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PARA EL CAMINO
Si nos cuesta ser honestos con nosotros mismos para manejar la falta de humildad y aplacar la soberbia, la parábola del fariseo y el cobrador de impuestos nos orienta hacia el Dios compasivo.
El Cristo, el Hijo de Dios hecho carne, entendía la naturaleza humana mejor que nadie. Como parte de su ministerio, se tomó el tiempo y el trabajo de explicarles a las personas que tenía a su alrededor en qué consistía el reino de Dios. Para ello, muchas veces usó parábolas. Si observamos bien, casi todas las parábolas que Jesús usó incluían personas con diferentes oficios y que estaban en diferentes situaciones. Todas esas personas en las parábolas nos ayudan a entendernos mejor a nosotros mismos y nos ayudan a ver mejor el amor de Dios por su criatura.
En las parábolas hay una mujer que barre su casa, un pastor que cuida bien a sus ovejas, un hombre que encuentra un tesoro y otro que esconde un talento; una viuda persistente pidiendo justicia y unas vírgenes que supieron hacer buen uso del aceite de sus lámparas.
En la parábola de hoy hay dos personajes. Los dos están tomados de la vida real, no son ninguna fantasía y, si somos honestos con nosotros mismos, veremos que nos podemos identificar con cualquiera de los dos. Jesús enseñó esta parábola porque vio en acción a algunos que «se consideraban justos y menospreciaban a los demás». Me imagino a esas personas con un dedo índice bien largo, voluminoso, listo para apuntar los errores de los otros. Se subían a un pedestal para mirar a sus congéneres desde arriba sintiéndose superiores, y pensando que ellos podían ganarse la aprobación de Dios con sus ofrendas y su proceder impecable. ¡Qué manía esa de compararse con los demás! ¡Cuánta insistencia en denigrar al otro para mostrarse superiores!
Estos fariseos que Jesús describe en esta enseñanza no eran exclusivos de esa época ni del pueblo de Israel. Ese tipo de personas la encontramos hoy también por todos lados, en todas las culturas y en todos los pueblos. Nos toca convivir con ellos. Lo sabemos bien, lo experimentamos casi a diario: podemos ver el dedo de algunas personas que nos acusan porque no somos tan buenos como ellos. Y a veces, el rol se invierte. Entonces nos crece a nosotros el ego, y nos subimos a un pedestal con facilidad para ver cómo un amigo, hermano o compañero de trabajo cae en desgracia. Se les descubre un pecado y ahí estamos nosotros, felicitándonos porque no somos tan malos, cuando en realidad lo que sucedió es que nosotros no fuimos descubiertos.
El fariseo en cada uno de nosotros no nos da descanso. Bien lo sabía el apóstol Pablo, fariseo del más alto calibre antes de su conversión a la fe cristiana. Él nos exhorta en el capítulo 12 de su carta a los Romanos, diciendo: «Por la gracia que me es dada, digo a cada uno de ustedes que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con sensatez, según la medida de fe que Dios repartió a cada uno» (v 3), y vuelve con la misma idea unos versículos más adelante en el mismo capítulo: «Amémonos unos a otros con amor fraternal; respetemos y mostremos deferencia hacia los demás» (v 10).
El fariseo en cada uno de nosotros hace mucho daño. Primero, nos daña a nosotros mismos porque no nos deja ser como verdaderamente somos: nos trata como perfectos, cuando somos imperfectos. Segundo, al mentirnos y ponernos por encima de otros nos hace insoportables ante los demás: «Y este, ¿quién se cree que es?» Nunca hacemos una pregunta de esta naturaleza a una persona humilde, honesta, amable. Hacemos esta pregunta a quienes hacen alarde de lo grande que ellos son. Pero Jesús nos explica el daño mayor: el que así piensa y obra, no será justificado. Sin duda alguna, Dios nos ve diferente de lo que nosotros nos vemos a nosotros mismos.
