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PARA EL CAMINO
Aún cuando no era lo que el pueblo esperaba y ansiaba, el Mesías vino para ser nuestro rey siervo, nuestro rey sufriente… el rey que muestra su poder por medio de la bondad, estableciendo el reino de Dios entre nosotros mediante su muerte en la cruz.
¡Qué lindo el Domingo de Ramos! ¿Quién no se acuerda de las lindas ramas de palmas? ¿De la linda procesión hacia el altar con las gentes flameando aquellas hojas verdes de palmas? En algunas iglesias, la procesión ya comienza alrededor del barrio. A medida que van caminando más personas se van a agregando al grupo, cada una con su hoja de palma, y todas juntas elevando cantos a Jesús, como lo hicieron quienes lo alabaron en aquél primer domingo de ramos, diciendo: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!»
En muchos de nuestros pueblos y ciudades se conmemora así lo que algunos estudiosos han dado en llamar «la entrada triunfal» de Jesús en Jerusalén, el día en que Jesús entró a la ciudad montado en un burrito, animal que, aunque hoy nos parezca poco importante, había sido utilizado muchos años antes por el famoso rey David. Y mientras Jesús pasaba en su burro, las multitudes tendían sus mantos y ramas sobre el camino y lo honraba como rey, diciendo: «¡Bendito el reino venidero de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!»
La palabra Hosanna viene del hebreo, y podría traducirse como «Sálvanos. Te rogamos que nos salves ahora.» ¿Y por qué no? Si alguien podía salvar a un pueblo necesitado como lo era el pueblo judío en tiempos de Jesús, pueblo oprimido bajo el yugo del imperio romano, tenía que ser un rey. Un rey poderoso como lo fue David en la era dorada del pueblo de Israel, cuando la nación alcanzó su mayor auge económico y político.
Y ese es precisamente el tipo de Mesías que el pueblo de Dios estaba esperando en tiempos de Jesús: un Mesías poderoso que habría de establecer un reino político también poderoso, desplazando a los romanos imperialistas de la Tierra Santa. Todas esas personas que tendían mantos y ramos al pasar de Jesús tenían en mente a ese tipo de Mesías. Esperaban al Mesías que traería «el reino venidero de nuestro padre David,» como decían al cantar sus Hosannas.
Hay veces en que nosotros también, al celebrar el Domingo de Ramos, pensamos y esperamos lo mismo que las personas de aquellos días. Nos gusta hablar de «la entrada triunfal» de Jesús a Jerusalén. Nos gusta alabar a nuestro Rey, pensando más que nada en su majestad, en su poderío, en su autoridad y su gloria. Nos gusta flamear las hojas de palma y disfrutar de la celebración… siempre y cuando estemos junto a Jesús, el gran Rey.
¿Y por qué no? En los primeros ocho capítulos del evangelio según San Marcos, ese es más o menos el Jesús que todo el mundo ve y admira, el Jesús con el que todo el mundo quiere estar. Jesús es el Hijo que Dios ha enviado para establecer su reino entre nosotros. Y ese reinado de Dios por medio de Jesús de hecho se manifiesta de formas increíbles durante los primeros ocho capítulos de dicho Evangelio, con un gran despliegue de poder y autoridad.
Por ejemplo, vemos que Jesús sana a muchos enfermos, mostrándonos así que Dios tiene poder sobre todas las dolencias y enfermedades del ser humano. También vemos cómo Jesús resucita a la hija de Jairo, demostrando así que tiene poder sobre la muerte. Jesús también expulsa demonios y tiene dominio sobre el poder del maligno. A pesar de las estrictas reglas de los judíos, Jesús ayuda al prójimo un sábado, el día de reposo, día en que supuestamente no se debe mover ni un dedo (pero Jesús lo hace porque él es «el Señor del sábado»). En una ocasión Jesús alimenta a cinco mil personas, y luego a cuatro mil. Hasta los frutos de la tierra y el mar, los panes y los pescados, se multiplican cuando Jesús así lo dispone, demostrando así que él es rey sobre la naturaleza. Hasta el agua le sirve como camino a este Jesús, y aún el viento se calma ante su presencia, por lo que su dominio sobre toda la creación es absoluta y completamente evidente.
