PARA EL CAMINO

  • El rey que se puso nuestros zapatos

  • noviembre 24, 2019
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Lucas 23:27-43
    Lucas 23, Sermons: 2

  • Cristo reina desde la cruz, cuyo mensaje «es ciertamente una locura para los que se pierden, pero para los que se salvan, es decir, para nosotros, es poder de Dios» (1 Corintios 1:18).

  • Con Jesús llevaban también a otros dos, que eran malhechores, para ser ejecutados. Cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, lo crucificaron allí, lo mismo que a los malhechores, uno a la derecha de Jesús y otro a su izquierda. [Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.»] Y los soldados echaron suertes para repartirse entre ellos sus vestidos. Mientras el pueblo observaba, los gobernantes se burlaban de él y decían: «Ya que salvó a otros, que se salve a sí mismo, si en verdad es el Cristo, el escogido de Dios.» También los soldados se burlaban de él; hasta se acercaron y le ofrecieron vinagre, mientras decían: «Si eres el Rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!» Había sobre él un epígrafe que en letras griegas, latinas y hebreas decía: «ÉSTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS.»

    Uno de los malhechores que estaban allí colgados lo insultaba y le decía: «Si tú eres el Cristo, ¡sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!» Pero el otro lo reprendió y le dijo: «¿Ni siquiera ahora, que sufres la misma condena, temes a Dios? Lo que nosotros ahora padecemos es justo, porque estamos recibiendo lo que merecían nuestros hechos, pero éste no cometió ningún crimen.» Y a Jesús le dijo: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.» Jesús le dijo: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.»

    «Señoras y señores, todos de pie. ¡He aquí, su Majestad el Rey!» Más o menos así comienzan los actos protocolares cuando un rey aparece en público. Tal vez nunca hemos estado en la asunción de un rey o en una aparición pública de un rey. Estas cosas ocurren solamente en algunos países, y posiblemente sus pobladores lo vean pocas veces en la vida.

    Cuando vemos películas o leemos libros sobre tiempos remotos, muchas veces aparece la imagen de un rey, generoso o despiadado, con poderes absolutos y siempre vestido con gran lujo y habitando en palacios pomposos. En sus apariciones ante el público resuenan las trompetas y hay mucha alegría y gritos de: «¡Viva el Rey!».

    Desde tiempos antiguos la iglesia cristiana celebra el último domingo del calendario cristiano con el tema: Cristo Rey. La lectura bíblica elegida para esta celebración narra la crucifixión de Jesús. Parece irónico: un rey colgando de una cruz no es la imagen de un rey poderoso y triunfante.

    Las Sagradas Escrituras nos presentan un escenario diferente para un rey diferente. El pueblo de Israel tenía muchas ganas de tener un rey diferente al que tenían en ese momento. Herodes era despiadado y también era aliado de los romanos, el pueblo opresor que los exprimía con pesados impuestos. Se sabe de Herodes que fue sanguinario, asesinando incluso a algunos miembros de su propia familia, por lo que Jesús se mostraba como un buen candidato: tenía poderes que nadie había visto, no era violento y satisfacía en forma milagrosa las necesidades de la gente.

    En una oportunidad, después que Jesús alimentó a más de cinco mil personas, se despertó en el pueblo una gran admiración, y aun reconocimiento de que Jesús era «el profeta que había de venir al mundo». El evangelista Juan escribe que: «Cuando Jesús se dio cuenta de que iban a venir para apoderarse de él y hacerlo rey, volvió a retirarse al monte él solo» (Juan 6:15).

    Pero el pueblo no elige su rey. La monarquía no es democrática. El pueblo condenado por su pecado a la miseria eterna no elige su rey. Es Dios quien se lo envía y, como veremos, no habita en palacios lujosos ni lleva una vida ostentosa rodeada de súbditos que le sirven constantemente. Jesús es un rey diferente a la imaginación popular.

    La narrativa de los evangelios nos describe a Jesús como un rey infiltrado, un rey que se metió en medio de su pueblo en las formas más simples, normales e insospechadas. Nació en una familia muy humilde. Padeció el exilio en Egipto, volvió para vivir en una insignificante aldea en la región montañosa de Galilea. Se crio trabajando junto a su padre, alejado de las universidades y de los centros de comercio. No tuvo de tutores más que a sus padres. Sus vecinos fueron su modelo de vida.

    Jesús fue un rey que se puso los zapatos de su pueblo. Se encarnó para ser uno igual a nosotros, para entender la situación de cada uno de los seres humanos que habitan este planeta. Jesús se infiltró para dejarse ejecutar como ladrón, embustero y villano. Él entendió nuestra miseria, nuestra perdición, nuestras desilusiones y nuestros dolores. Voluntariamente se dejó arrastrar por los soldados ante el procónsul romano para ser interrogado acerca de su reinado. «¿Eres tú el Rey de los judíos?» «Tú lo dices», le respondió Jesús a Pilato.

    Hasta aquí, la imagen de Jesús Rey no nos dice mucho. Un rey es alguien reconocido, alguien que lucha y vence, ¡alguien que es aclamado por la multitud!

