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PARA EL CAMINO
Jesús, en nombre de Dios, con su autoridad y con su poder, nos ofrece quitar el yugo pesado con que nos cargan nuestras tradiciones y nuestras propias ideas de Dios y de la religión, y darnos una carga más liviana y fácil de llevar, aunque sea una carga al fin.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
Tengo muy presente una experiencia que tuve en un viaje misionero de pocos días a una región de México. Les cuento esta historia porque para mí fue de gran inspiración y de mucha alegría. Muchas iglesias de diferentes denominaciones organizan viajes de servicio en los que personas de todas las edades van a construir casas, hacer pozos para agua o proveer para cualquier otra necesidad en zonas carenciadas, y compartir su fe cristiana. Hace muchos años fui en uno de esos viajes. Yo era el único que hablaba el idioma del pueblo a quienes íbamos a llevar las bendiciones del reino de los cielos. Al final del primer día, una niña se acerca a mí y me dice: «Su español es muy bueno». Me hizo reír y le agradecí sus palabras. Le expliqué que, aunque hablaba inglés con el resto de los integrantes de mi grupo, yo había nacido en un país de habla castellana, aun cuando quienes me conocen personalmente pueden atestiguar que no tengo ni la cara ni la piel típica de los latinos. Volví de ese viaje con mucha alegría por haber visto lo que Dios puede hacer por sus criaturas. Al final, hacer conocer el amor y la misericordia de Dios a quienes no conocen la obra de Cristo, es lo que más satisfacción y alegría espiritual da en la vida.
En algún momento de su ministerio, Jesús equipó a sus doce discípulos y los envió en un viaje misionero. Ellos iban solos, Jesús estaría haciendo otra cosa, seguramente orando por ellos y por las personas que ellos tocarían con el mensaje del evangelio. Luego Jesús envía a setenta y dos discípulos más para que vayan a anunciar el mensaje del reino. Jesús iría después para presentarse en persona a esa misma gente. Los setenta y dos volvieron encantados con la experiencia. Contentísimos le dijeron a Jesús «Señor, en tu nombre, ¡hasta los demonios se nos sujetan!» (Lucas 10:17).
Cuento esta historia, estimado oyente, porque las palabras que estudiamos hoy son la reacción de Jesús a la alegría y la euforia de los setenta y dos misioneros. «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque estas cosas las escondiste de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños», dijo Jesús. Dios prefirió esconder su mensaje a los que se consideraban autosuficientes, a los «sabiondos» diríamos hoy, que prefirieron sus propias enseñanzas y delirios al sencillo mensaje del evangelio. Los niños a quienes Dios reveló su misericordia, y en este caso misericordia encarnada en Cristo, son los que se consideran totalmente dependientes de la gracia de Dios. Entre esos niños se encontraban los doce, los setenta y dos y el pueblo que los recibía como mensajeros de paz. Entre esos niños me encuentro yo, porque definitivamente dependo totalmente de la misericordia de Dios para mi salvación. Es mi oración de que tú, estimado oyente, te encuentres también entre los niños dependientes de la gracia de Dios, porque estas palabras de Jesús son para ti y para mí.
Después de esta oración de alabanza por la obra misionera, Jesús se presenta a sus oyentes con estas palabras: «El Padre me ha entregado todas las cosas, y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar». De esta forma, Jesús establece claramente quién es él, para que el ofrecimiento que va a hacer a continuación tenga peso divino y eterno. Jesús no es un escriba o un fariseo más que sabe de religión y que conoce las Escrituras y que podría establecer un nuevo modelo de religión. Jesús es el mismísimo Hijo de Dios, en todo igual a Dios, y con todas las características humanas desde su encarnación en la virgen María.
Jesús, en nombre de Dios, con su autoridad y con su poder, nos ofrece quitar el yugo pesado con que nos cargan nuestras tradiciones y nuestras propias ideas de Dios y de la religión, y darnos una carga más liviana y fácil de llevar, aunque sea una carga al fin. Para entender este ‘cambio de cargas’ que Jesús nos ofrece, tenemos que desarrollar un poco más el pensamiento que Mateo registra aquí. Es posible que ninguno de los que está escuchando o leyendo este mensaje haya visto jamás en forma personal un yugo. Ese al menos es mi caso, aunque he visto y experimentado la ardua tarea de arar la tierra y prepararla para el cultivo con arados tirados por caballos. Pero no he visto bueyes o mulas apareadas por un yugo para trabajar la tierra. El yugo es una madera grande y pesada que se pone por encima del cuello de dos animales de carga, para de ahí atar el arado que abrirá el surco en la tierra. He visto eso en fotografías, en revistas, en películas. Sé que todavía se usa en algunos países hoy en día. Este método de poner a trabajar juntos a dos animales tiene sus pormenores: funciona si los dos animales son parejos, de la misma estatura y con la misma capacidad de fuerza. Pero si uno es más fuerte que el otro, va a tirar para su lado arrastrando y lastimando al más débil, a la vez que rompiendo el rumbo fijo que debe llevar. En términos modernos, diríamos que es como manejar un auto con las ruedas desalineadas: no solo se gastan mal los neumáticos, sino que el vehículo tiende constantemente a desviarse de la ruta.