Es a este Jesús a quien la gente le tiende mantos y ramos con alegría y esperanza, diciéndole: «A ti te hemos estado esperando, al rey poderoso, al que establecerá un reino como el de nuestro padre David». Es a este Jesús poderoso y lleno de autoridad, a quien su discípulo Pedro le dice: «Tú eres el Cristo, el Mesías.» Y es a ese mismo Jesús a quien a veces nosotros también queremos tener a nuestro lado: el Jesús que somete todo bajo su fuerza y autoridad, el Jesús que echa abajo cualquier argumento con su sabiduría, y que tumba cabezas con su Palabra. ¿Quién no querría ser discípulo de alguien tan popularmente poderoso, alguien tan mesiánico? Por ese Jesús todos estamos dispuestos a tirar nuestros mejores mantos y flamear nuestras ramas más bonitas. Por ese Jesús estamos dispuestos a hacer lo que sea.
Un Domingo de Ramos visité una iglesia en Panamá en la que, con las palmas verdes, la gente había hecho cruces. Cada persona volvió a su casa cargando consigo una pequeña cruz de ramos. ¡Qué imagen tan poderosa! Cuando esa cruz se colocaba en la puerta de la casa, todos sabían que ese Domingo se celebraba no tanto el reinado del Jesús que tumba cabezas, sino el reinado del Jesús que vino a dar su vida por nosotros en la cruz, el reinado de aquel Jesús cuyo destino fue ir a Jerusalén a morir por un pueblo pecador, el reinado de aquél que vino no para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate de muchos. Ése es, al fin de cuentas, el Mesías que San Marcos quiere que conozcamos a través de su evangelio. Ése es el Mesías que va montado en un burrito aquel primer día de ramos.
En el capítulo ocho de San Marcos, cuando Pedro confiesa a Jesús como el Mesías, está pensando más en el poder de Jesús, que en su servicio. Por eso que, cuando Jesús le dice que el Hijo del hombre tiene que ser rechazado, sufrir y morir para luego resucitar al tercer día, Pedro lo regaña y le pide que deje de hablar de esa manera. Es evidente que Pedro no quiere un Mesías, un rey sufriente. Lo mismo piensan Juan y Jacobo, los hijos de Zebedeo y discípulos de Jesús, cuando le piden a Jesús, en el capítulo diez de San Marcos, que les dé poder y gloria, ubicándolos a su izquierda y a su derecha. Es obvio que Juan y Jacobo tampoco quieren a un Mesías, a un rey sufriente. Este es un tema que aparece una y otra vez en San Marcos: la gente proclama a Jesús como el Mesías y lo ven como Rey, pero en realidad no saben lo que dicen. No asocian lo mesiánico con lo que Jesús dice acerca de su pasión y muerte. No aceptan la idea de un Mesías, un rey sufriente. Asimismo, en el capítulo once de San Marcos, nuestro texto de hoy, los que le tiran sus mantos y ramas a Jesús piensan como el resto de sus discípulos: no lo reconocen en su sufrimiento.
A Pedro, sin embargo, Jesús le recuerda que el destino del Hijo del hombre-título con el que Jesús se refiere a sí mismo-es ir a la cruz. De manera similar, a Juan y Jacobo Jesús les recuerda que el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate de muchos. Y en nuestro texto de hoy, Jesús en su burrito nos dice a todos básicamente lo mismo: «Yo voy camino a Jerusalén». Esa es la meta y el destino del Hijo del hombre: ir a la gran ciudad donde le espera la cruz.
El reinado de Jesús nos dirige entonces a su cruz. Es por medio de su servicio hasta la muerte en la cruz-lugar donde nadie busca al Mesías-que Jesús nos muestra su poder, su gloria, y su amor. Es por eso que, de manera paradójica, todos los que se burlan de Jesús crucificado (en el capítulo quince de San Marcos) tienen toda la razón. Ponen sobre el azotado un manto de color púrpura, sobre su cabeza una corona de espinas y sobre su cruz un letrero que tiene escrita la causa de su condena: «El Rey de los Judíos.» Los que se burlan de él tienen razón porque Jesús es un rey sufriente. Pero no entienden nada de esto porque, al igual que todos los demás en el evangelio según San Marcos (incluyendo a los discípulos), piensan que un rey sólo es rey si somete a otros y gana todas las batallas con gran despliegue de fuerza.
Y así como los judíos alababan con mantos y ramos al Jesús del burro con aquel ‘Hosanna’, con aquel «sálvanos, te rogamos que nos salves ahora,» pensando que el Mesías sería un rey con gran poderío político, asimismo se burlaban del crucificado los soldados y los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, pensando que Jesús clavado en un palo nunca podría ser tal rey. Por eso le decían a Jesús crucificado palabras similares al Hosanna que le cantaban el día de Ramos: -¡Salve, rey de los judíos! -lo aclamaban. -¡Baja de la cruz y sálvate a ti mismo!-decían otros. -Salvó a otros -decían-, ¡pero no puede salvarse a sí mismo! Que baje ahora de la cruz ese Cristo, el rey de Israel, para que veamos y creamos.
En todo el evangelio de San Marcos, nadie entiende que el Mesías vino a ser nuestro rey siervo, nuestro rey sufriente, el rey que muestra su poder por medio de la bondad, estableciendo el reino de Dios entre nosotros mediante su muerte en la cruz. Sólo al final de este Evangelio, un centurión romano, un gentil y pecador, uno como usted y como yo, reconoce, por la pura gracia de Dios, la identidad verdadera del rey crucificado. Nos dice San Marcos: «Y el centurión, que estaba frente a Jesús, al oír su grito y ver cómo murió, dijo: -¡Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!
El Hijo de Dios, el Hijo del hombre, el Mesías o Cristo-todos estos títulos que San Marcos nos presenta en su evangelio-nos dirigen al fin de cuentas a Jesús el Siervo, al que va a Jerusalén humilde en un burrito, al crucificado que sufre y da su vida por nosotros para darnos el perdón de los pecados. Esa es la verdadera identidad del hombre del burrito que parece eludir a todos.
Jesús establece el reino de Dios entre nosotros, haciéndonos partícipes de su salvación. Pero no lo hace por medio de la fuerza, sino por medio del servicio. Este es el bello mensaje de esperanza que el Domingo de Ramos nos ofrece en preparación para la Semana Santa, y que nos prepara para recibir en nuestros corazones al humilde Mesías que ofrece su vida en la cruz para salvarnos del poder del pecado, el diablo y la muerte. Este Mesías resucitó al tercer día dándonos también la certeza de su presencia con nosotros durante este tiempo presente en que sus discípulos en todo el mundo proclaman su reinado de perdón y vida eterna.
El Domingo de Ramos, como todo el evangelio según San Marcos, también nos invita a reflejar en nuestras vidas la actitud de nuestro Señor, es decir, su servicio. En el capítulo ocho de San Marcos, Jesús le dice a Pedro y a los demás discípulos que el discípulo fiel del reino es aquél que se niega a sí mismo, toma su cruz, y lo sigue. En el capítulo diez de San Marcos, Jesús les dice a Jacobo, Juan, y los demás, que entre ellos no debe existir el deseo de ser mejor que el otro o de someter al otro, sino de servir y hasta dar la vida por el prójimo. Y en nuestro texto de hoy, la imagen de Jesús sobre un humilde burrito camino a Jerusalén, anticipo de su sufrimiento y su crucifixión, nos enseña sin tantas palabras lo que significa ser discípulo fiel de Jesús.
En aquella iglesia panameña cada persona cargaba una cruz de ramos consigo de vuelta a casa después del Domingo de Ramos. Todavía había celebración y la gente cantaba: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» Pero se nos recordaba con esa cruz de ramos que el que venía a salvarnos en nombre del Señor era el Siervo del Señor, el crucificado. Celebremos pues al Rey que entró a Jerusalén en un burrito por amor a un mundo pecador, para rescatarnos de nuestros pecados, del maligno y de la muerte, y carguemos también nuestra cruz, sirviendo a otros como Cristo nos sirvió aún hasta la muerte.
En todo esto de cargar la cruz, no hay nada que temer. El mismo Cristo, que predijo su muerte, también predijo su resurrección al tercer día. Así pues, si bien es cierto que a todo discípulo de Jesús le espera el rechazo de los que se burlan de nuestro Señor y su evangelio, también es cierto que a todo discípulo le espera también el gozo de servir en la misión de su señor Jesús (de ver cómo el nombre de Jesús restaura vidas) y el gozo de la resurrección para vida eterna en el reino de Dios.
¡Tiendan sus mantos, flameen sus ramos! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas! Amén.
Si aún no es parte de la procesión que sigue a Cristo por el camino de la vida, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones, y con gusto le ayudaremos a encontrarla.
Oración: Padre misericordioso, por medio de la vida, muerte y resurrección de tu Hijo Jesucristo, el gran Siervo, nos has mostrado tu gran amor por los enfermos, los hambrientos, los pecadores y todos los que sufren bajo el poder del diablo y la muerte. Ayúdanos hoy a celebrar la llegada misericordiosa de tu Cristo, nuestro Rey y Salvador, a nuestras vidas y, siguiendo el ejemplo de su servicio, impúlsanos por tu Espíritu Santo a negarnos a nosotros mismos y cargar nuestra cruz por causa de tu reino y en servicio al necesitado. En el nombre de Jesús. Amén.