    ¿Quiénes rodeaban a Jesús cuando los soldados colocaron el cartel con la inscripción: «ÉSTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS»?

    Jesús fue coronado rey cuando los soldados, agentes de los opresores, burlonamente colocaron sobre su cabeza una corona hecha de espinas. El cinismo de sus ejecutores no mostró límites. Luego lo llevaron hasta el lugar de la crucifixión, que burlonamente significó para los soldados el lugar de la entronización.

    Mientras le dieron las fuerzas, Jesús cargó su propio trono: la cruz. No hubo súbditos que le ayudaran, que lo vitorearan y le dieran ánimo, sino mujeres que lloraban y se lamentaban por él. Cuando los soldados lo clavaron brutalmente a la cruz y le pusieron al lado dos malhechores para denigrar aún más al Rey, la imagen que ofreció Jesús a su público no era de triunfo ni alegría. Era de tristeza y derrota.

    Y luego viene el cartel, como para darle el remate a la parodia del juicio, al azote despiadado y a la burla descarada. El cartel estaba escrito en los tres idiomas más populares de ese tiempo en la región, como para que nadie tuviera dudas de lo que los romanos podían hacer con un «supuesto rey».

    En verdad, más que un rey infiltrado, Jesús fue un rey incomprendido por el pueblo, rechazado por las autoridades y abandonado por sus amigos y discípulos. Jesús se hizo uno de nosotros para ser puesto sobre el trono de la cruz y comenzar su reinado. Y fue sobre la cruz donde Jesús venció al diablo, al pecado y a la muerte. Jesús destruyó para siempre esos enemigos invisibles que nos oprimen y condenan. El diablo, el pecado y la muerte son esos adversarios que se manifiestan brutalmente en nuestras vidas, ahogando nuestras esperanzas. Para vencer esos enemigos Jesús se hizo un rey invisible a los ojos del mundo.

    Aquí está la paradoja del amor de Dios por nosotros. En el trono de la cruz Jesús hizo visible al Dios invisible. Uno de los malhechores alcanzó a ver al rey en todo su esplendor. Estando ambos crucificados, a horas de la muerte cruel y segura, se produce el primer fruto visible del reinado glorioso de Jesús: el arrepentimiento del malhechor, quien escucha del Dios crucificado la promesa de la salvación eterna.

    Los soldados siguen vigilando, pero no ven nada, porque el reino de Dios no es visible a los incrédulos. El cartel sobre la cabeza de Jesús fue leído por los que por ahí pasaban. Sin saberlo y sin quererlo, Pilato hizo poner el cartel que le da significado a toda la obra de Jesús. Desde el principio mismo de su ministerio Jesús proclamó: «El tiempo se ha cumplido. El reino de Dios se ha acercado. ¡Arrepiéntanse, y crean en el evangelio!» (Marcos 1:15).

    La crucifixión de Jesús es la entronización victoriosa del Rey que Dios escogió para nosotros. En el Rey moribundo se muestra el poder del pecado y de la muerte. La cruz nos grita a voz en cuello que allí cuelga nuestro Rey. Claro que sí, allí cuelga con el propósito de cumplir el plan redentor de Dios. Tal vez no nos damos cuenta, pero Jesús ocupó nuestro lugar. El mismísimo Rey del mundo no nos mandó a ejecutar a nosotros por nuestras faltas y desobediencia, sino que voluntariamente se ofreció a morir por nosotros, por ti y por mí. Esa es su victoria.

    La cruz es el lugar del gran intercambio. Jesús muere y nosotros vivimos. Jesús carga con el dolor y nosotros somos aliviados. En vez de escuchar desde la cruz maldiciones e insultos por el tratamiento salvaje que está recibiendo, Jesús pronuncia la promesa: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.» Esa promesa se extiende a todos los creyentes.

    ¿Dónde encontramos al rey victorioso? Colgando de una cruz. ¿Dónde encontramos el perdón de nuestros pecados? En la sangre que manchó la cruz. ¿Dónde encontramos la esperanza de vida después de la muerte? En el triunfo de Jesús sobre la cruz y en su tumba vacía. El apóstol Pablo resume todas las bendiciones que provienen de la cruz cuando les escribe a los efesios: «[Jesús] puso fin a la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo… una nueva humanidad, haciendo la paz… mediante la cruz, sobre la cual puso fin a las enemistades» (Efesios 2:15-16).

    Ya no somos enemigos de Dios ni estamos enemistados con nuestro prójimo. Vivimos en un reino invisible a los ojos del mundo incrédulo pero visible para Dios y sus hijos. Jesús afirmó: «Mi reino no es de este mundo» (Juan 8:36). El Rey Jesús, que no es de este mundo, nos transporta a un mundo nuevo donde los pecados son perdonados, donde la reconciliación es el lazo que nos une y donde la fe nos reafirma en la esperanza de la vida eterna.

    Si de alguna manera te podemos animar a vivir bajo el reinado de Cristo, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.