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PARA EL CAMINO
TEXTO: Deuteronomio 30:15-20
Deuteronomio 30, Sermons: 1
El Señor crucificado y resucitado le está llamando hoy al arrepentimiento y la salvación, y le está invitando a experimentar el gran amor que él tiene por usted. Venga, arrepiéntase, crea, y reciba la salvación.
El otro día asistí a un debate entre un profesor de un seminario cristiano, y un líder musulmán. Ambos fueron muy respetuosos. Cada uno presentó su fe explicando en qué creían, y a medida que hablaban se podía ver claramente las diferencias entre las dos religiones. No exagero al decir que había diferencias en prácticamente todos los aspectos de sus creencias.
El cristiano dijo que Jesús fue el Hijo de Dios, mientras que el musulmán dijo que Jesús fue sólo un profeta. El cristiano dijo que Jesús murió en la cruz para quitar nuestros pecados, mientras que el musulmán dijo que su dios había rescatado a Jesús de la cruz. También dijo que cada persona tiene que justificarse a sí misma delante del Creador, mientras que el cristiano dijo que nuestros pecados nos condenan y que, sin el sacrificio de Jesús que nos ganó la salvación, estamos perdidos.
El tiempo no les alcanzó para profundizar en las diferencias más importantes todavía, como por ejemplo que, para el cristianismo, delante de Dios no hay diferencia entre los seres humanos pues todos son pecadores, a todos Dios los ama, y todos son redimidos por el Salvador. El musulmán tuvo que admitir que, en su religión, las mujeres son marcadamente inferiores. Tampoco tuvieron tiempo para profundizar, por ejemplo, sobre las diferencias en lo que creen con respecto al cielo y al infierno.
En general fue una buena discusión. Pero lo que me resultó más interesante de todo fue el segmento de preguntas y respuestas que siguió al debate, ya que ambos estuvieron dispuestos a contestar preguntas de los estudiantes universitarios que formaban la audiencia. Las primeras tres o cuatro preguntas no fueron interesantes. Pero luego se paró un joven, y dijo: «De lo que he leído por mi cuenta, y después de haberlos escuchado hoy a ustedes, y a pesar de que es cierto que hay algunas diferencias, ¿no les parece que, en definitiva, ustedes creen más o menos lo mismo?» Noté que la mayoría de la audiencia asentía con la cabeza. Luego miré a los dos hombres en el frente, y pude ver cómo, de pronto, los invadió una tremenda tristeza al darse cuenta que todo lo que habían dicho había sido tan mal interpretado. Luego, con toda la paciencia del mundo, explicaron al público que sus religiones no creían en las mismas cosas, por lo que, si una de ellas estaba en lo correcto, la otra tenía que estar totalmente equivocada.
A la salida traté de escuchar los comentarios y las reacciones de los estudiantes. La mayoría de ellos terminó creyendo que los panelistas eran testarudos. Decían que todo el mundo tiene sus diferencias, pero que, según ellos, esas diferencias eran minúsculas. Después de todo, ¿acaso ambas religiones no creían en un ser superior; acaso no creían en Jesús, y acaso no decían que hay un cielo y un infierno?
Hasta ahora no he podido explicarme cómo esos jóvenes estudiantes, que son inteligentes y cultos, no se pudieron dar cuenta de algo que para mí es tan obvio. La única respuesta que se me ocurre es que han sido educados para no ver lo que es obvio… al menos en lo que se refiere a la religión y a la moral. Para la mayoría de esos jóvenes no existe una moral en blanco y negro, sino que todo tiene matices en gris. Para ellos no existe lo correcto y lo incorrecto, pues todo depende de la perspectiva y de las circunstancias en que se encuentra la persona. Para ellos no existen el bien y el mal absolutos, pues esos son juicios basados en la personalidad y opinión de la persona que los emite. En realidad, esos jóvenes han sido indoctrinados durante años con la idea de que lo que es bueno y correcto para mí, puede ser malo e incorrecto para usted. Más aún, se les ha inculcado que todas las opiniones y puntos de vista deben ser no sólo respetados, sino también honrados.
