PARA EL CAMINO

  • Identidad equivocada

  • enero 24, 2010
  • 10
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Lucas 4:22

  • En los comienzos del ministerio de Jesús, luego de que fuera bautizado en el río Jordán, los habitantes de Nazaret se pusieron a analizar a Jesús, y se preguntaron el uno al otro: «¿Es él el Mesías?

  • Les voy a contar una historia acerca de una identidad equivocada. Ludovico Nobel fue quien diseñó el primer buque para transportar petróleo, y también quien tuvo la idea de llevar el petróleo a través de cañerías. Fue tal el éxito que en determinado momento tuvo, que su compañía llegó a ser responsable por el 50% de la producción mundial de petróleo.

    Pero además de ser un brillante hombre de negocios e inventor, Ludovico también fue un humanitario. Los empleados de sus fábricas trabajaban 10 horas y media (y no las 14 horas que eran normales en esa época), y en sus fábricas había espacios para que los empleados pudieran descansar y entretenerse. Tan generoso era, que hasta llegó a compartir las ganancias de la compañía con sus empleados -un concepto que no se conocía por los años 1800.

    Cuando Ludovico murió en la ciudad francesa de Cannes en el año 1888, gran parte del mundo lamentó la pérdida de un gran hombre. En algunos lugares no se supo de su muerte hasta mucho tiempo después, ya que un reportero de una agencia de noticias en vez de publicar su obituario, cometió el error de publicar el obituario de Alfredo Nobel, el hermano menor de Ludovico.

    Los titulares en los periódicos leían: «Ha muerto el mercader de la muerte». Como se podrán imaginar, un titular así atrajo la atención de muchos, entre los cuales se encontraba el mismo Alfredo, quien llegó así a leer su propio obituario. Muchas de las cosas que se decían en el mismo no le gustaron a Alfredo, que era el inventor de la dinamita. Después de todo, ¿ a quién le gustaría ser descrito como «el hombre que se volvió rico al encontrar la forma de matar más personas más rápido que nunca antes»?

    Lo más probable es que haya sido al leer su obituario, un caso de identidad equivocada, que Alfredo Nobel decidió crear los premios que llevan su nombre. Seguramente pensó que sería mucho mejor ser recordado por entregar anualmente el ‘Premio de la Paz’, que ser llamado ‘asesino de masas’ y ‘comerciante de guerra’.

    Casi todos hemos escuchado casos de identidades equivocadas en historias de asuntos judiciales, cuando alguien es sentenciado por un crimen y luego meses, años, o décadas más tarde, se descubre que es inocente. Afortunadamente, esa clase de confusión es relativamente escasa. Sin embargo, en nuestras vidas nos encontramos con identidades equivocadas bastante a menudo. Aquí va un ejemplo muy conocido: ¿cuántas veces ha usted votado por alguien por su honestidad, por su visión para el futuro, porque prometía bajar los impuestos y mejorar el estándar de vida? ¿Cuántos de ustedes han votado por una persona así para luego descubrir que, una vez elegida, esa persona resultó ser tan mala como la que no votaron? Ese es un caso de identidad equivocada. Ustedes pensaron que esa persona era luchadora, honesta, en fin, una bocanada de aire fresco. Pero no resultó ser así.

    Jesús también tuvo algunas serias dificultades con la identidad equivocada. En el cuarto capítulo del evangelio de Lucas se nos dice lo que ocurrió en los comienzos del ministerio de Jesús. El ministerio público de Jesús apenas había empezado, luego de que fuera bautizado por su primo Juan en el río Jordán. Después de eso, Jesús desapareció por más de un mes en el desierto enfrentando las tentaciones del demonio. Esto fue seguido por el milagro con el cual él convirtió agua en vino, y luego con la elección de sus discípulos.

    Aun cuando Jesús tenía relativamente poco tiempo ejerciendo su ministerio, sus enseñanzas y obras milagrosas ya le habían dado una sólida reputación. Los discípulos estaban complacidos con su nuevo estatus, y las multitudes lo seguían, ansiosos de oír cada palabra que saliera de su boca. Las cosas se veían muy bien para el ministerio de Jesús. La emergente popularidad de Jesús tampoco escapaba a los ojos de los curiosos y los observadores, de la Cámara de Comercio, y de la Oficina de Control de Negocios de Nazaret. Los ciudadanos de su tierra natal, el lugar donde había pasado sus años formativos, decían: «Lo conocí cuando era un niño pequeño»; «Yo le cambié los pañales»; «Nosotros lo ayudamos en sus comienzos… no es que nos deba todo a nosotros, pero no haría mal que regresara y nos demostrara un poco de agradecimiento. ¿Verdad?»

