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PARA EL CAMINO
TEXTO: 2 Corintios 5:16-21
2 Corintios 5, Sermons: 3
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.
«Entre ellos no se hablan. Pero ¿por qué? Si yo siempre los veía juntos, ¿qué les pasó?» Este brevísimo diálogo entre dos amigos que te estoy refiriendo, estimado oyente, no fue algo que escuché recientemente, ¡sino algo que escucho todo el tiempo! Me animo a pensar que tú también habrás escuchado esas palabras de asombro entre miembros de tu familia o entre tus amistades. Tal vez, tú mismo viviste o estás viviendo en este momento una situación en la que se cortó una amistad o un lazo familiar que produjo una situación tensa. Los rencores, el guardarse la rabia y la frustración, en vez de desaparecer, solo se agigantan con el paso del tiempo, y se alimenta en nosotros esas ganas de venganza, aunque más no sea apartándonos del otro o simplemente ignorando al otro, a veces despectivamente.
En las Sagradas Escrituras encontramos historias de familias que se destrozaron por los celos, la envidia, las mentiras y el enojo. En el libro de Génesis tenemos la historia de un par de mellizos que tuvieron conflictos entre ellos bien pronto en la vida. Son los nietos de Abrahán, el padre de la fe, el primero que fue llamado por Dios para comenzar un pueblo en lo que se dio en llamar la Tierra Prometida. Esos nietos, Jacob y Esaú, fueron un poco salvajes en la forma en la que se trataron, y las cosas terminaron tan mal que uno tuvo que huir con toda su familia hasta encontrar un lugar seguro donde vivir lejos de su hogar paterno. Mientras estuvieron distanciados, los rencores crecían, el resentimiento se agigantaba y los miedos inundaban a uno de ellos. Pero un día se reencontraron, con las emociones a flor de piel, terminaron llorando abrazados y felices por el reencuentro. Esta es una de las historias bíblicas de la reconciliación entre los miembros de una familia. Esta reconciliación, ejemplifica, un poco lo que nos enseña el pasaje que nos ocupa hoy.
San Pablo nos explica que los creyentes ya no vemos al otro, a nuestro prójimo, desde la perspectiva humana. Es una forma de decir: de una manera superficial. Desde esa perspectiva, generalmente vemos al otro en toda su miseria, con sus debilidades y sus limitaciones. De ahí es donde surgen todos los chismes. Porque en realidad, si queremos encontrar alguna cosa desprolija en la vida de los demás, la vamos a encontrar sin tener que buscar mucho. San Pablo no miraba a los demás desde su óptica, considerando solo la apariencia, la edad, la educación o la posición social. Tampoco veía a la gente como objetos a ser manipulados, como, por ejemplo: «Esta persona tiene un puesto muy alto en el gobierno, nos podría ser muy útil en la iglesia. Esta otra persona tiene muchos dones y mucho tiempo libre, nos vendría muy bien para ayudarnos en nuestras obras de asistencia social.»
Si no tenemos que mirar así a las personas, entonces, ¿cómo debemos verlas? Pablo lo hizo desde la perspectiva de la obra de Cristo. La muerte de Cristo es la muerte de las personas, y la resurrección de Cristo es la resurrección de las personas. Esa es exactamente la explicación del Bautismo cristiano. San Pablo nos enseña a ver a los demás como los ve Dios: perdidos, hundidos, desesperados, vulnerables, necesitados, indefensos, condenados. San Pablo, al verlos así quiere comunicarles el evangelio. El mismo Pablo se pone como ejemplo. Él había considerado a Jesús desde el punto puramente humano. Por eso lo rechazó en un principio, porque ese Cristo no cumplía con sus expectativas. Desde la perspectiva humana, la muerte de Jesús fue su derrota. Pablo no entendió la perspectiva divina, la muerte expiatoria que lo beneficiaba a él y a todo el mundo.