Permítame darle un ejemplo. Supongamos que yo le pidiera a uno de esos jóvenes que le disparara a quemarropa a un niño pequeño. ¿Cree que lo haría? Por supuesto que no. Todas las personas dirían que dispararle a un niño pequeño está mal. Pero qué responderían si en cambio les preguntara: ‘¿Creen que SIEMPRE estaría mal dispararle a un niño pequeño?’ Les puedo asegurar que la mayoría de ellos dudarían antes de contestar. Los más arriesgados probablemente dirían: ‘Me imagino que en ciertas circunstancias se puede justificar que se le dispare a un niño’. Y si uno le pide que le dé un ejemplo, dirían: ‘Bueno, supongamos que un terrorista tiene rehenes a todos los niños de una escuela y que amenaza con matarlos a todos, a menos que uno de los maestros mate a un determinado niño, en cuyo caso dejaría en libertad a todos los demás. En ese caso, matar a un niño sería correcto porque salvaría muchas otras vidas’.
¿Me entiende lo que estoy tratando de decir? Por más que uno de los mandamientos de Dios diga «no matarás», igual se aplica el dicho «hecha la ley, hecha la trampa». De hecho, hay muchas trampas en esta ley y en todas las leyes y mandamientos que el Señor le ha dado a la humanidad. Sí, es cierto que las novias siguen casándose de blanco, y que tanto ellas como sus novios se prometen muchas cosas delante del altar de Dios; pero demasiado a menudo esas promesas son olvidadas o se desvanecen sin ser cumplidas. La promesa de permanecer unidos en tiempos de salud y en tiempos de enfermedad, en riqueza o en pobreza, en momentos de alegría y en momentos de tristeza, se cumple sólo en tanto y en cuanto ambos sientan lo mismo que sintieron el día que se casaron. Pero si uno de ellos deja de hacer feliz al otro, se van cada uno por su lado prometiéndole a todo el mundo que van a seguir siendo buenos amigos. Y no podría ser de otra manera, pues en un mundo donde nada está bien o está mal todo el tiempo, sería tonto pensar que las promesas hechas al casarse deberían durar siempre, o ‘hasta que la muerte los separe’.
Pero, en realidad, eso de vivir en un mundo donde nada está bien o está mal todo el tiempo no es del todo correcto, porque ese pensamiento es aplicado solamente a las cosas espirituales o a los valores morales. ¿No me cree? Fíjese en los elementos químicos. Si alguna vez usted estudió química recordará que, por ejemplo, el agua está compuesta por una molécula de hidrógeno y dos de oxígeno, de aquí que es representada como H2O. Así ha sido siempre, y así seguirá siendo. Es que, en el laboratorio de ciencia, las cosas están siempre bien o siempre mal. He visto directores detener la práctica de toda su orquesta porque el flautín entró una octava de tiempo demasiado tarde; he visto iglesias enteras hacer una mueca cuando un solista desafinó al cantar una nota alta. Es que, en la música, las cosas están bien o están mal. El farmaceuta que prepara un medicamento entiende lo que está bien y lo que está mal, por eso es que pone cantidades exactas y no aproximadas de las diferentes drogas. La ley dice que uno tiene que pagar cierta cantidad de impuestos, de acuerdo a lo que haya ganado. El gobierno no quiere que uno pague más de lo que le corresponde pagar, pero tampoco quiere que pague menos. Cuando uno lleva el auto al mecánico para que lo arregle, no espera recibir una cuenta de mil dólares y que el mecánico le diga: ‘logré que siete de los ocho pistones funcionen bien’. Si los ocho pistones no están funcionando como deben, el mecánico lo está estafando.
Hay cosas que están bien o que están mal; no todo tiene matices en gris. Lo cual puede resultar sorpresa para quienes dicen que, dado que Dios no puede ser medido o descubierto con métodos científicos, y dado que no lo podemos comprender a través de la lógica, entonces todo lo que está relacionado con él, todo lo que él dice, y todo lo que él hace, no son más que preferencias personales. El budismo, el hinduismo, el islamismo o el cristianismo son, para muchas personas, como las distintas cadenas de restaurantes de comidas rápidas en las que no hace mucha diferencia a cuál uno va, pues todos sirven prácticamente el mismo menú.
Pero a Dios, el Creador de todas las cosas, no le gusta cuando las personas que él ha creado lo cuestionan. Hace varios siglos, la iglesia codificó sus creencias en confesiones de fe llamadas credos. El Credo Apostólico, así llamado porque está basado en la Palabra de Dios y las enseñanzas de los primeros padres de la iglesia, comienza diciendo: «Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra». Siglos más tarde, el gran reformador alemán Martín Lutero, explicó lo que significa creer en Dios el Padre todopoderoso. Esto es lo que él escribió: «Creo que Dios me ha creado a mí juntamente con las demás criaturas; que me ha dado mi cuerpo y mi alma, mis ojos y mis oídos y todos mis miembros, mi razón y todos mis sentidos; y aún los sostiene; además, me da vestido y calzado, comida y bebida, casa y hogar, consorte e hijos, campos, animales y toda clase de bienes; que me provee a diario y abundantemente de todo lo que mi cuerpo y mi vida necesitan, me protege de todo peligro y me preserva y libra de todo mal. Y todo esto lo hace por pura bondad y misericordia paternales y divinas, sin que yo lo merezca, ni sea digno de ello. Por tanto, estoy obligado a darle gracias por todo y ensalzarle, servirle y obedecerle. Esto es ciertamente la verdad.»
‘Darle gracias… servirle y obedecerle’, qué lejos que está esto del mundo de hoy. Son muy pocas las personas que se acuerdan de Dios… hasta que ocurre un desastre, al que se atreven de llamar «un acto de Dios». Muchos nunca le agradecen al Señor por la salud que les regaló durante 60, 70, ó 90 años. Pero cuando les sobreviene una enfermedad, enseguida preguntan: ‘Señor, ¿por qué me haces esto a mí?’ Cuando las aguas de los ríos se desbordan o la tierra se sacude; o cuando un volcán entra en erupción, o un tornado arrasa un pueblo entero, le echamos la culpa al Señor, cuyo plan original de perfección para nosotros fuera desmantelado y destruido por la desobediencia de nuestros antepasados.
‘Darle gracias… servirle y obedecerle’. Eso es todo lo que el Señor espera de su pueblo.
Después que el Dios Trino liberó a los Hijos de Israel de la esclavitud de Egipto y los salvó de los ejércitos del faraón; después que los alimentó y les proveyó todo lo que necesitaban durante los años antes de darles la tierra que les había prometido a sus antepasados, ese Dios Trino inspiró a Moisés para que les hablara en su nombre. Moisés comenzó recordándoles lo que Dios había hecho en el pasado y todas las bendiciones que les había dado, y luego les dijo cuál debía ser la actitud de un pueblo respetuoso, agradecido, y reverente para con su Dios. Para usar las palabras de Lutero, debían ‘darle gracias… servirle y obedecerle’. Luego, con tristeza y dolor, Moisés también les dijo que probablemente eso no fuera a suceder, porque la naturaleza humana tiende a olvidarse con mucha facilidad de la misericordia y el amor de Dios. La naturaleza humana es la que descarta las leyes de Dios y pone matices de gris en lo bueno y lo malo. También les advirtió que no fueran detrás de otros dioses que tratarían de convencerlos de que ellos eran los dueños y señores de sus propios destinos.
Moisés dijo que la verdad existe, así como también existe lo correcto y lo incorrecto, y el bien y el mal. Y luego terminó su discurso diciendo: «Hoy te doy a elegir entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal. Hoy te ordeno que ames al Señor tu Dios, que andes en sus caminos, y que cumplas sus mandamientos, preceptos y leyes. Así vivirás y te multiplicarás, y el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra de la que vas a tomar posesión… Hoy pongo al cielo y a la tierra por testigos contra ti, de que te he dado a elegir entre la vida y la muerte, entre la bendición y la maldición. Elige, pues, la vida, para que vivan tú y tus descendientes. Ama al Señor tu Dios, obedécelo y sé fiel a él…». ‘Darle gracias… servirle y obedecerle’.