La enseñanza principal de Jesús en esta parábola es que, si nos miramos a nosotros mismos como capaces de cumplir honestamente todas las exigencias de la ley divina para ganarnos la aprobación de Dios, saldremos perdiendo. Solo nos ganaremos la condenación. Para encontrar un Dios misericordioso que nos reciba como somos, para tener en nuestro corazón la seguridad de ser aceptados ante Dios, tenemos que mirar hacia otro lado, no dentro de nosotros mismos. Esto es lo que Jesús explica en la parábola cuando describe al cobrador de impuestos.
Nadie más aborrecible que los cobradores de impuestos de esa época. Era la gente con más mala fama en todo Israel: vendidos, traidores a la patria, estafadores, usureros. Se merecían el menosprecio de todos. ¿Y Jesús lo usa de buen ejemplo? Sí. A ese tenemos que mirar, porque él se consideró indigno de siquiera acercarse al templo. Tenía vergüenza de ser quien era. Con su corazón movilizado vio la profundidad de su pecado y todo lo que pudo ofrecer a Dios fue un grito pidiendo clemencia. Ese es nuestro modelo. Así es como Dios nos quiere ver ante él: con el alma desnuda, bajados del pedestal, con el acusador dedo índice deshinchado y escondido entre los demás dedos de la mano. A esa actitud, la Biblia la llama: arrepentimiento.
Pero hay una enseñanza todavía más profunda en esta alegoría. Jesús no solo es el narrador de la parábola, sino que también es parte de ella, aunque a simple vista no lo veamos. En las antiguas Biblias castellanas, el pedido de misericordia del cobrador de impuesto leía así: «Señor, sé propicio a mí, pecador» (RVR). Seguramente conocemos la palabra propiciación. Es un buen término bíblico en el cual reconocemos nuestra salvación. El apóstol Juan la usa dos veces para decirnos que «Dios… envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 2:2 y 1 Juan 4:10).
Pero hay más todavía. En el Antiguo Testamento, en Éxodo capítulo 25, Dios requiere la construcción del arca del pacto. Esta era una caja grande que tendría en su interior el testimonio o el libro de la ley. Sobre ese testimonio Dios ordenó hacer una tapa de madera recubierta de oro a la que llamó «propiciatorio». En un lenguaje más afín a nuestro tiempo podríamos llamar a esa tapa la tapa de la compasión. En Levíticos capítulo 16, Dios explica que, con la sangre de los sacrificios, el sacerdote debía rociar el propiciatorio o la tapa de la compasión. De esa manera, por la tapa y la sangre, Dios no veía la ley que condenaba a su pueblo y entonces lo declaraba perdonado.
Jesús es hoy nuestra propiciación. Él es la tapa de la compasión que, con su sangre, tapa la ley que nos condena. Junto con el cobrador de impuestos de la parábola podemos decir: Dios Padre, no somos dignos de estar ante tu presencia. Tu ley nos condena. Cúbrenos con Jesús y su sangre y tápanos con el propiciatorio, con la tapa de la compasión.
Quien en su corazón puede exclamar: «Señor, se propicio a mí, pecador», será justificado. Jesús nos cambia de fariseos vanidosos, engreídos y condenados, a pecadores arrepentidos que reciben absolución.
La palabra «justificación» que Jesús usa en la parábola, es central en la doctrina de la fe cristiana. Fue el grito de los reformadores de la iglesia del siglo 16. El fariseo quería justificarse por sus obras, y el cobrador de impuestos reconoció que sólo podía ser justificado por la compasión divina. Ser justificado y ser absuelto es lo mismo. Ser justificado y haber recibido el perdón de los pecados es lo mismo. Ser justificado y haber sido objeto de la compasión de Dios es lo mismo. Por su compasión Dios nos declara perdonados, absueltos, justificados. Dios nos es propicio.
Si de alguna manera te podemos ayudar a ver a Dios clemente y misericordioso, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.