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PARA EL CAMINO
Jesús hizo muchos milagros, y todos ellos nos hablan poderosamente de lo que Dios quiere hacer en nuestras vidas. Pero su milagro más grande fue cargar con todos nuestros pecados sin quejarse y llevarlos sobre su cuerpo ensangrentado y su alma angustiada hasta la cruz.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.
A finales del año 2021 se cumplieron cincuenta años de mi graduación de la escuela secundaria. ¡Medio siglo! Y quienes me están escuchando o leyendo, ya pueden calcular mi edad, si es que tienen algún interés en hacerlo. Durante mis años en la secundaria, nuestro profesor de literatura universal nos presentó al más célebre dramaturgo inglés del siglo 17, William Shakespeare, autor de la famosa frase: «Ser o no ser, esa es la cuestión.» En lenguaje coloquial diríamos que esta frase levantó polvareda, porque se la ha usado infinidad de veces en muchos idiomas por casi cuatrocientos años. «Ser o no ser, esa es la pregunta» que se hace el ser humano para entender el significado de la vida. Esa pregunta viene de un alma que está atribulada frente a las tensiones que se producen entre la voluntad humana y la realidad de la vida. Sabemos perfectamente bien, por experiencia, que lo que más deseamos y anhelamos en nuestro corazón no siempre se nos concede. Hay muchas veces un abismo entre lo que queremos ser y tener y lo que en realidad somos y tenemos.
En nuestro texto para hoy, registrado mucho tiempo antes de Shakespeare, aparecen en el templo de Jerusalén unos judíos que rodean a Jesús como para que no se les escape, y le hacen una pregunta que tiene que ver con la existencia humana. Los judíos están perturbados, están inquietos. La presencia de Jesús no los deja tranquilos. Ellos quieren algo para la vida, algo que les falta, eso lo tienen en claro. Quieren que su pueblo sea libre de los opresores romanos y quieren que se cumpla la promesa divina de que vendrá un Mesías que los liberará. Así podrán vivir felices de una vez por todas.
La presencia de Jesús los anima a hacerle esta dramática pregunta: «¿Hasta cuándo vas a perturbarnos el alma?» Los judíos reconocen la tensión que hay entre lo que ellos quieren y la realidad que viven como pueblo esclavo. Tal vez Jesús sea capaz de hacer algo al respecto. Lo han visto hacer milagros increíbles. Lo han visto tratar bien a las personas y predicar con una sabiduría que nunca habían escuchado. Tal vez él era el Mesías enviado por Dios. Dinos Jesús: «¿Eres o no eres el Cristo?» Háblanos abiertamente, somos capaces de manejar tu respuesta. O tal vez no, tal vez los judíos no podían sentirse cómodos con cualquiera respuesta de Jesús.
Es muy posible que ya supieran la respuesta. Jesús no era la clase de Mesías que ellos esperaban, y no querían escuchar otra cosa. Como respuesta, Jesús les habla claramente y pone sus obras como testigo de que él viene de Dios el Padre. Y aquí está la piedra de tropiezo, lo que tanto les molesta a los judíos: que Jesús dijera que Dios era su Padre. Porque la expectativa del pueblo y de sus líderes era que Dios mandara a un ser humano que hiciera de Israel una gran nación terrenal. ¡Qué expectativa tan pobre! Habían perdido toda perspectiva temporal y eterna. Habían perdido la visión y la misión para la cual Dios los había elegido. Solo podían ver lo que tenían ante sus narices, y lo veían mal. Eso era lo que les perturbaba el alma. No tenían respuesta al motivo de su existencia. ¿Ser o no ser como pueblo de Dios? Había una tensión entre lo que el pueblo quería y lo que Dios esperaba de ellos, y Jesús no llenaba ese vacío. Jesús no les daba motivos para que pudieran creer en él.
Pienso en cuántas veces Jesús nos habla a través de su Palabra, de sermones, de consejos de nuestros padres o de amigos cristianos, pero sus palabras no son las que queremos escuchar. ¿Por qué? Porque es posible que ni siquiera sepamos qué es lo que queremos para la vida. Tan complejos y miopes somos, que no vemos que las grandes obras de Dios son para nuestro bienestar y seguridad eterna. Pero lo importante, lo magistral de Dios, es que por medio de Jesús él todavía nos sigue hablando.
La respuesta de Jesús a los judíos es clara: «Si ustedes no creen, es porque no son de mis ovejas» (v. 26). Eso fue como una puñalada para los que rodeaban a Jesús. ¡Ahora resulta que para ser del rebaño de Dios hay que escuchar a Jesús! Ciertamente, escucharlo y obedecerlo.
El autor de la carta a los Hebreos comienza su Epístola diciendo: «Dios, que muchas veces y de distintas maneras habló en otros tiempos a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días finales nos ha hablado por medio del Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y mediante el cual hizo el universo» (Hebreos 1:1-2). Dios siempre ha hablado, y a través de Jesús enriqueció su vocabulario para hablarnos por medio de sus obras. Jesús curó a leprosos, ciegos, paralíticos, sordos y mudos, a gente con toda clase de enfermedades, expulsó demonios que tenían atadas a personas de todas las edades. Así demostró que él sabe y quiere hablarnos con amor, porque todos los milagros fueron para hacerle bien a las personas con las que se encontró, sin esperar nada a cambio, sin reprocharles su pasado y sin decirles que ellos no eran dignos de recibir compasión y amor de él.