¿Cómo miramos a las personas? ¿Con los ojos misericordiosos de Dios o con nuestros ojos criticones? ¿Cómo quieres que Dios te mire? Mira lo que Dios ha hecho para vernos de una manera cariñosa: nos convirtió en una nueva creación. El Bautismo marca el inicio de esa nueva creación. En su carta a los Romanos, San Pablo dice que «Por el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, para que así como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Romanos 6:4).
Y ahora que estamos en una vida nueva, que somos una nueva creación, ¿qué cambió? ¿Qué queda atrás? Todo lo que nos ahogaba, lo que nos convertía en amargados, en desesperados y ciegos a la gracia de Dios. Ahora tenemos una nueva forma de pensar, una nueva perspectiva de esperanza eterna. También hay una nueva forma en que Dios nos mira: no somos más culpables. ¡Qué cambio tan impresionante en la vida! ¿Cómo hizo Dios todo eso?
Así como Dios fue el autor de la primera creación, que nosotros arruinamos, Él es también el autor de la nueva creación. ¿Cómo lo hizo? Nos reconcilió mediante Cristo. En la primera creación, la parte activa de Dios fue su Palabra. En esta segunda y nueva creación la parte activa de Dios fue su Palabra encarnada. Esa palabra encarnada se expresó con acciones, con la Cruz, con la resurrección. Ese fue el lenguaje corporal de Dios que se expresó sin retaceos.
En Cristo, Dios nos reconcilió consigo mismo. ¿Por qué? Porque estábamos peleados con Dios. Porque de nuestra parte, esa situación era irreconciliable. Piensa, en nuestras relaciones en familia y amistades, ¿por qué nos cuesta reconciliarnos? Porque guardamos rencor. Los rencorosos hacemos la vida imposible. Hay personas que se resienten muy fácilmente, hay otros que disimulan sus sufrimientos. ¿Por qué nos resentimos? ¿Nos resentimos con Dios? Es muy posible que a veces nos resintamos con Él porque permitió la muerte de nuestro pequeño niño, o permitió que nuestro amigo quedara inválido… invocamos mil sinsabores para disimuladamente estar contrariados con Dios. El resentimiento es, en definitiva, una reacción a nuestra ceguera espiritual. Vemos a Dios y a su Hijo Cristo desde el punto meramente humano, limitado, y de acuerdo a nuestras expectativas.
¿Qué hace falta para que entre nosotros rencorosos y resentidos encontremos la reconciliación? La única forma en que una pareja, o amigos o hermanos, o compañeros de escuela o de trabajo se reconcilien es cuando una de las dos partes da el primer paso en perdonar. No hay ningún otro camino. No hay negociación ni término medio. Uno tiene que perdonar. Qué interesante que generalmente el que da el primer paso no es necesariamente el que tiene mayor culpabilidad, el que está resentido porque está enquistado en su dolor.
Dios no fue el culpable de nuestra caída en pecado. En amor cuidó de hacernos una advertencia. Pero no escuchamos, y nos escondimos de Él. ¿Estoy describiendo a Adán y a Eva? Sí, y también a cada uno de nosotros, porque el rencor y el resentimiento son muestras de nuestro pecado heredado. Pero aquí está lo magnífico de ver a Dios con ojos espirituales, con los ojos de la fe. Vemos que Dios dio el primer paso. Envió a su Hijo, Jesús, quien obró la redención. Sin Cristo no hay nada, ni regeneración, ni restauración, ni nueva creación. Dieciocho veces el apóstol Pablo emplea la expresión «en Cristo» en sus dos cartas a los Corintios. No hay ninguna otra forma de estar en paz con Dios, sino mediante la obra de Cristo: Su pasión, su obra de cargar nuestro pecado para quitar de sobre nosotros el castigo de nuestra desobediencia.
Por esa obra de Cristo, y mediante el poder y la iluminación del Espíritu Santo, podemos vernos a nosotros mismos y a los demás desde otra perspectiva. Como nueva creación tenemos ahora la perspectiva de la Cruz y de la tumba vacía. Insistentemente San Pablo afirma que «esto proviene de Dios». Nos vino de afuera, de arriba, literalmente. San Pablo describe esta obra de Dios con la palabra reconciliación. Cinco veces usa esta palabra en nuestro texto. Reconciliar quiere decir, etimológicamente, «cambiar». Se usó «cambiar» para el intercambio de monedas, el intercambio de valores equivalentes en los negocios. Luego se usó en el cambio en las relaciones entre las personas, el cambio de una relación hostil a una relación pacífica y amistosa.
En este capítulo 5 de la segunda Carta a los Corintios, la relación es entre Dios y el resto del mundo. Nosotros, los seres humanos, fuimos los que rompimos la relación amorosa que Dios pretendió para toda la raza humana. En su carta a los Romanos San Pablo lo expresa así: «Cuando éramos enemigos de Dios fuimos reconciliados con Él» (Romanos 5:10). Así, una vez más se nos reafirma, Dios tomó la iniciativa y nos cambió de enemigos a amigos. Nos reconcilió consigo mismo.
Nuestro estatus como humanidad necesitaba cambiar porque había antagonismo entre nosotros y Dios. El rencor y la rabia apretaban nuestro corazón y no podíamos ver nada espiritualmente, ¡no veíamos más allá de nuestras narices! Estábamos enemistados con Dios, pero Dios, que siempre da el primer paso, se reconcilió con nosotros. Aquí está lo sublime: Él no nos ofendió, Él no creó el problema, Él no se apartó de la raza humana –ni siquiera por un momento–, Él no nos ladeó la cara ni se tapó los oídos para no escucharnos. Sin que lo pidiéramos, envió a Jesús. Puso sobre Él todos nuestros pecados y con su muerte en la Cruz destruyó la maldición que pesaba sobre nosotros. Al final de nuestro texto San Pablo dice: «Al que no cometió ningún pecado, por nosotros Dios lo hizo pecado, para que en Él nosotros fuéramos hechos justicia de Dios«. Este fue el gran intercambio de valores. A Cristo le entregamos nuestro odioso pecado y Él nos entregó su santidad.
Una y otra vez San Pablo nos anima: «Sean reconciliados con Dios». Así, nos llama al arrepentimiento, a confiar en la obra sacrificial de Cristo. Esto trae un beneficio personal que nos abre las puertas a la vida eterna en gloria, pero también un sacrificio comunal, porque los reconciliados somos llamados a llevar el mensaje de la reconciliación a quienes nos rodean. Literalmente San Pablo dice: «A nosotros [Dios] nos encargó el mensaje de la reconciliación. Así que somos embajadores en nombre de Cristo, y como si Dios les rogara a ustedes por medio de nosotros, en nombre de Cristo les rogamos: «Reconcíliense con Dios».
¿A quiénes encargó Dios? A Pablo y a Timoteo y a todos los apóstoles y, en definitiva, a todos los creyentes. Fuimos reconciliados para estar bien con Dios, y para que ahora, con los ojos de la fe, veamos a nuestro prójimo y a su necesidad de recibir la reconciliación que Dios obró en Cristo. Los reconciliados traemos la reconciliación a los otros que todavía viven con angustia de conciencia, que solo conocen a un Dios enojado y castigador. Es nuestra loable y maravillosa tarea traer la reconciliación a aquellos que están esclavizados por sus pecados y que no tienen «la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento» (Filipenses 4:7).
Estimado amigo, Cristo viene a ti en buena voluntad para hacer el gran cambio en tu vida, para que tú le expongas tu dolor, tus inquietudes, y tu insuficiencia espiritual. Es mi oración que la reconciliación que Cristo obró por ti te reafirme en la fe y en la esperanza de la vida eterna, y te anime a ser un embajador extraordinario para traer en nombre de Dios la reconciliación entre aquellos que te rodean. Te invito también a que, si tienes oportunidad, participes de la reunión semanal de creyentes para escuchar la Palabra de Dios y celebrar la Santa Comunión. Y si quieres más información sobre la obra de Cristo por ti, a continuación, te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.