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PARA EL CAMINO
¿Qué querrá saber Dios de ti? Quizás te esté preguntando: ¿por qué todavía cargas con esa culpa que ya te he perdonado?, o ¿por qué no dejas de preocuparte por tu futuro y lo pones en mis manos?, o ¿qué esperas, que te explique otra vez por qué morí en una cruz y resucité al tercer día?
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
Conozco personas que no paran de hablar. Siempre tienen tema de conversación. Pareciera que cuando se encuentran con alguien se sienten obligados a entablar una conversación. ¿No te ha pasado que te has sentado al lado de alguien en un avión o en un ómnibus que a pesar de no conocerte te empieza a hablar y no para hasta llegar a destino? ¿O que llevas a alguien en tu automóvil que no cierra la boca ni un minuto? Pues a mí me ha pasado, más de una vez. A mí, que muchas veces prefiero viajar en silencio, disfrutando de la tranquilidad o del paisaje, o simplemente pensando en mis cosas. Entonces me siento abrumado. También entiendo que cuando algunas personas no se han visto por mucho tiempo necesitan ponerse al día con los «chismes» o las historias o simplemente con lo que les pasa en la vida.
De Jerusalén a Emaús iban de camino dos discípulos de Jesús, hablando hasta por los codos, a boca llena, con las emociones a flor de piel, intentando entender algo de todo lo que habían vivido esos días. Muchas cosas no tenían sentido para Cleofas y su acompañante. Dos días atrás su maestro, el Mesías a quienes ellos seguían, había sido crucificado, muerto y sepultado. María, la esposa de Cleofas, estuvo a los pies de la cruz junto con la madre de Jesús y otras mujeres, por lo que Cleofas estaba bien enterado de lo que había sucedido con Jesús. Y como si todo eso fuera poco, ahora no habían rastros de Jesús. Unas mujeres les habían contado en Jerusalén que habían visto ángeles que afirmaban que Jesús había resucitado, pero a él no lo vieron. Tal vez vieron visiones, pensó Cleofas.
De repente, Jesús se pone a caminar junto a ellos y se desliza en su conversación con una pregunta: «¿De qué tanto hablan ustedes?» Cleofas no lo puede creer. «¿Cómo que de qué estamos hablando? Todo el mundo habla de una sola cosa: de lo que ha pasado en Jerusalén.» Los ojos de los discípulos no reconocieron a Jesús. Sus oídos tampoco reconocieron su voz. «¿Y qué ha sucedido?», pregunta Jesús. Entonces ellos le respondieron, contándole cómo habían vivido esos tres últimos días. Descargaron sobre Jesús su perplejidad, su tristeza y su frustración. Porque con la muerte de Jesús se les había muerto la esperanza. Y ahora las mujeres se aparecieron con la noticia de que Jesús está vivo, que resucitó de los muertos, que vieron que su tumba está vacía pero no lo vieron a él… No sabemos qué está pasando.
Eso hace la tristeza: cierra los ojos y los oídos. No nos deja ver lo que tenemos delante de nuestras narices. Los dos discípulos confundieron a Jesús con un forastero cualquiera. Conocían su historia de crucifixión, muerte y sepultura, pero no entendieron su significado. Y porque no entendieron que su propia redención vendría a partir de la muerte de Jesús, tampoco podían creer que hubiera resucitado. Mejor dicho, no sabían qué creer.
Jesús no salta a conclusiones apresuradas para traerles las buenas noticias, sino que comienza un diálogo con dos preguntas. No se hace el desentendido ni el que no sabe nada. Él sabe mejor que nadie lo que había sucedido en Jerusalén. Todavía tenía la cabeza, la espalda el costado, las manos y los pies marcados por las espinas, el látigo, la lanza y los clavos. Había vivido en carne propia la traición de Judas, el abandono de muchos de sus discípulos, la burla y la vergüenza de ese jueves a la noche y del viernes a la mañana. De la tumba no tenía memoria, porque había estado muerto. Jesús sabía también que las mujeres no habían visto una visión, sino que habían visto ángeles reales que les anunciaron su resurrección. Jesús sabía demasiado bien el precio que había pagado para salvar del pecado, la muerte y la condenación eterna a estos dos discípulos. Y entonces, sin reproches, comienza una conversación para saber dónde están ellos en su fe. O mejor dicho, para que ellos mismos pudieran ver dónde estaban en su fe.
¡Cuántas cosas buenas comenzó Jesús con preguntas! A los ciegos que estaban junto al camino a Jericó y que clamaban: «Señor, Hijo de David, ten misericordia de nosotros», Jesús les preguntó: «¿Qué quieren que les haga?» (Mateo 20:32). ¿Acaso no era obvio? ¡Estaban ciegos! Sin embargo, Jesús quiere saber de ellos mismos lo que esperan de él. Cuando otros ciegos, en otra parte de la geografía salieron detrás de él gritando: «¡Ten misericordia de nosotros, Hijo de David!» Jesús les preguntó: «¿Creen que puedo hacer esto?» (Mateo 9:27-28). Y entonces los sanó.
