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PARA EL CAMINO
Conozcamos un poco más acerca de la vida de Jesús a través del relato de Judas, uno de sus hermanos, autor de una breve carta del Nuevo Testamento.
Hola, soy Judas, un personaje poco conocido de la Biblia. No me confundan con Judas Iscariote, el discípulo que traicionó a Jesús. Yo soy el autor de una breve carta del Nuevo Testamento, donde me identifico como hermano de Santiago, a quien también se le conoce como Jacobo, quien fuera líder en la iglesia que surgió en Jerusalén. Nuestros padres fueron María y José, por lo que somos hermanos, o al menos ‘medio hermanos’, de Jesús. Para mí es muy importante confesar que Jesucristo es mi Señor y Salvador, porque no siempre lo consideré así.
Permítanme hacer un breve recuento de mi familia. María, mi madre, vivía con mis abuelos y tíos en Nazaret y, si bien era muy joven, estaba comprometida para casarse con mi padre, José. Pero un día se le apareció el ángel Gabriel y le dijo que Dios la había escogido para ser la madre de Jesús, el Mesías esperado. Ese anuncio la tomó de sorpresa: ¿cómo iba a ser madre, si aún no estaba casada y no había tenido relaciones con ningún hombre? Pero el ángel le dijo que ella iba a concebir por el poder del Espíritu Santo, que el Niño que iba a tener iba a ser verdadero hombre y verdadero Dios. Como ella no sólo conocía, sino que también creía en las promesas de Dios, no vaciló en responderle al ángel: «Aquí tienes a la sierva del Señor. Que él haga conmigo como me has dicho» (Lucas 1:26-38).
Se imaginarán que su embarazo causó un escándalo en todo el pueblo, al punto que mi padre, para protegerla, pensó en dejarla e irse secretamente de Nazaret. Pero un ángel se le apareció en su sueño y le amonestó a que se quedara con ella, diciéndole que el Niño que llevaba era Hijo de Dios. Siendo un hombre honrado y fiel a Dios, mi padre le hizo caso al ángel y se casó con mi madre. Mientras esto sucedía, el emperador mandó hacer un censo general, por lo que mi padre, que era oriundo de Belén, tuvo que emprender viaje hacia allá con mi madre embarazada. Es por esa razón que Jesús, el hijo primogénito de María, nació en Belén en la pobreza y la humildad de un establo (Lucas 2:1-7).
Si bien su nacimiento había sido anunciado por ángeles, quienes respondieron a la noticia fueron unos pastores que cuidaban sus ovejas en los campos cercanos a Belén. En aquellos tiempos, los pastores eran personas muy pobres y sin educación, por lo que se los consideraba como lo más bajo de la sociedad. Por eso es interesante que a ellos se les diera el privilegio de ser los primeros en enterarse del nacimiento de Jesús y así poder ir a adorarlo.
Mientras estaban en Belén, José y María y el niño Jesús tuvieron la visita de unos hombres sabios y poderosos que llegaron del Oriente guiados por una estrella. Estos sabios adoraron al Niño y le dieron presentes de mucho valor. Pero la presencia de esos hombres causó un gran revuelo en Jerusalén, la ciudad capital, ya que Herodes, el rey que gobernaba aquella región, se sintió amenazado con la noticia del nacimiento de un nuevo rey. Tal fue su locura y enojo, que mandó a sus soldados a buscar a todos los niños menos de dos años y matarlos (Mateo 2:1-18). Habiendo sido avisado por un ángel del peligro que corría el niño Jesús, José huyó con su familia al lejano país de Egipto, donde vivieron hasta la muerte del Rey Herodes.
Cuando Jesús tenía doce años, y siguiendo la costumbre de aquel entonces, José y María y Jesús viajaron de Nazaret, en el norte del país, hasta Jerusalén, en el sur, para celebrar la fiesta de la Pascua, una fiesta muy importante para el pueblo judío. Cuando los días festivos concluyeron, y ya estaban en el camino de regreso a casa, mis padres se dieron cuenta que Jesús no se encontraba en la caravana de personas, entre los demás familiares y peregrinos. Así es que, muy angustiados, regresaron a Jerusalén para buscarlo. Después de tres días lo encontraron en el templo, hablando con los eruditos judíos. Cuando mi madre le preguntó por qué había hecho eso, Jesús les respondió: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que tengo que estar en la casa de mi Padre?» Pero mis padres no entendieron lo que les decía. Aún así, Jesús regresó con ellos a Nazaret, donde «siguió creciendo en sabiduría y estatura, y cada vez más gozaba del favor de Dios y de toda la gente» (Lucas 2:41-52).
