+1 800 972-5442 (en español)
+1 800 876-9880 (en inglés)
PARA EL CAMINO
El Espíritu nos llama a través de la Palabra y nos reúne como iglesia; nos dota de dones, talentos y roles especiales para servir a Dios, nos santifica obrando en nosotros el arrepentimiento, y nos mantiene unidos a Cristo en la fe.
En el tercer artículo del Credo Apostólico, los cristianos confesamos que creemos en el Espíritu Santo. Por fe, sabemos que Dios es uno solo —de esto no hay duda alguna— pero que en esta esencia que llamamos Dios hay tres divinas personas: el Padre (Creador del cielo y de la tierra), el Hijo (Jesucristo, nuestro Señor) y el Espíritu Santo (el Santificador). Cada uno diferente al otro, o con un rol diferente, y al mismo tiempo unido al otro en lo que también algunos llaman la Santa Trinidad.
En este día, al ser el Domingo de Pentecostés, vamos a poner nuestra mirada en la tercera persona de la Trinidad, o sea, en el Espíritu Santo, aunque por supuesto sin dejar a un lado al Padre o al Hijo. Pero me gustaría que tratemos de entender para qué vino el Espíritu Santo y cómo se manifiesta hoy día en la vida de cada creyente: en tu vida y en la mía.
Voy a comenzar con la explicación más básica que encontramos precisamente en el Catecismo escrito por el Doctor Martín Lutero hace casi 500 años. Lutero dice en su explicación del tercer artículo del Credo, cuál es la función principal del Espíritu de Dios. Allí dice: «Creo que ni por mi propia razón ni por mis propias fuerzas soy capaz de creer en Jesucristo, mi Señor, o venir a él; sino que el Espíritu Santo me ha llamado mediante el evangelio, me ha iluminado con sus dones y me ha santificado y conservado en la verdadera fe, del mismo modo como él llama, congrega, ilumina y santifica a toda la cristiandad en la tierra y la conserva unida a Jesucristo en la verdadera y única fe…».
En otras palabras, el Espíritu nos llama con el evangelio (es decir, actúa a través de la Palabra) y congrega a la iglesia (nos reúne); nos dota de dones (talentos y roles especiales para servir a Dios); nos santifica (esto es, obra arrepentimiento en nosotros), y nos mantiene unidos a Cristo en la fe. Y hay que ser enfáticos en esto porque hay muchas iglesias y muchos grupos cristianos en todo el mundo que de una u otra manera, al hablar del Espíritu, usualmente se quedan en los saltos, la danza, el hablar en lenguas que muchos no entienden, y en la bulla que no nos deja escuchar y entender lo que Dios quiere que escuchemos y entendamos, que es su Palabra.
¿Para qué vino el Espíritu Santo? El Espíritu Santo, al ser Dios, ha existido desde siempre. En la narrativa de la Biblia ha estado presente desde el comienzo, desde el mismísimo libro del Génesis y antes de la creación. En Génesis 1, verso 2, se habla de que el Espíritu «se movía sobre la superficie de las aguas». Y a lo largo de la historia de Israel, sus patriarcas, los jueces, reyes y profetas, el Espíritu de Dios siempre estuvo allí presente.
En el Nuevo Testamento aparece en momentos que muchos tal vez hemos escuchado: en la concepción de Jesús en el vientre de María, cuando Jesús fue bautizado y bajó el Espíritu en forma de paloma, cuando el Espíritu llevó a Jesús al desierto, y en otros episodios en los que se ha manifestado o en los que el propio Jesús lo ha prometido. En el Evangelio de Juan leemos lo que Jesús les dijo a sus discípulos: «Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Consolador, para que esté con ustedes para siempre: es decir, el Espíritu de verdad…» (Jn. 14:16-17a).
En una de sus interacciones con sus discípulos, después de su muerte y resurrección, Jesús promete nuevamente la llegada del Espíritu, una promesa que se cumple unos días más tarde en Jerusalén durante la fiesta hebrea del Pentecostés. Esa fiesta era para agradecer por las cosechas y se celebraba con ofrendas en el templo 50 días después de la Pascua. Es allí donde vemos cómo llega el Espíritu Santo sobre los discípulos en presencia de miles de personas que habían llegado de todas partes para celebrarla.
Dice el relato de Hechos, capítulo dos: «Cuando llegó el día de Pentecostés, todos ellos estaban juntos y en el mismo lugar. De repente, un estruendo como de un fuerte viento vino del cielo, y sopló y llenó toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron unas lenguas como de fuego, que se repartieron y fueron a posarse sobre cada uno de ellos. Todos ellos fueron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu los llevaba a expresarse.»
Entonces: ¿para qué vino el Espíritu Santo? ¿Recuerdan que les dije hace un momento que el Espíritu Santo nos llama a través del evangelio, nos congrega como iglesia, nos dota de dones, nos santifica y nos mantiene unidos a Cristo en la fe? Pues para eso fue que vino. El Espíritu Santo vino aquél día para que TODOS escucharan y entendieran la proclamación y el testimonio de los discípulos de Jesús. Y ese es el punto de hablar en lenguas: que TODOS entiendan. También vino para repartir dones entre sus fieles, ¡todos ellos!, para que la gente, al escuchar de Jesús, se arrepienta y crea en el nombre del Señor, y para que TODOS seamos uno en Jesucristo, conservando una fe en un mismo Dios.