Para nosotros hoy, todas esas obras de amor de Jesús nos hablan poderosamente de lo que Dios quiere hacer en nuestras vidas. Pero hay una obra que excede a todos los milagros que Jesús hizo: el milagro de cargar con todos nuestros pecados sin quejarse de lo pesados que eran y sin abrir la boca, y llevarlos sobre su cuerpo ensangrentado y su alma angustiada hasta la cruz. En el Cristo azotado y crucificado vemos el poder del pecado, el poder de herir, de avergonzar y de matar. Y Jesús quedó en silencio por unos días, mientras sus seguidores quedaron con el alma perturbada, peguntándose cuál es el significado de la vida. ¿Dónde está el que iba a llenar el vacío existencial del ser humano? En una tumba fría, inmóvil, en silencio. Lo que no sabían es que en ese silencio Dios estaba gritando la vitoria sobre la muerte y el infierno. El día de la resurrección Dios abrió la tumba y dejó con la boca abierta a más de uno que quedó sorprendido ante el poder divino.
La muerte y resurrección de Jesús es la obra mayor que logró el perdón de nuestros pecados. Por medio de la cruz y la tumba vacía Dios nos habla para restaurarnos, para darle significado a nuestra existencia y para ponernos en la eternidad junto a él. Esta obra de Jesús es la que convierte a las ovejas perdidas en ovejas encontradas. Las que antes eran ovejas descarriadas, ahora son ovejas encaminadas que siguen a su Señor.
En su respuesta a los judíos Jesús también nos habla a nosotros para reafirmarnos que cuando lo escuchamos y seguimos somos cuidados por él mismo. Jesús es el buen pastor. Aunque hoy en día, en nuestra cultura moderna no vemos mucho a los animales que andan sueltos pastando por las praderas o las montañas, conviene que aprendamos algo de las costumbres rurales. En general, a las manadas de animales se las arría con rebenques y con perros que las corren desde atrás. Pero ese no es el caso de las ovejas.
Jesús nos habla de la relación especial que hay entre el pastor y las ovejas. El pastor va adelante, no empuja a las ovejas, sino que las llama, por nombre, porque él las conoce. Jesús tiene registrado tu nombre, estimado oyente. Él viene a despertarte a la mañana para caminar delante de ti, hablándote con cariño, aconsejándote con sabiduría y asistiéndote en todo lo que emprendes. Él te levanta cuando tropiezas y se ahorra el reproche cuando pecas, antes bien, te llama al arrepentimiento para que te regocijes en su perdón. Jesús es un pastor amoroso.
Los versículos finales de nuestro texto son la respuesta a nuestras preguntas existenciales. Jesús dice: Mis ovejas «oyen mi voz; y yo las conozco, y ellas me siguen. Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre.»
¿Quién soy? Soy oveja de Jesús, oveja encontrada, oveja redimida. ¿De dónde vengo? Vengo de la voluntad del Padre que me entregó a Jesús. ¿A dónde voy? Voy por esta vida de la mano de Jesús hasta que sea el tiempo de ser llevado al cielo para reunirme con la manada eterna que glorifica a Dios por su obra de salvación.
¿Cómo puedo estar tan seguro de esto? Por las palabras de Jesús: «El Padre y yo somos uno.» Qué notable. Por esta afirmación Jesús fue llevado a la cruz por los judíos incrédulos. No podían soportar que Jesús se hiciera igual a Dios. En verdad, Jesús no se hizo igual a Dios, sino que él era y es Dios, así como el Padre y el Espíritu Santo son Dios. Jesús como Dios y hombre fue a la cruz para dar su vida en nuestro lugar y lograr el perdón y la reconciliación con Dios por nosotros. No fue un hombre el que murió en la cruz, fue el mismísimo Hijo de Dios que se dejó morir para luego resucitar. Es el sacrificio que Dios mismo hizo lo que nos da la garantía del perdón de nuestros pecados y de la salvación eterna.
El Padre celestial nos trajo a Jesús para que por su obra fuéramos redimidos, comprados, rescatados y puestos en el redil de Dios, la iglesia cristiana. Y aquí es donde la promesa de Jesús se agiganta en nuestros oídos: nadie puede arrebatar a las ovejas compradas por Jesús de las manos del Padre. Y con esto, no necesitamos más respuesta a nuestras preguntas existenciales. Ya no hay más tensión entre el «quién soy, de dónde vengo, a dónde voy.» Puedes decir conmigo: soy oveja rescatada por Jesús, vengo de la mano del Padre celestial, y voy hacia la vida eterna y santa junto con todos los demás redimidos por el sacrificio de Jesús.
Estimado oyente, si de alguna manera podemos ayudarte a escuchar la voz del buen pastor y a seguirlo, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.