    De hecho, el regresar a su tierra natal estaba en la lista de Jesús, y no pasó mucho tiempo hasta que Jesús volvió a Nazaret. Debe haber sido un gran día. Si María era como la mayoría de las madres de toda época, seguramente habrá preparado una gran cena con todos los platillos favoritos de Jesús. Por supuesto que la Biblia no dice que eso haya ocurrido ni tampoco que María haya invitado a los hermanos y hermanas de Jesús para celebrar en familia. Sólo estoy imaginando lo que quizás haya hecho. Lo que la Biblia sí dice es que Jesús retornó a su casa en Nazaret, donde fue calurosamente recibido.

    Entonces llegó el sábado, el día de reposo. Jesús, tal como era su costumbre, fue a la sinagoga. Cuando entró, casi se puede oír al comité de bienvenida decir: «Jesús, qué bueno verte. Se ha corrido la voz que estás de visita, por lo que estamos seguros que, a menos que haya un partido de fútbol, hoy vamos a tener una gran multitud aquí. Tus compañeros de estudios, la familia de tus amigos, las autoridades de la comunidad, todos van a venir. Ya que vendrán a verte a ti y no a nosotros, ¿nos harías el honor de hacer las lecturas y de predicar? Jesús accedió, así es que le dieron los rollos de pergamino con la Palabra de Dios. Deliberadamente y con respeto, Jesús los abrió y se puso a leer del libro de Isaías (61:1-2a): «El Espíritu del SEÑOR omnipotente está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a sanar los corazones heridos, a proclamar liberación a los cautivos y libertad a los prisioneros, a pregonar el año del favor del SEÑOR.»

    Seguramente la multitud habrá sonreído ante la elección de Jesús. Esas palabras se referían al Mesías. Jesús dijo que estaba viniendo para dar buenas noticias al pobre, y ¿qué mejores noticias para el pobre que la promesa de riqueza y afluencia? ¿Dijo que daría libertad a los cautivos? Eso tenía que significar que los liberaría de la opresión romana. Por supuesto, cuando él tome el poder va a necesitar gente para conducir el país, por lo que lo natural es que nos llame a nosotros. ¿A quién más le pediría? Y, ¿qué fue eso último que Jesús dijo acerca de que iba a dar vista a los ciegos? ¡Eso es bueno!, Si hace algunos milagros de curación aquí así como lo ha hecho en otros lugares, todo el mundo se va a venir para acá.

    Vamos a necesitar una autopista; tendremos que construir hoteles, restaurantes, y una clínica; no, mejor un hospital, un gran hospital. La mente de los habitantes de Nazaret se había disparado; sus corazones galopaban de emoción ante tantas buenas noticias. Jesús, que había leído y predicho como nadie jamás había escuchado, iba a poner a Nazaret en primera plana; él se aseguraría que su buque anclara en ese puerto.

    Y fue entonces cuando los habitantes de Nazaret se pusieron a analizar la situación, le dieron a Jesús una segunda mirada, y se preguntaron el uno al otro: «¿Es él el Mesías? ¿Entendimos bien? Es cierto que conocemos bien a su familia y que son muy buena gente y muy trabajadores, pero no son exactamente materia para un Mesías.» Y siguieron analizando la situación: «¿Cómo es que Jesús va a sacarnos de encima a los romanos? ¿Con ese puñado de pescadores ignorantes, agitadores políticos y cobradores de impuestos?»

    Y así fue como los habitantes de Nazaret cambiaron de opinión y, en otro caso de identidad equivocada, uno a uno se volvieron en contra de Jesús. Jesús les dijo que el Mesías había venido para otros pueblos, para personas que no eran de Nazaret o Galilea, ni descendientes de Abraham. Cuando le escucharon decir eso, muchos se pusieron furiosos. Puedo imaginar lo que ocurrió, pero el evangelista Lucas lo dice mejor. Él escribió (Lucas 4:28-29): «Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron. Se levantaron, lo expulsaron del pueblo y lo llevaron hasta la cumbre de la colina sobre la que estaba construido el pueblo, para tirarlo por el precipicio.»

    Y esa fue la última vez que Jesús les habló a los habitantes de Nazaret. Nunca más regresó para hablarles del amor de Dios ni para decirles que él, el Hijo de Dios, había sido enviado para tomar el lugar de cada uno de ellos. Ellos nunca presenciaron sus milagros. Sus ciegos nunca vieron, sus paralíticos nunca caminaron, sus sordos nunca oyeron, sus leprosos nunca fueron sanados ni regresaron a sus hogares. Jesús nunca les dijo que iba a dar su vida para que ellos pudieran ser perdonados de sus pecados y ser salvos. Ellos nunca oyeron de sus labios cómo el Padre celestial estaba usándolo a él para liberarlos del pecado, el demonio, y la muerte. Sus corazones nunca fueron aliviados de los pecados que tanto pesan, apabullan, y entorpecen la vida.

    En un caso de identidad equivocada, ellos casi habían visto al Salvador, casi habían creído en el Mesías, casi habían seguido al Redentor… casi, porque en su lugar sólo vieron a Jesús, al pequeño hijo del carpintero José que corría por las calles de Nazaret. El niño, el adolescente, el joven… pero nada más. Habían llegado tan cerca de la salvación, pero se les escapó de las manos. No, no es correcto lo que digo; en realidad ellos deliberadamente habían abierto las manos y la habían dejado caer. Habían abierto las manos y se las habían sacudido, arrojando a Jesús y todo lo que él había dicho, defendido, y tratado de hacer. Qué increíblemente triste debió haberse sentido Jesús ese día al pasar entre sus amigos y compañeros de infancia.

    Así de triste también debe sentirse hoy cuando pasa entre los millones que le dan la espalda. Es muy posible que usted conozca a alguno; ruego que usted no sea uno de ellos.

    Cuando Jesús habló a los habitantes de Nazaret, ellos juzgaban la verdad de sus palabras y su persona basándose en el Antiguo Testamento y en las profecías que en él se encontraban acerca del Mesías. Pero, ¿qué excusa tenemos hoy para dudar de él, cuando en las Santas Escrituras tenemos su historia completa? Cuando leemos la Biblia podemos ver cómo venció toda tentación, cómo cumplió cada mandamiento, y cómo fue traicionado, golpeado y condenado por crímenes que nunca había cometido. Tenemos los testimonios de testigos oculares de su muerte y de su victoriosa resurrección. Tenemos la sangre de los mártires que completaron su testimonio al preferir morir antes de negar lo que habían visto y oído.

    Pero a pesar de tanta evidencia, ¿qué dicen los críticos? Dicen que nosotros, los creyentes, somos víctimas de una identidad equivocada. Dicen que estamos equivocados en lo que creemos acerca de Jesús. Cuando miran a Cristo desde la distancia, dicen: «Jesús nunca dijo ser el hijo de Dios», y no saben que ese mismo Jesús dijo: «El Padre y yo somos uno.» Dicen que Jesús nunca resucitó físicamente de la muerte, pero ignoran al discípulo Tomás quien, luego de haber tocado las heridas en las manos y el costado de Jesús, no pudo dejar de exclamar con asombro y reverencia: «Mi Señor y mi Dios.»

    Los críticos de hoy tergiversan las palabras del Salvador. ‘Ese pensamiento Jesús lo robó de los persas’, dicen unos. ‘Esa idea nació de los hindúes’, reclaman otros. ‘Esas palabras nunca fueron pronunciadas por Jesús’, sostienen todavía otros. Éstas, y muchas otras cosas más se dicen acerca de Jesús, pero se olvidan que cada pensamiento, cada trozo de sabiduría que el mundo alguna vez poseyó y poseerá, ha tenido sus orígenes en la mente del Dios todopoderoso.

    El Señor viviente es quien dice hoy: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a pregonar el año del favor del Señor» (Lucas 4:18-19).

    Le pregunto: ¿qué hay de terrible, ofensivo, cruel, dañino, o equivocado en estas palabras, que el mundo se siente impulsado a callarlas? ¿Qué cosas tan repulsivas y atroces dice Jesús como para que la gente prefiera escuchar a cualquiera que lo niegue o denigre, en vez de escucharlo a él? ¿Qué hay de increíble o intolerable en la historia de la salvación de Jesús como para que la gente le haga oídos sordos, cuando están dispuestos a aceptar cualquier historia que cualquiera les cuente aun cuando no tenga ningún fundamento ni base histórica?

    En lo que respecta a la identidad de Jesús, no se confunda. Sin importar qué es lo que el resto del mundo pueda decir, Jesús sigue siendo el inocente Hijo de Dios que vino a este mundo para amarnos a usted, a mí, y a todas las personas sin distinción. Él nació amándonos, murió amándonos, y aún sigue amándonos. Para aliviarnos de nuestras penas y liberarnos de nuestros pecados, Jesús cargó con nuestras culpas. Él ocupó nuestro lugar ante la ley, recibió nuestro castigo, y murió por nosotros en la cruz.

    En lo que respecta a la identidad de Jesús, no se confunda. Él es el Cristo que ha abierto las puertas de la tumba oscura de la muerte y que nos muestra el camino a la vida eterna. No trate de regresarlo a la tumba. Jesús no es un fantasma que desaparecerá al llegar la luz del día. Jesús es el Hijo de Dios. Él es la luz del mundo.

    En lo que respecta a la identidad de Jesús, no se confunda. Él es hoy su Salvador, pero vendrá el día en que él será su juez.

    Si está confundido en lo que respecta a la identidad de Jesús; si está cansado de oír a quienes tratan de alejarlo de él; si está buscando respuestas, y de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén