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PARA EL CAMINO
El rencor es el veneno que uno toma esperando que el otro se muera. La reconciliación que Jesús logró con su muerte y resurrección es el antídoto que salva las relaciones.
«Me hiciste enojar mucho», le dijo su amigo. «¡Si no hubieran estado tus padres presentes, te hubiera dado una flor de paliza! Y después, bueno, después se me pasó», agregó.
Así es, hay cosas que nos enojan y que nos pueden hacer perder el control. Cada uno de los que están escuchando o leyendo este mensaje puede contar su propia historia. Hay personas que se enojan de vez en cuando y hay otras que viven enojadas. Por el enojo se declaran guerras donde mueren millones, se divorcian matrimonios, se separan amigos, se pierde el trabajo y se producen cientos de formas de violencia que lastiman, a veces para siempre.
La Biblia no se tarda en mostrarnos las consecuencias del pecado. El más flagrante momento de violencia y muerte lo produjo Caín cuando se enojó y mató a su hermano Abel (Génesis 4:5, 8). El enojo enceguece y no permite al enojado ver qué lo causa. En el evangelio de Mateo leemos que cuando Herodes el Grande, uno de los gobernantes más terribles y déspotas que hubo en Palestina «vio que los sabios lo habían engañado, se enojó mucho y, calculando el tiempo indicado por los sabios, mandó matar a todos los niños menores de dos años que vivían en Belén y en sus alrededores» (2:16). ¡Poco tiempo duró la alegría de la primer Navidad! Duró solo hasta que el rey se enojó porque no pudo controlar la situación y literalmente perdió el control, mandando a matar sin miramientos, completamente enceguecido por su enojo.
Por su parte, los líderes religiosos se enojaron con Jesús ¡porque hacía milagros los días sábado, que era el día de reposo! Ellos también estaban perdiendo el control del liderazgo religioso, y se llenaron de tanto celo, que se enojaron y mandaron a matar al Señor que había venido a salvarlos.
Los discípulos conocían el mandamiento «No matarás», y es posible que supieran que el odio y los insultos estaban de alguna manera incluidos en ese mandamiento. Jesús lo amplía para que veamos cuán pecaminoso es hacerle cualquier clase de daño a nuestro prójimo.
El enojo lleva a los insultos, y los insultos hieren tanto como la actitud de hacerle el vacío a la persona a la que queremos demostrarle nuestro desagrado. Tenemos una capacidad increíble para idear formas de dañar; pero ciegos como somos, no nos damos cuenta de que nos estamos dañando también a nosotros mismos. El enojo que dura más de un día se convierte en rencor, y el rencor crece hasta convertirse en veneno. Un dicho popular dice que «el rencor es el veneno que tomamos esperando que el otro se muera».
El apóstol Pablo entendió que el enojo es un sentimiento normal en las personas. En su carta a los efesios escribe: «Enójense, pero no pequen; reconcíliense antes de que el sol se ponga, y no den lugar al diablo» (Efesios 4:26-27). Enojarse no está mal, el asunto es qué hacemos con ese enojo. ¿Cuánto tiempo permaneció enojado el hijo mayor en la parábola del hijo pródigo que encontramos en capítulo 15 del evangelio de Lucas? No lo sabemos, pero parece que lo suficiente como para arruinarle la fiesta a su padre, a su hermano arrepentido y a todos los sirvientes que prepararon la fiesta.
Eso es lo que hace el enojo no resuelto: arruina relaciones. Con la explicación y ampliación del «No matarás«, Jesús nos muestra la profundidad de nuestra corrupción. Somos expertos en romper relaciones: la primera que rompimos fue la relación con Dios, y con el primero con quien nos enojamos cuando las cosas no nos salen como las hemos planeado, es con Dios. Nos olvidamos que no somos nosotros los que tenemos control de la vida, del mundo y de las situaciones. Dios es quien lo tiene. Y cuando no podemos controlar al otro, nos enojamos, empezamos a guardar rencor y matamos al otro con la mirada, con indiferencia o con groserías, y rompemos relaciones.