Y particularmente en este segundo capítulo del libro de los Hechos, me llama poderosamente la atención el uso de la expresión «todos» que se repite varias veces. ‘Todos’ estaban reunidos, el estruendo llenó ‘toda’ la casa, ‘todos’ fueron llenos del Espíritu Santo, ‘todos’ podían entender, ‘todos’ quedaron atónitos, ‘todos’ en Jerusalén, y ‘todo’ el que invoque el nombre del Señor será salvo. Después de eso, Hechos 2:38-42 dice que TODOS creyeron, que TODOS se bautizaron (más de 3 mil personas) y que la promesa de vida eterna, salvación y perdón del bautismo era para TODOS, para padres y para hijos, sin importar edad, nacionalidad, o género.
El Espíritu Santo vino para romper las barreras culturales e idiomáticas que el hombre pudo haber construido desde los tiempos antiguos y desde la caída del mundo en el pecado; vino para poner palabras en la boca de Pedro y los apóstoles, y para tocar los corazones de las personas que fueron testigos de ese episodio; vino —como ya les dije— para que la gente sea llamada por medio del evangelio, se una y congregue en la iglesia, reciba dones, sea santificada mediante la fe y crea que Jesús es el Señor.
Para eso se dio esa experiencia sobrenatural, increíble, y tan llena de bendiciones: para que TODOS escucharan de Cristo, y creyendo en Él por la obra del Espíritu, fueran salvos.
El Espíritu vino, viene, y siempre vendrá a nosotros, para llevarnos a la fe en Cristo, para que le creamos en nuestros corazones, y para que le confesemos con nuestros labios.
Ahora bien… ¿cómo se manifiesta este Espíritu Santo en mi vida?
Desafortunadamente vivimos en días donde frecuentemente decimos: «ver para creer». Y eso ha sido así por siempre. El ser humano siempre ha querido tentar a Dios, ponerle a prueba, pedirle una señal a cambio de nuestra confianza o de nuestro amor. Es como un hombre que me dijo una vez: «Pastor, yo no creo en Dios. Pero si Dios existe, que ponga frente a mí a mi abuelita muerta, y entonces sí creeré». Es un engaño pensar que la fe vendrá de una experiencia así. Porque muchos tuvieron tiempo y oportunidad de conocer a Jesús, de escucharle, de estar con Él, de ver sus milagros y ser testigos de su poder, y sin embargo no le creyeron. Creo que Judas Iscariote, el discípulo que traicionó a Jesús, es un buen ejemplo de eso.
Mis queridos amigos: muchos todavía esperan ver para creer, quieren escuchar el estruendo del Espíritu, verle bajar del cielo o quedar atónitos ante eventos sobrenaturales para entonces poder creer. Es por eso que muchas congregaciones y denominaciones en el mundo se han vuelto famosas por brindar espectáculos de mentira, con brincos, saltos, lenguas y entretenimiento, para tratar de satisfacer los deseos de un mundo que insiste en «ver para creer».
Pero creer en Dios, o creerle a Dios, no depende de ti, ni de ningún ser humano o programa de televisión… ¿Sabes a qué me refiero? Veamos lo que nos dice el Catecismo una vez más: «Creo que ni por mi propia razón, ni por mis propias fuerzas soy capaz de creer en Jesucristo, mi Señor, o venir a él; sino que el Espíritu Santo me ha llamado mediante el evangelio, me ha iluminado con sus dones, y me ha santificado y conservado en la verdadera fe…».
En el bautismo Dios el Padre nos adopta como Sus hijos amados y nos hace parte de la Iglesia Universal de la que Jesús, el Hijo, es la cabeza y la piedra angular… El Espíritu Santo viene a nosotros a través del bautismo y cada vez que escuchamos la Palabra de Dios o participamos de su Santa Comunión. Él viene para llamarnos por medio del evangelio, iluminarnos con sus dones, santificarnos en el arrepentimiento verdadero, y conservarnos en la verdadera fe.
El Espíritu Santo es el único que puede hacernos creyentes y fieles seguidores de Jesús, el que murió en la cruz para pagar el alto precio de nuestros pecados, el que resucitó para que nosotros supiéramos que la muerte ya no tiene poder alguno sobre nosotros y para que recibiéramos el Espíritu Santo que nos lleva a creer en Dios, y a creerle a Dios.
Tus pecados, tu incredulidad, tus rebeliones contra Dios, se lavan en las aguas del bautismo, allí Dios te perdona en Cristo, y te da el Espíritu Santo, y esta promesa es para ti, tus hijos, y para TODAS LAS NACIONES. En la Palabra predicada y en cada oportunidad que tomas para leer la Biblia, recibes el poder y la presencia del Espíritu de Dios que llega para quedarse en tu corazón.
¡Alégrate! ¡El Espíritu Santo vino, viene y seguirá viniendo a ti en la Palabra y los Sacramentos! Él te traerá a los pies de Cristo. Amén, amén, y amén.
Si quieres conocer más acerca de la obra del Espíritu Santo, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones.