+1 800 972-5442 (en español)
+1 800 876-9880 (en inglés)
PARA EL CAMINO
Conectados a Cristo y llenos del Espíritu Santo, tú y yo somos ‘mini-templos’ que, como tabernáculos móviles, llevamos la presencia de Dios al mundo. Dios está en medio del pueblo a través de nosotros. Entonces, llevemos la Palabra, la oración y la presencia real de Cristo recibida en la Santa Cena. Llevemos la adoración, la bendición y gracia de Dios allí donde Dios nos envía.
Aquí estamos en plena cuaresma, acompañando a Jesús camino a su sacrificio como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, como oveja muda ante sus trasquiladores, como aquel que dice «yo soy manso y humilde de corazón», y de repente nos encontramos esta historia. Jesús encolerizado, haciendo chasquear el látigo y echando los mercaderes del templo. Jesús tronando su voz, con las venas del cuello marcadas, con las pupilas dilatadas por la ira. ¿Estaba Jesús irreconocible, descontrolado como un Michael Douglas en la película Un día de furia? ¿Acaso es esquizofrénico o bipolar nuestro maestro, diciendo una cosa y haciendo otra? La respuesta es no. Definitivamente no. Jesús está en perfecto estado haciendo lo que tenía que hacer, y este día en Jerusalén tiene su lugar y su significado en la historia, y también en nuestras vidas.
Pero necesitamos entender a nuestro Señor. ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué nos enseña este pasaje? Qué está haciendo Jesús, por qué lo está haciendo, y qué es lo que nos quiere enseñar. De estas preguntas nos ocuparemos. Empecemos con la primera.
1. ¿Qué está haciendo Jesús?
Limpiando el templo de los mercaderes, es la respuesta sencilla. Pero ¿qué limpieza es esta? Para entender lo que estaba pasando, hay que recordar el contexto. Eran días de fiesta en Jerusalén, días en que los judíos acudían y abarrotaban su capital. Algunos estiman que la población de Jerusalén era de 80 mil personas, pero durante los días de las fiestas principales, cuando venían judíos de todo el mundo, la población aumentaba cinco veces. Muchos venían de lejos y aprovechaban el tiempo para ir al templo a ofrecer los sacrificios que la ley demandaba. Les resultaba muy difícil tener que traer los bueyes, cabras, ovejas y palomas en el largo viaje, por lo que la solución era comprarlos allí. Como venían de tierras extranjeras, también tenían que cambiar su dinero a la moneda local. O sea, en teoría, no había nada de malo en comprar animales para hacer el sacrificio y cambiar dinero para cerrar el negocio.
El comercio que había en ese entonces, y que hizo enojar a Jesús, es un poco diferente del comercio de algunas sectas e «iglesias» que venden falsas promesas y otros artículos religiosos y engañan a las personas. Lo que estaban haciendo en ese entonces, por lo menos en su objetivo, era algo legítimo: ayudar a los peregrinos que venían de lejos a cumplir con la ley. El problema era que todo ese proceso ya no se llevaba a cabo en la calle, o en las cercanías del templo donde primeramente solía ocurrir, sino justo en los atrios del templo, justo en los lugares donde la gente hacía los sacrificios y ofrecía adoración al Señor. Es por ello que Jesús dice: «Han convertido la casa de mi Padre en un mercado». Y cuando esto ocurre, toda la actividad espiritual, la relación de fe con Dios, queda en peligro, porque puede fácilmente volverse algo mecánico, sin sentido.
Imagínate… Vas al templo, estás buscando concentrarte en la oración, y un montón de gente está a tu alrededor con su dinero tratando de hacer negocios, con todo el ajetreo y la agitación que caracteriza una situación de mercado. Complicado, ¿verdad? La gente llegaba para ofrecer su sacrificio, pagaba algo al sacerdote, luego recitaba una oración y se marchaba. ¡Mecánico! A veces, esto es común en algunos lugares, pasa un vehículo con sus parlantes sonando alto por la calle cerca de la iglesia y eso molesta a quién está tratando de oír la predicación. Imagina tener nuestro servicio de adoración con una feria en el fondo de la iglesia disputando nuestra atención. Sales de tu casa con ganas, vienes con tu familia con expectativa por encontrarte con Dios y tus hermanos en la fe, llegas al templo, pero luego, con la feria distrayéndote se hace difícil, para no decir imposible. A eso apunta la acción de Jesús: a purificar el templo de cualquier cosa que distraiga a las personas, que dispute su atención del enfoque puro y exclusivo en la oración y la adoración a Dios.
En cierto sentido, las cosas que Jesús tiró no eran cosas malas. El pecado no estaba en la idea de vender los animales para el sacrificio de los peregrinos. El pecado estaba en que el comercio se había metido en un lugar en el que sólo Dios tenía derecho a estar. El pecado fue que una cosa aparentemente buena se había vuelto demasiado importante, se había metido en el centro de todo. Aquellas cosas, aquellas personas, no estaban en su lugar… habían usurpado el lugar de Dios.
2. ¿Por qué limpió Jesús el templo?
La razón por la que lo hace, puesto de manera muy directa, es porque era su trabajo, era algo que se esperaba que hiciera, era el cumplimiento de una profecía sobre el Mesías. Miren qué interesante, en el versículo 18, cuando los líderes judíos vienen a Jesús después que echara del templo a los mercaderes, ellos no dicen, «oye, esto es ilegal, no puedes hacer esto», sino que dicen: «Demuéstranos que tienes autoridad para hacer esto». Parece que sabían que alguien especial vendría con la misión y la autoridad de limpiar el templo. Parece que sabían que el propósito original dado por Dios para el templo, como aprendemos en 1 Reyes 8, cuando el templo había sido inaugurado por Salomón, había sido contaminado. Parece que sabían que el culto y todas las actividades que podrían hacer en el intento de acercarse a Dios serían impuros, insuficientes, carentes de una desinfección, de una higienización profunda y completa.
No fueron solo los discípulos quienes conectaron la acción de Jesús con las profecías sobre el Mesías, recordando el Salmo 69 que hablaba del Mesías que vendría al templo consumido por un celo santo por la casa santa del Dios santo. También los líderes judíos parecen reconocer que lo que Jesús estaba haciendo era algo relacionado a las profecías sobre el Mesías. Tal vez recordaron a Malaquías 3 [1-4], donde dice: «‘… De pronto vendrá a su Templo el Señor a quien ustedes buscan; vendrá el mensajero del pacto, a quien ustedes desean’ -dice el Señor de los Ejércitos. Pero ¿quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién podrá mantenerse en pie cuando él aparezca? Porque será como fuego de fundidor o jabón de lavandero … purificará a los levitas y los refinará como se refinan el oro y la plata … Entonces traerán al Señor ofrendas conforme a la justicia, y las ofrendas de Judá y Jerusalén serán aceptables al Señor …». La profecía decía que el Mesías sería como el fuego de un refinador y como el jabón de un lavandero. Fuego y jabón. El jabón que quita las manchas de una tela. El fuego que elimina las impurezas del metal. Por eso Jesús está haciendo lo que hace. Está cumpliendo una profecía. Está diciendo: yo soy el Mesías, yo puedo hacer esto, yo debo hacer esto y lo estoy haciendo.
3. ¿Qué nos quiere enseñar Jesús con esta historia?
Hay muchas enseñanzas en este pasaje. La más importante, quizá, es la que aparece en la conversación que sigue, cuando los líderes judíos se le acercan y le dicen: «¿Qué señal milagrosa puedes mostrarnos para demostrar tu autoridad para hacer todo esto?». Jesús les responde de una manera un tanto enigmática: «Les daré una señal de mi autoridad: destruyan este templo, y lo levantaré de nuevo en tres días».
Jesús estaba hablando de su cuerpo. Se refería a su muerte. Se refería a su resurrección. Se refería a la limpieza más profunda que haría cuando los látigos ya no estarían en sus manos sino en la de los soldados, y él estaría en la cruz. Su punto era revelar a los judíos que encontrarse con el Señor en aquel templo de piedras y llegar a la presencia de un Dios santo a través de los rituales previstos en aquél entonces era una cosa temporaria, limitada e imperfecta, que estaba a punto de caducar para dar lugar a algo mucho mayor y definitivo. El punto de Jesús era enseñarles que él es el verdadero templo, él es el perfecto puente entre el ser humano y Dios, él es el único capaz de rendir un culto puro y agradable a Dios. «Ustedes creen que pueden llegar a la presencia de un Dios santo llevando sacrificios sangrientos como forma de expiar sus pecados, desafía Jesús, pero yo les digo que yo soy el templo. Yo soy el sacerdote. Yo soy el sacrificio. Yo soy la ofrenda. Yo soy el altar. Yo soy el único, y solo a través de mí pueden acercarse con sus pecados y tener comunión por mi perdón con el Dios santo».
