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PARA EL CAMINO
José, el carpintero de Nazaret, nos habla hoy de sus experiencias en torno a los primeros años de vida de Jesús, a quien tuvo el privilegio de cuidar y criar como si fuese su propio hijo.
¡Saludos! Me llamo José, y soy hijo de Jacob, descendiente del Rey David. Nací y crecí en un pueblo llamado Nazaret, en la región de Galilea. Mi vida se desarrollaba en forma normal, y hasta casi diría que rutinaria. Me ganaba la vida como carpintero, y estaba comprometido para casarme con una joven llamada María. Pero todo cambió el día en que supe que mi novia estaba embarazada… ¡y que el hijo que iba a tener no era mío! Cuando me enteré de lo que estaba sucediendo con mi prometida, decidí no casarme con ella. Según las tradiciones de mi pueblo, tenía derecho de denunciarla. Después de todo, ella había pecado y debía ser castigada. Sin embargo, Dios tenía otros planes.
Si bien todo lo que les voy a contar sucedió hace casi dos mil años, el impacto fue tan grande, que afectó mi vida para siempre. Les cuento cómo sucedieron las cosas.
Un día, antes que nos casáramos, Dios envió al ángel Gabriel a visitar a María. El ángel le dijo: «María, no temas. Dios te ha concedido su gracia. Vas a quedar embarazada, y vas a dar a luz un hijo, a quien le pondrás por nombre Jesús. Éste será un gran hombre, y lo llamarán Hijo del Altísimo. Dios, el Señor, le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.»
Entonces María le dijo al ángel: «¿Y esto cómo va a suceder? ¡Nunca he estado con un hombre, ni siquiera con mi novio José!» El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra… ¡Para Dios no hay nada imposible!»
Cuando María me dijo que estaba embarazada y me contó todo lo sucedido, entré en una terrible confusión y, consecuentemente, una gran depresión. No podía dejar de luchar conmigo mismo: «¿Cómo es posible que María me haya hecho esto?, me preguntaba. ¿Qué es eso de que se le apareció un ángel? ¿Un embarazo milagroso? ¿Cómo es posible que hubiera concebido del Espíritu Santo? ¡No puede ser! Yo la amo y quiero que sea mi esposa, pero: ¿cómo hago para soportar esta humillación? El dolor es demasiado grande.»
Creí que María me había defraudado. Así es que decidí dejarla secretamente, pues no quería difamarla, ni mucho menos denigrarla. Mi amor por ella era muy grande y no deseaba lastimarla. Tenía el derecho de denunciarla, y era posible que el pueblo entero la castigara severamente. Pero en mi corazón no hallaba la fuerza para abrir la boca ni causarle daño. Por eso es que decidí huir. Mientras pensaba en mi huida, se me apareció en sueños un ángel del Señor y me dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu mujer, porque su hijo ha sido concebido por el Espíritu Santo. María tendrá un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor dijo por medio del profeta: ‘Una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Emanuel, que significa: Dios está con nosotros.'»
Cuando desperté del sueño, aún con mucha duda, obedecí al ángel del Señor y de inmediato me puse a hacer los arreglos para casarme con María y recibirla como mi amada esposa. Es posible que muchos me hayan criticado, pero sentí una enorme paz al tener a María en mis brazos. Y, aunque nadie me lo cree, no tuve relaciones íntimas con ella hasta después que dio a luz a su hijo primogénito: Jesús.
María y yo estábamos contentos, preparándonos para el nacimiento de Jesús. Les confieso que fue extraño cuidar a María, sabiendo que el niño que iba a dar a luz era el Hijo de Dios. Todos los días conversábamos sobre eso. No siempre lo comprendíamos, pero poco a poco lo íbamos aceptando.
Pero la paz de nuestro humilde hogar fue interrumpida con las noticias de una orden del emperador Augusto César, quien decretó levantar un censo en todo el Imperio Romano. En esos días, los romanos dominaban nuestro país, por lo que había que hacer lo que ellos ordenaban. Esta orden del emperador exigía que todas las personas tenían que ir a su pueblo natal para registrarse. Como yo era descendiente de nuestro antepasado, el Rey David, por más que vivía en Nazaret, en la región de Galilea, no tenía más remedio que viajar a Belén, conocida como la ciudad de David, que estaba en la región de Judea.
Lo peor del caso era que mi amada María tenía que ir conmigo para registrarnos. Ese anuncio nos afligió mucho: ¿cómo iba a hacer María el largo viaje a Belén, siendo que estaba a punto de dar a luz? Pero allá fuimos y, después de muchos días difíciles en el camino, finalmente llegamos a Belén. Aunque en el albergue no había lugar, conseguimos acomodarnos en un establo. Y cuando estábamos allí se cumplió el tiempo de que María diera a luz. En ese establo fue donde María tuvo a su hijo primogénito; ni bien nació lo envolvimos en pañales, y lo acostamos en un pesebre.
Allí, en ese humilde lugar, ocurrió el evento más importante en la historia: nació Jesús, el prometido de Dios, nuestra única esperanza y certeza de vida eterna. No hay amor más fuerte y profundo que el que Dios nos muestra. Dios, nuestro Creador, envió a su Hijo amado para nacer como nosotros y habitar entre nosotros, aún cuando él es el Señor del universo. Dios nos permite mirar dentro de su corazón.
Y los milagros no cesaron: en esa misma región había pastores que pasaban la noche en el campo cuidando a sus rebaños. A ellos se les apareció un ángel del Señor, y el resplandor de la gloria de Dios los envolvió. Los pastores se llenaron de temor, pero el ángel les dijo: «No teman, que les traigo una buena noticia que será para todo el pueblo motivo de mucha alegría. Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Cristo el Señor. Esto les servirá de señal: Hallarán al niño envuelto en pañales acostado en un pesebre.» En ese momento apareció, junto al ángel, una multitud de las huestes celestiales que alababan a Dios y decían: «¡Gloria a Dios en las alturas! ¡Paz en la tierra a todos los que gozan de su favor!»
Cuando los ángeles volvieron al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: «Vayamos a Belén, y veamos esto que ha sucedido y que el Señor nos ha dado a conocer.» Así que fueron de prisa y nos hallaron, y al niño acostado en el pesebre. Al ver al niño, contaron lo que les había dicho acerca de él. Todos los que estaban escuchando quedaron asombrados de lo que decían los pastores. Y como era de esperarse, mi amada María, que lucía tan preciosa, guardaba todo esto en su corazón. Sé que ella meditaba acerca de todo lo ocurrido; lo veía en sus ojos. Al regresar los pastores a los campos, iban alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído… pues todo había sucedido tal y como se les había dicho.
Cuando se cumplieron los ocho días para que el niño fuera circuncidado, tuve el honor de ponerle por nombre Jesús, que era el nombre que el ángel me había indicado. Confieso que mi voz temblaba de la emoción.
Días más tarde viajamos a la ciudad capital, Jerusalén, para ir al templo. Y mientras estábamos allí, se nos acercó un hombre anciano llamado Simeón. Simeón tomó al niño Jesús en sus brazos y bendijo a Dios, diciendo: «Señor, ahora despides a este siervo tuyo, y lo despides en paz, de acuerdo a tu palabra. Mis ojos han visto ya tu salvación, que has preparado a la vista de todos los pueblos: luz reveladora para las naciones, y gloria para tu pueblo Israel.»
Francamente estábamos asombrados de todo lo que de él se decía. Simeón nos bendijo, y luego le dijo a María: «Tu hijo ha venido para que muchos en Israel caigan o se levanten. Será una señal que muchos rechazarán y que pondrá de manifiesto el pensamiento de muchos corazones, aunque a ti te traspasará el alma como una espada.» También estaba allí Ana, una profetisa de edad muy avanzada, quien también dio gracias a Dios, y habló del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Grandes acontecimientos siguieron sucediendo en torno al nacimiento de Jesús. Como al año de nacido, estando nosotros aún en Belén, llegaron a Jerusalén, la capital de Israel, unos hombres sabios de un lejano país del oriente. Se dirigieron al palacio real, y allí preguntaron: «¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en el oriente, y venimos a adorarlo.» Cuando el rey Herodes oyó esto se turbó, y toda Jerusalén con él. Entonces el rey convocó a los principales sacerdotes y a los escribas del pueblo, y les preguntó dónde había de nacer el Cristo. Ellos le dijeron: «En Belén de Judea; porque así está escrito por el profeta: «Y tú, Belén, de la tierra de Judá, no eres la más pequeña entre los príncipes de Judá; porque de ti saldrá un guía que apacentará a mi pueblo Israel.»
Habiendo escuchado eso, Herodes llamó en secreto a los sabios para saber de ellos el tiempo preciso en que había aparecido la estrella. Luego los envió a Belén, y les dijo: «Vayan y averigüen bien dónde está el niño y, cuando lo encuentren, avísenme, para que yo también vaya a adorarlo.» Después de escuchar al rey, los sabios se fueron. La estrella que habían visto en el oriente iba guiándolos delante de ellos, hasta que se detuvo sobre nuestro humilde hogar. Cuando entraron en la casa, vieron al niño con su madre María y, postrándose ante él, lo adoraron. Luego, abrieron sus tesoros y le ofrecieron oro, incienso y mirra. Pero como en sueños Dios les había advertido que no volvieran a donde estaba Herodes, regresaron a su tierra por otro camino.
Cuando Herodes vio que los sabios lo habían engañado se enojó mucho y, calculando el tiempo indicado por los sabios, mandó matar a todos los niños menores de dos años que vivían en Belén y en sus alrededores. Fue una horrible muestra de la oscuridad en que se encontraba el mundo en que Jesús había nacido, y al que había venido a rescatar.
Después que los sabios partieron, un ángel del Señor se me había aparecido en sueños y me había dicho: «Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto. Quédate allá hasta que yo te diga, porque Herodes buscará al niño para matarlo.» Así es que, cuando me desperté, y siendo aún de noche, tomé al niño y a María, y comenzamos nuestra huida a Egipto, donde vivimos como inmigrantes en un país totalmente extraño. Pero el Señor nos protegió.
Después que Herodes murió, cuando todavía estábamos en Egipto, se me apareció otra vez un ángel del Señor, y me dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre, y regresa a Israel, porque los que querían matar al niño han muerto ya.» Los tres nos pusimos en camino de regreso a Israel. Pero cuando me enteré que Arquelao reinaba en Judea, tuve temor de ir allá. Mis temores no fueron infundados, porque nuevamente en sueños fui advertido, y nos dirigimos a la región de Galilea. Allí nos ubicamos de nuevo en la ciudad de Nazaret. Recién un tiempo después me di cuenta que, de esa manera, se cumplió lo que había sido dicho por los profetas: que el niño habría de ser llamado ‘nazareno’.
Los años que siguieron fueron años de alegría y gran satisfacción en nuestro hogar. Jesús crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría, y la gracia de Dios reposaba en él.
Todos los años, como era costumbre, durante la fiesta de la pascua nosotros íbamos a Jerusalén. Cuando Jesús cumplió doce años, lo llevamos con nosotros. Cuando la fiesta terminó y estábamos de regreso a Nazaret, sucedió que Jesús se quedó en Jerusalén sin que nosotros lo supiéramos. Luego de un día de camino, nos dimos cuenta que no estaba. Lo buscamos entre los parientes y conocidos, pero no lo hallamos. De inmediato entramos en pánico, y volvimos a Jerusalén para buscarlo. ¿Perder el Hijo de Dios? ¿Cómo le explicaríamos a Dios nuestra irresponsabilidad? Cansados, angustiados, tensos y ya desesperados, a los tres días lo hallamos en el templo. Allí estaba muy tranquilo, sentado en medio de los doctores de la ley, a quienes escuchaba y les hacía preguntas. Todos los que lo oían se asombraban de su inteligencia y de sus respuestas. Cuando lo vio, María le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? ¡Con qué angustia tu padre y yo te hemos estado buscando!» Pero Jesús nos respondió: «¿Por qué me buscaban? ¿Acaso no sabían que es necesario que me ocupe de los negocios de mi Padre?»
Francamente, quizás porque el agotamiento nos tenía extenuados, no comprendimos lo que Jesús nos decía. Pero el alivio por encontrarlo fue grande. Regresamos juntos a Nazaret y, como nunca antes, Jesús vivió sujeto a nosotros. Nosotros, por nuestra parte, quedamos admirados, y mi amada María guardaba todo esto en su corazón. Y Jesús siguió creciendo en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y con los hombres.
¿Qué más puedo decir? Yo, José, un humilde carpintero, tuve el privilegio de criar, cuidar, enseñar y guiar a Jesús, a quien traté como a mi propio hijo, aunque no lo era. Si bien en algunos momentos sentí desaliento y me imaginaba con temor lo difícil del futuro, y si bien a veces mis errores me lastimaban y mis fracasos me perturbaban, Dios nunca me abandonó. Si bien a veces la angustia me hirió, y muchas de mis ilusiones se apagaron, y si bien el dolor de sentirme impotente quemó mis ojos, y golpeó mi ánimo, Dios nunca me abandonó. Si bien la tristeza me desanimó y la incomprensión cortó mi risa, y si bien sentí miedo al enfrentar las incertidumbres de la vida, y a veces todo parecía inútil, Dios nunca me abandonó. Al contrario. Dios siempre me dio ánimo y, por medio de su hijo Jesús, siempre tuve la certeza de su amor eterno.
El nacimiento de Jesús, el Salvador, es para celebrar la voluntad de Dios. Él nos trae perdón, paz, gozo y la certeza de conocer la verdad. Gracias a él, en cada hogar puede reinar la esperanza. Podemos alegrarnos de lo que Dios ha hecho, así que con confianza en él, animados y agradecidos, podemos realizar lo que todavía queda por hacer. Gracias a Jesús, el Cristo, podemos vivir con entusiasmo y dedicación, amando a los demás. Nuestro pasado, con tantos errores y fracasos, tiene perdón, y nuestra vida adquiere un nuevo propósito. Los desafíos del presente son más livianos y superables, y nuestro futuro brilla con esperanza.
Que Dios, por su Espíritu Santo, abra nuestros oídos a su Palabra, nuestra vida a su amor, nuestra mente a su perdón, nuestra existencia a su paz y nuestro hogar a su presencia. Amén.