La reconciliación es un tema principal en las Escrituras. En Romanos 5:11, San Pablo dice: «Nos regocijamos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por quien ahora hemos recibido la reconciliación.» En 2 Corintios 5:19, San Pablo explica: «Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, sin tomarles en cuenta sus pecados, y… a nosotros nos encargó el mensaje de la reconciliación.»
Por medio de Cristo, Dios produjo la reconciliación con nosotros. El enojo que Dios tenía por nuestro pecado lo puso sobre Cristo en la cruz. En vez de insultarnos, maldecirnos y matarnos con la mirada o en vez de permanecer indiferente, el Padre celestial puso el enojo en su Hijo para así perdonarnos para que podamos vivir en una buena relación con él.
En esta parte del Sermón del Monte, Jesús explica el alcance de esa reconciliación: quien ha sido alcanzado por la gracia de Dios, no puede simplemente descuidar la relación con sus hermanos. Jesús le pone premura a la reconciliación. «Si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve y reconcíliate primero con tu hermano» (vv 23-24). Si nos podemos acercar al altar de Dios es porque Dios nos ha reconciliado. La reconciliación vertical de arriba hacia abajo ya está lograda por la muerte y resurrección de Jesús. El mandamiento «No matarás» nos indica que no podemos dejar a nuestro prójimo con la herida abierta. Tenemos que tomar acción en nuestras relaciones horizontales.
Jesús insiste que la reconciliación es más importante que cualquier otra cosa que le podamos ofrecer a Dios. Agrega todavía un ejemplo más: «Ponte de acuerdo pronto con tu adversario» (v 25). No esperes hasta mañana, no te vayas a la cama enojado y no dejes que tu prójimo se vaya a dormir angustiado o planeando venganza.
Desde tiempos antiguos, la iglesia cristiana encontró una conexión en esta porción del Sermón del Monte con la participación en la Santa Comunión. Aunque el altar al que Jesús hace referencia en su discurso no está necesariamente ligado a los altares que tenemos en nuestros templos hoy, la conexión es válida. Cuando participamos de la Santa Cena, lo hacemos sabiendo que Dios nos invitó a su mesa y que no nos guarda rencor por nuestra desobediencia e impertinencia; lo hacemos sabiendo que nuestra participación en el banquete es posible por la reconciliación que Jesús obró para nosotros. Teniendo esto en cuenta, y antes de pasar al frente a recibir el cuerpo y la sangre de Jesús, nos damos la paz. Si somos sinceros, no podemos desear la paz del Señor a los demás mientras guardamos rencor o estamos todavía amargados por cosas que sucedieron con otros hermanos.
Jesús murió para reconciliar al hombre con Dios y para que en su iglesia se practique el perdón todos los días, literalmente, ¡antes de que caiga la noche!
¿Estás enojado con alguien? ¿Cuánto tiempo hace ya? ¿Cuántas raíces tiene ese enojo? Tal vez tú no iniciaste el problema. Tal vez fue un malentendido. Tal vez, piensas, no es para tanto. Tal vez aprendiste a vivir con un poco de rencor y te formaste callos emocionales y espirituales que te impiden ser sensible a la reconciliación que Dios espera que ocurra entre sus hijos.
Pero Dios quiere una familia unida y sana que sepa perdonarse y transmitirse la paz que recibió de lo alto y que fue lograda a tan alto costo. ¿Te cuesta mucho pedir perdón? ¿Te cuesta mucho dar el perdón? Mira a Jesús. Mira su cruz, fíjate en su espalda lacerada, en sus manos y pies traspasados por los clavos. Mírate las manos, tócate la espalda, y nota que de tu frente no sale sangre ni tienes en tu mente y en tu corazón la agonía de cargar con todos los pecados de todas las personas del mundo. Fíjate que Dios no te deja siquiera cargar con tu propio pecado, pues el perdón te lo sacó de encima.
Ahora, si te estás autoimponiendo una carga de rencor, tráesela a Cristo. Su perdón te ayudará a perdonar.
Y si de alguna manera te podemos ayudar a practicar la reconciliación con tu prójimo, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.