Viendo Jesús dónde estaban en la fe sus dos acompañantes esa tarde de la resurrección toma la palabra y, recriminándoles su lentitud para creer, les explica todo lo que el Antiguo Testamento dice del Mesías. En ese momento los discípulos dejaron descansar la boca y abrieron los oídos para escuchar lo que tanto les costó aceptar: que «era necesario que el Cristo padeciera estas cosas antes de entrar en su gloria» (v 26). En otras palabras, Jesús les cambió a estos discípulos su entendimiento del Mesías, de la salvación y de lo que es el reino de los cielos. Más tarde reconocerían que mientras Jesús les explicaba las profecías, sus corazones les quemaban en el pecho. Un poco después, durante la cena, los discípulos reconocieron a Jesús cuando este partió el pan y dio gracias a Dios. Luego Jesús se desapareció de ellos, así como se les había aparecido en el camino, y les dio tiempo para que llegaran a Jerusalén y comunicaran la experiencia recién vivida a los demás. Allí, en la reunión de los once, los de Emaús, los demás discípulos y las mujeres, Jesús hace su tercera aparición como resucitado.
¿Hacia dónde te diriges, estimado oyente? Me imagino que no estás yendo a Emaús, pero a algún lado vas. Jesús resucitado se acerca a ti y se te une en la caminata. Tal vez pienses, ¿acaso no lo sabe todo? ¡Por supuesto, lo sabe aún mejor que tú! Sin embargo, quiere escucharte. Jesús quiere saber, quiere que tú mismo le digas dónde estás en tu fe, para poder darte la medida justa de fe que necesitas para entender todas las profecías que hablan de él y para que te apropies de lo que él hizo por ti. Su sufrimiento, muerte y sepultura y su triunfante resurrección no son solamente hitos históricos fantásticos. La pasión de Cristo no tiene el objetivo de informar a la humanidad sobre la humildad, el poder y la gloria de Dios, sino de cambiar la situación de cada ser humano por toda la eternidad.
¿Por qué era necesario que el Cristo padeciera y pasara por todo el sufrimiento, incluida la vergonzosa muerte entre dos criminales? Para poder resucitar victorioso y perdonar así nuestros pecados y abrirnos las puertas del cielo. Tú no podrías haber hecho eso. Yo tampoco. Nadie, dice la Escritura Sagrada, puede salvarse a sí mismo. Era necesario que el Cristo se pusiera en nuestro lugar en la cruz para pagar lo que nosotros no podemos pagar por nuestras faltas a la ley de Dios. Pero la muerte no pudo sujetarlo. Tres veces, en muy diferentes formas y con apenas un destello de su gloria para no asustar a nadie, Jesús se presentó a los suyos el mismo día de la resurrección. Y les volvió a explicar las Escrituras.
La iglesia cristiana, los discípulos de Jesús hoy, necesitamos que se nos explique, una y otra vez el significado de la muerte y resurrección de Jesús. No es una simple historia, sino la historia que cambia nuestra vida para siempre. Porque así como Cristo murió, así morimos nosotros al pecado, y así como Cristo resucitó, así nosotros resucitamos a una vida nueva cada día, afirmados en la gracia de Dios y en la fe que el Espíritu Santo nos ha dado.
Seguramente habrás experimentado que Dios no siempre te responde, al menos no como tú esperas. Piensa que quizás, en vez de responder a tus pedidos, Dios te está preguntando algo. ¿Qué querrá saber Dios de ti? ¡Todo! Quizás te esté preguntando:
* ¿Por qué todavía cargas con esa culpa si yo ya te he perdonado?
* ¿Por qué no dejas de preocuparte por tu futuro y me pides que yo me encargue?
* ¿Por qué no buscas la reconciliación con tu cónyuge, tu hijo, tu amigo?
* ¿Qué esperas, que te explique otra vez por qué morí en una cruz y resucité al tercer día?
Podrás encontrar muchas respuestas en la reunión de los cristianos cada domingo. Podrás ver al Cristo resucitado en el partimiento del pan, la Santa Cena, para reafirmarte en que tus pecados son perdonados, para acompañarte en tu tristeza, para caminar contigo, y para aparecerse en tu vida una y otra vez, no en formas extraordinarias ni visiones que asusten, sino mediante su Palabra santa. Cada día Jesús sigue viniendo a nosotros para darnos su paz.
Comenzamos esta reflexión a partir de dos personas que no podían dejar de hablar de lo que habían visto y oído. Y ese no es el fin de la historia, porque días más tarde, después de la ascensión de Jesús, los discípulos Pedro y Juan se defendieron ante el concilio en Jerusalén diciendo: «Nosotros no podemos dejar de hablar acerca de lo que hemos visto y oído» (Hechos 4:20). Los creyentes en Jesús no podemos dejar de hablar de su muerte y resurrección, porque es la obra de salvación para toda la humanidad. Dios da que hablar. Hablemos entonces, pero con entendimiento espiritual, explicando al que pregunta por qué arde nuestro corazón.
Estimado oyente, si en tu camino por esta vida hay cosas que no entiendes de los sufrimientos y la muerte y resurrección de Jesús, o si tienes más preguntas sobre la fe cristiana y quieres recibir información, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.