PARA EL CAMINO

  • Gracias a la vida

  • mayo 31, 2020
  • Dr. Leopoldo Sánchez
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Juan 7:37-39
    Juan 7, Sermons: 3

  • El Dios de Israel, y de todos los pueblos, es el único salvador que bondadosamente suple nuestra más profunda necesidad emocional y espiritual. Dios es el gran manantial de aguas vivientes que salva a todo moribundo sediento de perdón y reconciliación, protección del mal, amor y comunidad, aceptación y hospitalidad, paz y reposo-en fin, sediento de vida abundante.

  • Una de las canciones latinoamericanas más famosas de la historia es «Gracias a la vida,» composición de la folclorista y activista chilena Violeta Parra (1917-1967). La canción es un tributo a la vida, un tipo de himno de acción de gracias en el que la cantautora agradece todos los dones que ha recibido durante su existencia. Cada estrofa empieza con las palabras, «Gracias a la vida que me ha dado tanto.» La cantante da gracias por sus hijos, su amado, el oído y el sonido, el abecedario y las palabras pensadas y declaradas, la marcha de la vida, el corazón agitado y el fruto del cerebro humano, la risa y el llanto, la dicha y el quebranto, y el canto que comparte con todos sus semejantes igualmente agradecidos.

    Recoge la cantante el sentir de un alma agradecida por tantas experiencias vividas, lo bueno y lo malo, la risa y el llanto. La canción fue compuesta en 1966, solo un año antes de su trágica muerte por suicidio en la ciudad de Santiago de Chile. Por ello, algunos han interpretado la canción como una triste nota de suicidio, un triste adiós a la vida «que me ha dado tanto.» Algunos se han preguntado, ¿cómo es posible cantarle tan bellamente a la vida y luego quitársela tan trágicamente? ¿Cómo entender esta dolorosa paradoja, su sentido trágico? En realidad, no hay respuesta lógica que satisfaga a nadie. No tiene sentido.

    A la luz de los dolores y sinsabores que nos da la vida, «Gracias a la vida» no es solo un himno a la vida en sí, sino también un llanto del alma que clama por la plenitud de la vida. La canción manifiesta la necesidad profunda de todo ser humano, su deseo de llenar el vacío que siente de una u otra forma en algún momento de su vida. Es un tipo de vacío que no llenan las cosas materiales, una necesidad que no suplen nuestros logros y éxitos. Se trata de algo más profundo y duradero. Todos tenemos sed de esa vida perdurable que ni el pecado, ni el mal, ni la muerte puede extinguir.

    En la antigüedad, el pueblo de Israel experimentaba y expresaba su esperanza en la plenitud de la vida haciendo uso del lenguaje del agua. Después de todo, ¿quién puede vivir sin agua? El agua es el símbolo por excelencia de la vida. Dios es la fuente de la vida de Israel. Esclavos sedientos en un Egipto desértico, Dios salva a su pueblo Israel en un gran éxodo, y lo hace mediante las aguas del Mar Rojo (Éxodo 14:26-31). Durante su peregrinaje por el desierto de Sinaí, nos dice la Biblia que «Dios partió la peña, y fluyeron aguas que corrieron como ríos por el desierto«, saciando así la sed de Israel (Salmo 105:40-41).

    Un profeta de nombre Ezequiel tiene una visión de la plena provisión de Dios, quien desde su santo templo dará vida a su pueblo y a todo ser viviente en una nueva creación. Dice Ezequiel: «… y vi que por debajo del umbral del templo salía agua… Todos los seres vivos que naden por donde entra la corriente vivirán… ¡Todo lo que entre en este río vivirá!» (Ezequiel 47:1, 9).

    En un cántico de acción de gracias, el profeta Isaías habla de un día futuro en que Dios revelará su salvación a todos los pueblos de la tierra. Será un nuevo éxodo en el que Dios librará a todos los seres humanos de la esclavitud al pecado y a la muerte. Será un día de gran fiesta en que todos cantarán alabanzas al Salvador. Dice el profeta que en ese día «con gran gozo sacarán ustedes agua de las fuentes de la salvación» (Isaías 12:3).