Estas palabras no fueron muy bien recibidas por los líderes aquél día. Siguieron cuestionándolo y perdieron la oportunidad de beneficiarse de la preciosa enseñanza de Jesús. Nosotros no necesitamos cometer el mismo error. Podemos confiar en esta enseñanza porque ella también vale para nosotros hoy. No somos peregrinos viajando a Jerusalén con necesidad de cambiar nuestro dinero para comprar un animal para un sacrificio, pero tenemos la misma necesidad de expiar nuestros muchos pecados. Tal vez no nos toca ir a nuestra iglesia y pasar por la incomodidad de ruidos y distracciones que disputan nuestra atención y dificultan nuestra oración, pero hay muchas cosas dentro y fuera de nosotros, muchos ídolos y muchos sonidos que nos distraen y hacen que nuestro culto sea mecánico, alejándonos del enfoque puro y exclusivo en Dios.
Tal vez no sea un bazar, un carro con sus bocinas, o el comercio de alguna mercancía, pero existen otras cosas que usurpan el lugar de Dios, que se meten queriendo ocupar el centro y el sentido de todo, que nos hacen alejar de los propósitos de Dios para los templos que tenemos. Incluso puede ser una cosa buena. Podemos idolatrar una persona, un ritual, una tradición e incluso una iglesia, un espacio de culto. Podemos poner demasiada atención en nuestras propias obras y ofrendas para conquistar el favor de Dios, podemos confiar en los años que llevamos sirviendo en la iglesia, o en algún supuesto currículum espiritual que creemos que tenemos como crédito con Dios. Pero la verdad es que no necesitamos nada esto. Necesitamos ayuda, necesitamos socorro, necesitamos perdón, necesitamos un puente, un templo, un sacrificio perfecto para restaurar y mantener limpia nuestra relación con Dios.
La buena noticia es que Jesucristo nos dice hoy a nosotros lo mismo que les dijo a los líderes judíos de su época: ‘Yo soy el sacerdote. Yo soy el sacrificio. Yo me entrego. Yo soy el templo. Soy el Cordero de Dios que ha sido sacrificado en tu lugar y pagado todo lo que debes. Yo resucité al tercer día para garantizarte la salvación también para ti». Y estas palabras son más poderosas hoy porque cuando Cristo las dijo en Juan 2 eran profecías, eran promesas, pero hoy sabemos que fueron cumplidas. Que son hechos. No son más enigmas, sino una verdad clara, segura y disponible para todos. El fuego del refinador, el jabón del lavandero que profetizó Malaquías y que se cumplió en el Mesías, que quita manchas y elimina impurezas, Jesucristo, ha llegado a nuestras vidas. Ha rendido un culto perfecto y ha sido el sacrificio perfecto en nuestro lugar. Y al poner nuestra fe en Cristo, nuestro culto y nuestras acciones, dentro y fuera de la iglesia, se vuelven agradables a nuestro Padre porque son acciones limpias y refinadas por Jesús que nos acompaña en el día a día, limpiándonos y refinándonos, obrando perdón y vida nueva.
Concluyo con 2 aplicaciones: una colectiva y otra individual. La colectiva: Reflexionemos sobre nuestra actitud hacia el templo que Dios nos ha hado hoy día en nuestras iglesias, sobre el culto que somos invitados a rendir los domingos, y valoremos ese lugar y momento. Cuidemos de no idolatrar a nada ni a nadie. Cuidemos de no perder el enfoque y el sentido del templo y del culto a Dios. Disfrutemos de las bendiciones que Dios nos regala en la Palabra y en los sacramentos, y mantengamos nuestras iglesias como una casa de oración, de convivio, de bienvenida y acogida a las personas, especialmente a las que sufren y están alejadas de Dios.
La implicación individual: Ahora que sabemos que el templo es más que todo una persona, nuestro Señor y salvador Jesús, recordemos que esa persona ha decidido vivir en nosotros, a través del bautismo, con la presencia del Espíritu Santo. Recordemos que Él nos ha hecho «mini templos» del Espíritu Santo, que somos, porque estamos conectados a Cristo y llenos del Espírito, el templo de Dios dondequiera que estemos. Tú y yo llevamos la presencia de Dios al mundo. Somos tabernáculos móviles. Dios está en medio del pueblo o de la ciudad a través de nosotros. Entonces, llevemos la Palabra. Llevemos la presencia real de Cristo recibida en la Santa Cena. Llevemos la oración. Llevemos la adoración, llevemos la bendición y gracia de Dios diariamente allí donde Dios nos envía.
Y si de alguna manera podemos ayudarte en esta tarea, estimado oyente, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.