Hasta ahora, lo que les he contado acerca de Jesús, desde el comienzo, parece una novela con todo el drama, acción, peligro y suspenso de una interesante historia. Pero así fue. El plan de Dios incluía traer a su Hijo Jesús a este mundo, a nuestra realidad, para estar con nosotros en medio de todos nuestros problemas, complicaciones y desgracias. Desde su nacimiento, Jesús estuvo tanto con los más pobres, como con los más ricos y poderosos. Aun cuando a mí me fue difícil aceptar a mi medio hermano por lo que era, Dios sí tenía claro su propósito aquí en la tierra.
Años más tarde, cuando Jesús ya era hombre y estaba activo en su misión de predicar, sanar y hacer milagros, yo y el resto de mi familia tuvimos problemas aceptando a Jesús. Tanto nos preocupamos, que pensamos que sería mejor intervenir y llevar a Jesús de regreso a casa porque estaba haciendo cosas que ponían en peligro su vida (Marcos 3:6) y nuestra reputación como familia. En otras palabras, no nos pareció bien lo que Jesús estaba haciendo (Marcos 3:21). Creo que nosotros, al igual que otras personas, especialmente los líderes religiosos, creíamos que Jesús se excedía en lo que hacía, al punto que a veces hasta nos escandalizábamos (Mateo 13:53-58). Francamente, nos sumábamos a los que no creían en que él fuera el Hijo de Dios.
Poco a poco, la falta de fe en él se convirtió en envidia y celos por las cosas que era capaz de hacer, y por lo popular que se había vuelto. A tal punto llegamos en nuestros celos que, de manera sarcástica y sin muy buenos sentimientos, decidimos «aconsejarlo». Era una vez en que Jesús andaba por Galilea. No tenía ningún interés en ir a la región de Judea, porque allí los judíos buscaban la oportunidad para matarlo. Faltaba poco tiempo para la fiesta judía de los Tabernáculos que se celebraba en grande en la ciudad capital, Jerusalén, así que nosotros, sus hermanos, le dijimos: «Deberías salir de aquí e ir a Judea para que tus discípulos vean las obras que realizas, porque nadie que quiera darse a conocer actúa en secreto. Ya que haces estas cosas, deja que el mundo te conozca». Lo cierto es que ni siquiera nosotros, sus hermanos, creíamos en él, y en efecto estábamos indirectamente deseándole la muerte (Juan 7:1-5), sin saber, o quizás sin querer entender, que llegaría el momento en que Jesús iría a morir a Jerusalén.
Pero nosotros no fuimos los únicos que lo traicionamos. Uno de sus propios seguidores, Judas Iscariote, lo traicionó entregándolo a las autoridades a cambio de treinta monedas de plata. Y otro, llamado Pedro, lo negó tres veces diciendo que no lo conocía. Los líderes religiosos, al no poder encontrar de qué culparlo, lo entregaron a las autoridades romanas. Para acallar a la muchedumbre, y a pesar de no tener ningún cargo contra él, el gobernador Poncio Pilato mandó que lo azotaran. Los soldados, que habían tejido una corona de espinas, se la pusieron a Jesús en la cabeza y lo vistieron con un manto de color púrpura. «¡Viva el rey de los judíos!», le gritaban, mientras se le acercaban para abofetearlo. Pilato volvió a salir de su palacio para hablar con la multitud que se había aglutinado para ver los acontecimientos. «Aquí lo tienen» dijo a los judíos. «Lo he sacado para que sepan que no lo encuentro culpable de nada.» Pero tan pronto como lo vieron, todos gritaron a voz en cuello: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» «Pues llévenselo y crucifíquenlo ustedes,» replicó Pilato. «Por mi parte, no lo encuentro culpable de nada» (Juan 19:1-6).