    Otro profeta, de nombre Zacarías, nos dice que en un futuro, en aquel día, el Señor reunirá a todas las naciones en la ciudad de Jerusalén, lugar de la presencia de Dios en el templo. Desde Jerusalén, nos dice el profeta: «brotarán aguas vivas . . . lo mismo en verano que en invierno» (Zacarías 14:8).

    Todas estas imágenes nos dirigen a Dios como la fuente de la vida ahora y siempre, el gran manantial de aguas vivientes que salva a todo moribundo sediento de perdón y reconciliación, protección del mal, amor y comunidad, aceptación y hospitalidad, paz y reposo—en fin, sediento de vida abundante. El Dios de Israel y de todos los pueblos, es el único salvador que bondadosamente suple nuestra más profunda necesidad emocional y espiritual.

    En tiempos de Jesús, los judíos seguían la tradición de conmemorar el Éxodo de Egipto de varias formas, dando gracias a Dios especialmente por su provisión y protección a través de la larga y ardua travesía de Israel por el desierto camino a la tierra prometida. En una de esas fiestas anuales, la de los Tabernáculos, el pueblo recordaba que Dios habita fielmente entre su pueblo, haciéndose presente de forma generosa y salvadora como lo hizo en el antiguo tabernáculo portátil que acompañaba al pueblo de Israel en su travesía por el desierto de Sinaí. Para esa festividad, los judíos peregrinaban a la ciudad de Jerusalén y vivían en tiendas temporales, para así recordar en sus tiempos de abundancia aquellos días duros por los que pasaron sus antepasados en el desierto.

    Tomando siempre en cuenta la posibilidad aterradora de una sequía inesperada de verano, esta fiesta de otoño servía como ocasión para dar gracias a Dios por la cosecha de ese año y pedirle que enviara abundantes lluvias para asegurar una buena cosecha. Durante los siete días de la fiesta los sacerdotes, con vasija de agua en mano sacada de una piscina cercana al templo, hacían procesión hacia el templo y desfilaban alrededor del altar. Todos estos rituales estaban preñados de simbolismo. Su mensaje era el mismo: Dios habita o arma su tienda entre su pueblo, como lo hace en el templo, para ser su fuente de vida. De su ser divino brotan ríos de agua viva para los seres humanos. Como lluvia del cielo que sacia al sediento y da buena cosecha, todo lo que Dios toca con sus aguas dará fruto para vida eterna.

    El último día de la fiesta de los Tabernáculos, el día más importante de la festividad, Jesús se pone de pie y a viva voz dice: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí. Como dice la Escritura, de su interior [es decir, del interior de Jesús] correrán ríos de agua viva» (Juan 7:37-38) (traducción libre). ¿Qué nos quiere decir Jesús con estas osadas palabras? Nos está invitando a ver las cosas como son; es decir, nos está llamando a entender la realidad con los ojos de la fe, desde la perspectiva de Dios. Nos está abriendo los ojos del alma para adaptarnos a una gran sorpresa, un gran regalo y bendición del Padre celestial. Nos hace ver que, con la llegada del enviado de Dios al mundo, todas las esperanzas de provisión y salvación que Israel haya vivido y expresado durante su historia han llegado a su cumplimiento.

    Ya no hay que partir una peña en el desierto para buscar agua que sacie la sed. Ahora Jesús es la roca de la salvación y quien cree en él nunca más tendrá sed. Ya no hay que nadar a las aguas que salen del umbral de un templo para ser partícipes de una nueva creación. Ahora Jesús mismo, Dios en la carne, es el templo viviente de Dios en el mundo. Todo el que vive en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas han pasado, todas son hechas nuevas. Ya no hay que sacar agua de una piscina para gozar de bendiciones divinas.

    En una ocasión, Jesús le pide a una mujer samaritana que le dé agua para beber de un pozo muy atesorado por su pueblo, un pozo que por tradición le había pertenecido al patriarca Jacob. Luego, Jesús le dice a la mujer que él le puede dar agua viva. La mujer le pregunta: «Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados?» Jesús le respondió: «Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás» (Juan 4:12-14). El agua viva no vendrá de un pozo sino del mismo Jesús, porque él es el manantial de quien corren ríos de agua viva. El profeta Zacarías profetizó que estas aguas brotarían desde Jerusalén en verano y en invierno, y es precisamente en el templo de Jerusalén que Jesús proclama ser la fuente de los ríos de agua viva. De su ser brotan aguas que dan buen fruto aún en los desiertos más áridos de la vida. En definitiva, todo lo que los salmos y los profetas tienen que decir acerca de las aguas, cómo Dios las usa para nuestro bien espiritual, llega a su plenitud con la venida de Jesús.

    Nos queda preguntarnos, entonces, en qué consiste esta refrescante agua de salvación que brota de Jesús, esta lluvia bendita que viene del cielo, estos ríos de agua viva que dan fruto abundante y duradero a todos los que ponen su confianza en Jesús. El apóstol Juan no nos deja con dudas. Se pronuncia de manera clara, diciendo: «Jesús se refería al Espíritu que recibirían los que creyeran en él» (v. 39a). El Espíritu Santo, el Señor y dador de vida que procede del Padre y del Hijo, es el agua vivificante que fluye de Jesús. Es el don de Dios que Jesús le promete a la mujer samaritana y a todo el que crea en él como el Hijo de Dios.

    En el evangelio de Juan, Jesús es el enviado de Dios sobre quien desciende y permanece el Espíritu (Juan 1:33). Pero Jesús no solo tiene el Espíritu, sino que también lo otorga a los seres humanos. Jesús nos da el Espíritu que viene de sí mismo, para que también habite en nosotros. Por eso le explica a la mujer samaritana que «el agua que yo le dare» al que crea en él «será en él [es decir, en el creyente] una fuente de agua que fluya para vida eterna» (Juan 4:14b). Y a todos los que le escuchan en la fiesta de los Tabernáculos en Jerusalén les dice algo similar: «Del interior del que cree en mí, correrán ríos de agua viva» (Juan 7:38). En otras palabras, el agua vivificante que fluye de Jesús es dada gratuitamente para que también fluya en sus discípulos, en nosotros, en su iglesia.

    ¡Qué generosidad! Jesús, el portador por excelencia del Espíritu, también es el dador del Espíritu. Esa es la buena nueva que celebramos en este día de Pentecostés: Jesús da el Espíritu Santo a todos los que creemos en él, y lo hace sin que lo merezcamos. Nos lo da como regalo, por pura gracia. ¿Pero con qué propósito? Para que hablemos palabras de vida a un mundo sediento del Espíritu de Dios. Nos envía al mundo con el poder de su Espíritu Santo para proclamar palabras de vida eterna, el perdón de los pecados y la promesa de la resurrección a quienes están sedientos de esperanza en un mundo lleno de dolor y muerte. Y lo hace con estas palabras: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes perdonen los pecados, les serán perdonados . . .» (Juan 20:22b). Jesús nos otorga su Espíritu Santo para que escuchemos y proclamemos palabras de vida a quienes están sedientos de perdón y reconciliación. Como bien lo dice Jesús en uno de sus discursos a la multitud: «el que en mí cree, no tendrá sed jamás» (Juan 6:35b), «y ésta es la voluntad de mi Padre: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo lo resucitaré en el día final» (v. 40).

    En este día de Pentecostés demos gracias a Jesús quien, por su don del Espíritu, nos ha dado vida eterna, promesas certeras de perdón y resurrección para recibir y compartir. Hoy Jesús está presente entre nosotros, pues ha hecho de nuestros corazones su tabernáculo permanente por la morada de su Espíritu Santo en nuestro ser. Llenos de su Espíritu Santo, Señor y dador de vida, podemos cantar con toda certeza y felicidad, ¡gracias a la vida que me ha dado tanto!

    Si de alguna manera podemos guiarte al manantial de donde corren ríos de agua viva, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones.