soberbia, reconoce que a pesar de tu obediencia y fidelidad estás lleno de enojo, celos, envidia y reproches. Y aun un tercer grito en esta historia de Jesús, el más importante, es: ¡el Padre te está esperando. Vuelve, no te juzgará ni te acosará con preguntas, es más, te hará una fiesta! Y mientras el Padre se regocija de haber encontrado a su hijo vivo, invita, ruega, suplica que su otro hijo se una a la fiesta familiar. La alegría debe ser completa.
El Padre, que recibe a un pecador e invita a otro, es el centro de la parábola. Los dos hijos somos nosotros, hijos de Dios creador que ejercemos nuestra pecaminosidad de diversas maneras, a veces como el hijo menor, otras como el hijo mayor. Jesús nos enseña que el Padre está siempre esperando para correr a nuestro encuentro y para derretir con su abrazo caluroso la vergüenza que anida en nuestro corazón. El Padre dispone de tiempo para rogarnos, suplicarnos que entremos a la fiesta, para que nos alegremos cuando un pecador se arrepiente.
Como mencioné brevemente al principio, estas tres parábolas, la de la oveja perdida y encontrada, la de la moneda perdida y encontrada y la del hijo perdido y encontrado, terminan con una nota de alegría. Cuando el pastor encontró a su oveja perdida vuelve con ella y dice: «¡Alégrense conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido!» (Lucas 15:6). Cuando la mujer encuentra la moneda perdida, les dice a sus vecinas: «¡Alégrense conmigo, porque he encontrado la moneda que se me había perdido!» (Lucas 15:9). Cuando el hijo perdido volvió arrepentido a su casa, el padre dijo: «Traigan la mejor ropa… pónganle un anillo… comamos y hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; se había perdido y lo hemos hallado» (Lucas 15:22-24).
Jesús dice que hay alegría cuando lo perdido es encontrado, cuando el pecador recibe el perdón. La alegría que produce la conversión de una persona de la incredulidad a la fe contagia a toda la iglesia cristiana en la tierra e inunda los cielos eternos. Escuchemos a Jesús en este mismo capítulo: «Yo les digo a ustedes que el mismo gozo hay delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente» (Lucas 15:10).
Jesús recibe al pecador arrepentido sin preguntas ni reproches, e invita al pecador soberbio a participar de la alegría. La oveja, la moneda y el hijo estaban perdidos. A buscarlos y a encontrarlos había venido Jesús. Para ello, tuvo que meterse en el mundo pecador y conectarse con los pecadores a su nivel, aunque sin pecar, para abrazarlos con el perdón de los pecados. La multitud que rodeaba a Jesús en ese momento no sabía que el Señor estaba en su camino a la cruz. Él es el único hijo de Dios, que vino al mundo para rescatar lo que se había perdido, tú y yo, los dos hermanos. No hace falta que elijas cuál de los hermanos quieres ser, sé tú mismo, y trae tu pecado a la casa del Padre, siéntate a su mesa con Jesús, come el pan y el vino, su cuerpo y su sangre. Jesucristo derramó su sangre en la cruz para pagar por tu culpa y la mía. Perdonados, no somos jornaleros asalariados de Dios, sino sus hijos queridos.
Ninguno de los fariseos o escribas o cualquier persona de las miles que rodeaban a Jesús era mejor que la otra. Ante Dios todos somos iguales, todos estábamos perdidos, pero por la gracia divina, no necesitamos subir al cielo para buscar la paz con nuestro Padre creador. Dios bajó en Jesús para darnos la buena noticia de que, a causa del sacrificio de su Hijo, nuestros pecados son perdonados y podemos entrar a la casa del Padre a vivir la fiesta eterna en comunión y alegría con toda la familia de Dios.
Estimado oyente, alégrate por la salvación que el Señor Jesús obró por ti, y si de alguna manera podemos ayudarte a reafirmar tu fe en la gracia y el amor de Dios por ti, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.