Si usted lee el resto del Antiguo Testamento, verá que las palabras de advertencia de Moisés se hicieron realidad. Una y otra vez, el pueblo de Dios pasó de la fidelidad a la infidelidad. Cuando su pueblo le era infiel, Dios lo castigaba. Al ser castigado, el pueblo se arrepentía, y Dios lo perdonaba. Esos ciclos se repitieron muchas veces durante miles de años. En realidad, todavía siguen repitiéndose hoy. Se siguen repitiendo en nuestros días, cuando los libros de historia están volviéndose a escribir dejando fuera la mano de Dios. Se siguen repitiendo cuando al verdadero Dios lo hacen intercambiable con los dioses de la imaginación e invención humanas; se siguen repitiendo cuando la gente cree que tiene todo el derecho de juzgar al Creador del cielo y de la tierra, en vez de que sea al revés.
Muchos han olvidado todo lo que Dios nos ha dado; y muchos más aún han olvidado lo que Jesús ha hechos por nosotros. Y si se pregunta qué es lo que Dios nos ha dado, le invito a que mire a su alrededor. Quizás su vida no sea fácil. Quizás su situación económica sea apremiante. Quizás usted ha perdido su trabajo, o alguna enfermedad no le permite salir a trabajar como lo hacía antes. Pero, aún así, todavía tiene un plato de comida en la mesa, una muda de ropa para ponerse, y acceso a atención médica. ¿Se da cuenta que todo esto es un regalo que Dios le hace? Dios le bendice dándole lo que usted necesita… entiéndame bien, lo que necesita, no lo que usted quisiera, para que usted pueda ‘darle gracias… servirle y obedecerle’.
¿Tenemos razón para darle gracias a Dios? Este mensaje no sería más que un montón de palabras sin valor, si no mencionara LA razón por la cual debemos ‘darle gracias… servirle y obedecerle’. Esa razón es Jesucristo, el Hijo perfecto y sin pecado de Dios. Es que, a pesar de ser unos miserables y desagradecidos, Dios nos amó tanto como para enviar a su Hijo a este mundo a salvarnos. Aun cuando no valíamos nada, Jesucristo vino a nacer entre nosotros, y vivió una vida perfecta, resistiendo todas las tentaciones que el diablo le puso en su camino, y manteniéndose alejado de todo pecado. Y todo eso lo hizo por usted, por mí, y por cada uno de los seres humanos de todos los tiempos. Pero hay más todavía, mucho más. Jesús permitió que lo arrestaran, lo golpearan, le dieran latigazos, y lo crucificaran. Y no se le ocurra pensar ni por un momento que algo o alguien lo habría mantenido en la cruz si él no lo hubiera permitido. No, Jesús se dejó sacrificar porque sabía que tenía que morir la muerte que nos correspondía a nosotros para que, un día, cuando nos tengamos que presentar ante el trono de Dios para ser juzgados, por su sacrificio podamos ser declarados inocentes de todas nuestras culpas.
Entonces, ¿son intercambiables todas las religiones? Fíjese bien, porque por más que busque, no va a encontrar otra religión en la que el Hijo de Dios pague el precio del rescate por las almas pecadoras. Sólo en el cristianismo uno escucha cuánto Dios amó al mundo que dio a su único Hijo para que todo aquél que en él crea no se pierda, sino tenga vida eterna. Dios envió a su Hijo al mundo no para condenarnos, sino para salvarnos. Él es la razón por la cual debemos ‘darle gracias… servirle y obedecerle’. Sí, mi amigo, no todas las religiones son iguales. No todas predicamos ni creemos en las mismas cosas. La verdad existe, así como también existe lo correcto y lo incorrecto, y el bien y el mal; porque no todo el mundo está matizado de gris.
Como dijo Moisés hace miles de años: «Hoy pongo al cielo y a la tierra por testigos contra ti, de que te he dado a elegir entre la vida y la muerte, entre la bendición y la maldición. Elige, pues, la vida, para que vivan tú y tus descendientes. Ama al Señor tu Dios, obedécelo y sé fiel a él…».
Si de alguna forma podemos alentarle a serle fiel a Jesús, el Señor crucificado y resucitado, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.