El yugo significa también una carga. En este caso, Jesús lo usa como ejemplo de carga pesada. Las personas a las que Jesús les está hablando son el mismo tipo de personas que sus discípulos, los doce y los setenta y dos, encontraron en su viaje misionero: personas abrumadas por la carga religiosa que les imponían los líderes de su tiempo. Además de cumplir los Diez Mandamientos, lo cual era de esperar de todo hijo de Dios, los israelitas tenían que cumplir centenares de leyes ceremoniales que limitaban la vida en vez de enriquecerla. Entonces venían los problemas de conciencia y de culpabilidad en las personas sencillas que no lograban cumplir al pie de la letra todas las estipulaciones religiosas. Para esas personas es el ofrecimiento y la promesa: «Vengan a mí todos ustedes, los agotados de tanto trabajar, que yo los haré descansar». Aunque el pueblo fuera profundamente religioso, sufría la incertidumbre de si hacía lo suficiente para ganarse el favor de Dios. Jesús les dice: Vengan, yo sé que están agotados, dejen que yo les dé descanso.
Este ofrecimiento y promesa siguen vigentes hoy. Si no eres tú, tal vez hay alguien a tu lado que vive con la incertidumbre de si puede lograr el favor de Dios. El Padre en los cielos decidió ocultarle el mensaje evangélico a los arrogantes sabiondos de este tiempo y manifestarlo a los humildes y sencillos que se volvían a Dios. El llamado de Jesús a venir a él es para nosotros, los que arrepentidos llegamos al conocimiento de nuestra vulnerabilidad, de nuestra total dependencia de Dios para la salvación eterna. Solo los que por la gracia de Dios hemos llegado a considerar cuán profundamente el pecado nos ha herido, podemos recibir el descanso que Jesús ofrece.
El ejemplo del yugo nos sirve ahora como guía para la vida. Jesús nos pide: «Lleven mi yugo sobre ustedes, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para su alma; porque mi yugo es fácil, y mi carga es liviana.» Pero, ¿cuál es ese yugo, esa carga que Jesús nos pide ponernos encima? La vida en el evangelio, la vida cristiana en toda su extensión, el mandamiento del reino de Dios que se resume en «Ama a tu prójimo como a ti mismo». El yugo que Jesús nos pone encima es la obligación de amar al prójimo así como Dios nos ha amado. Es una carga porque exige que demos de lo que hemos recibido y aún más. El mandamiento de amar al prójimo hasta las últimas consecuencias es exigente, pero aquí es donde entra la figura del yugo. No llevamos el yugo solos: el yugo que llevamos es el yugo de Jesús; él va al lado de nosotros.
Es indiscutible que todas las personas cargamos con algún tipo de yugo. Sobrellevamos cargas porque, simplemente, así es la vida en este lado del cielo. Jesús reconoce que ya tenemos suficientes cargas que son consecuencias naturales de nuestra vida pecaminosa. No está en su plan ponernos más cargas y más leyes para sacarnos de encima lo que no tenemos fuerza de sacarnos por nosotros mismos. Las cargas mayores, las que sufrimos cuando nos sentimos culpables de haberle gritado a alguien, de haberle faltado el respecto a un anciano indefenso, de haber dejado tirado a un mendigo negándole una moneda, de haber pensado tan mal de un ser querido, de tomarnos a Dios a la ligera y menospreciar su mano amorosa y su Palabra salvadora, todas esas cargas solo se liberan con el perdón de Dios.
Estar unido a Jesús mediante el yugo evangélico es lo mejor que nos puede pasar en la vida. Primero, porque si quedamos «sueltos», sin querer atarnos a ningún yugo, nos autodestruiremos, porque somos incapaces de hacer nada sin la asistencia divina. Y segundo, porque atados a Jesús caminamos a su paso, con él como guía y como fuerza mayor. Jesús no empuja ni tironea a las personas que están «atadas» a él. Jesús comparte con nosotros todo su poder, aun el poder de su resurrección.
La gran carga que Satanás impuso sobre los seres humanos fue llevada por Jesús a la cruz. Esa carga satánica perdió el poder de aplastarnos para siempre. Muchos hoy, en todas partes del mundo, sufren ese peso demoníaco que los ata al yugo de maldad que termina matándolos sin misericordia. A veces aun nosotros los cristianos, que recibimos por la gracia de Dios el perdón de nuestros pecados y la promesa de la vida eterna, nos tentamos a ponernos cargas sobre nosotros para pagar nuestras culpas y amortiguar los ataques de nuestra conciencia, pero eso, en realidad, es un trabajo en vano, porque solo logramos desesperarnos más. La promesa de Jesús se renueva hoy con toda su fuerza. Él quita las cargas que marchitan y anulan nuestra vida y nos pone el yugo de él, y camina a nuestro lado mostrándonos misericordia y compartiendo mediante su Palabra su sabiduría y poder para afirmarnos en su iglesia.
Querido oyente, las cargas que te has autoimpuesto y las que otros ponen sobre tu hombro esperando que seas un súper ser humano, Jesús las derriba con su palabra de gracia. Confía en sus promesas. Él es, después de todo, el Hijo de Dios encarnado que vino para vivir en este mundo, sufrir y morir por nuestros pecados y resucitar para dejar sobre nuestros hombros una carga liviana, una carga de amor. Llévala con orgullo. Es un regalo de Dios. Y si de alguna manera podemos serte de más ayuda, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.