Pero aún así, se cumplió la voluntad de la multitud: Jesús fue llevado al Gólgota, al lugar llamado la Calavera, el Calvario, donde los soldados romanos lo clavaron a una cruz. María, nuestra madre, una tía y otras mujeres, estaban allí con él (Juan 19:25-30). Ellas, junto a Juan, uno de los discípulos de Jesús, presenciaron su muerte. En medio de su agonía, Jesús pronunció las palabras que más impacto tuvieron más tarde en mi vida: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). Ninguno de nosotros entendíamos las razones de su muerte. Reinaba la confusión y el miedo. Pero en medio de esa confusión, un soldado romano vio todo con mucha claridad. Él fue quien dijo: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios» (Mateo 27:54).
Tres días después nos llegó una noticia alarmante: el cuerpo de Jesús no estaba en la tumba donde había sido puesto. Las mujeres dijeron que unos ángeles habían anunciado que Jesús había resucitado, pero para mí fue imposible de creer, porque cuando alguien muere, muerto está. Sin embargo, nos quedamos atónitos cuando Santiago nos dijo que Jesús se le había aparecido y había hablado con él (I Corintios 15:7). El testimonio de Santiago me convenció que Jesús, nuestro hermano, a la verdad era el Hijo de Dios, el Salvador del mundo.
Unos cuarenta días más tarde, cuando celebrábamos la fiesta de Pentecostés, nuestra madre María y el resto de mis hermanos y yo nos sumamos al creciente número de creyentes (Hechos 1:14), perseverando unánimes en oración, todos en un mismo espíritu. En los años siguientes, Santiago llegó a ser un importante líder en la iglesia naciente, instruyendo a los nuevos creyentes y guiándolos siempre hacia Jesús, el Cristo, el Salvador del mundo.
Y ahora yo escribo con gozo, humildad, agradecimiento, y con una profunda convicción, la verdad que Jesús es el Salvador y mi Señor. Por eso escribí estas palabras: «Yo Judas, siervo de Jesucristo y hermano de Santiago (también conocido como Jacobo), a los que son amados por Dios el Padre, guardados por Jesucristo y llamados a la salvación: Que reciban misericordia, paz y amor en abundancia» (Judas 1-2). La razón de mi corta carta fue de orientar y advertir a los creyentes de los peligros de vivir sin Dios y de las consecuencias de tal actitud y conducta. Quienes están unidos a Jesús reciben, de la misericordia de Dios, promesas de vida ahora y por la eternidad.
Quizás al escuchar mi historia, bueno realmente una confesión personal, te preguntes por qué era necesario compartir este relato. Primer que nada quiero confesar que, a pesar de mi incredulidad, rechazo e ignorancia, Jesús siempre mostró su amor por mí, aun cuando yo sólo merecía el castigo de Dios. Pero fue precisamente por la maldad, el pecado, el rechazo y la ignorancia del mundo, que Jesús vino para lograr el perdón de todos los pecados. Ahora creo que Jesús es mi Señor, que me ha redimido a mí, hombre perdido y condenado. Por eso puedo confesar que Jesús hizo esto para que yo sea suyo y viva en su perdón y paz, y le sirva en justicia, inocencia y gozo eterno. Esta realidad del creyente en Jesús es el resultado de su victoria sobre el pecado, la muerte, y Satanás. Todo creyente tiene el perdón de los pecados garantizado por la resurrección de Jesucristo, y con esto una nueva vida de fe, amor, servicio y esperanza. Todo esto es para mí, y también para ti.
En segundo lugar, es fácil pensar que Jesús debería haber nacido en una familia perfecta, ejemplar. Pero no fue así. Jesús nació y se crió en un hogar igual a la mayoría de los hogares en este mundo – con problemas, dificultades y desgracias. Fue precisamente por eso que tuvo una madre como María, un padrastro como José, y hermanos como Santiago y yo. El hecho que José y María tuvieron más hijos puede ser para muchos un tema controversial. Sin embargo, no hay por qué dudar que José y María llevaran una vida normal, como era la costumbre judía de aquel entonces. Lo importante es afirmar que Dios escogió el ambiente propicio para que naciera Su Hijo, el mismo ambiente en el cual existimos y vivimos nosotros. Además, podemos apreciar la importancia de conocer la familia de Jesús, ya que él «hizo a un lado lo que le era propio, y tomando naturaleza de siervo nació como hombre» (Filipenses 2:7).
Las familias de la Biblia no son perfectas. En realidad, no hay ninguna familia que sea perfecta y no tenga problemas. Por el contrario, están retratadas como son: con su fe y esperanza, pero especialmente con sus limitaciones y luchas. Aun mi familia, la familia de Jesús, a la que podemos considerar como una familia excepcional, la he presentado en momentos de tensión y ansiedad cuando enfrenta problemas del embarazo «sorpresivo y milagroso» de mi madre, el parto en un establo, la huida a Egipto, las tensiones en la pareja, y un problema típico de la adolescencia cuando Jesús se «pierde» por tantos días, así como los conflictos creados por nosotros los hermanos.
Aun las mejores familias pueden sufrir problemas en momentos de transición de una etapa a otra en su desarrollo. El pecado hace que en la vida de toda familia haya malentendidos, peleas, discordias y conflictos. Pero el crecimiento integral es posible gracias a que Dios intervino en nuestro mundo y nos trajo perdón, paz y amor. Cuando el perdón, la paz, y el amor de Dios son ejercitados en la familia, se puede aprender a expresar y enfrentar los problemas y las discordias en un ambiente de comprensión, aceptación y respeto. Con el perdón de pecados logrado por Jesús, podemos aprender a unir esfuerzos y a querernos más cada día para vivir en armonía. La forma de crecer juntos es cultivando el respeto, la sinceridad y el cariño en el hogar, hablando de los pequeños descubrimientos y cambios que cada día trae, y siendo sensibles a las alegrías, tristezas, necesidades y cambios de humor de los demás. Todo esto nos motiva a conocernos mejor. Pero más aún. Al confiar en Jesucristo como Señor y Salvador de nuestras vidas, pasamos a ser parte de la gran familia de Dios. Como hijos suyos, recibimos su infinito amor que nos da entusiasmo para vivir con alegría, practicar su perdón, vivir en paz, y disfrutar de la armonía que tanto anhelamos.
Te invito a desarrollar el hábito en familia de conocer a Jesús a través de la lectura de las Sagradas Escrituras. A través de su Palabra, Dios nos motiva a ser sinceros y a reconocer nuestra fragilidad e ignorancia. Cristo nos invita a que compartamos su Palabra con otros, y a que seamos compasivos como él. Ora conmigo.
Amado Dios:
Haz de nuestro hogar un sitio de amor.
Que no haya pecado, porque Tú nos perdonas.
Que no haya ofensas, porque Tú nos comprendes.
Que no haya amargura, porque Tú nos bendices.
Que no haya egoísmo, porque Tú nos alientas.
Que no haya rencor, porque Tú nos redimes y nos restauras.
Que no haya soledad, porque Tú estás con nosotros.
Que haya vida y alegría, porque Tú nos amas.
Oh Señor:
Que cada mañana amanezca con más cariño y respeto.
Que cada noche venga con más entrega.
Haz de nuestros hijos lo que Tú anhelas.
Ayúdanos a educarlos en tu camino de vida, verdad y amor.
Oh Cristo:
Perdónanos siempre, renuévanos con tu amor.
Bríndanos tu poderosa orientación.
Enséñanos a esforzarnos con el apoyo mutuo.
Que hagamos del amor motivo para amarte más.
Oh Espíritu Santo:
Guíanos siempre a Cristo.
Guárdanos en el amor de Dios.
Nuestro Padre Celestial:
Cuando amanezca cada nuevo día, concédenos estar unidos siempre en Ti.
En el precioso nombre de nuestro Señor Jesucristo, nuestro Salvador.
Amén.
Bueno, me despido. Ya sabes, cuando oigas mi nombre, Judas, hermano de Santiago, siervo de Jesucristo, en el futuro, te acordarás que ahora yo también creo en él como el Salvador del mundo. Y deseo lo mismo para ti, deseándote las más ricas bendiciones en el nombre de nuestro Dios Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Si de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones.