PARA EL CAMINO

  • Juan el Precursor

  • diciembre 8, 2019
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Mateo 3:1-12
    Mateo 3, Sermons: 2

  • Juan el Bautista predicaba con energía inusitada. Decía las verdades de Dios, las que dolían y las que calmaban, a todos los que venían a él.

  • «¡Es Juan el Bautista que ha resucitado!», dijo Herodes con una mezcla de admiración, miedo y remordimiento, cuando escuchó hablar de uno que andaba haciendo milagros y creciendo en popularidad entre la gente. En realidad, la persona que habría de disturbar a Herodes sería Jesús, y no Juan el Bautista resucitado. A pesar de la admiración que le tenía, Herodes había ordenado decapitar a Juan el Bautista. Ahora, el miedo y el remordimiento lo llenaban de confusión. Y Herodes no era, ni habría de ser, el único que estaría confundido respecto de quiénes son los personajes en el plan divino de la salvación.

    De esto se trata el mensaje de Juan el Bautista: de traer claridad a un mundo confundido en su propia existencia. Si bien su enseñanza atrajo a personas de toda la región, Juan el Bautista, también conocido en algunas tradiciones cristianas como Juan el Precursor, no fue el personaje más simpático del Nuevo Testamento.

    Su vestimenta no era atractiva sino más bien un poco salvaje; su dieta alimenticia no tentaba a nadie; su lugar de predicación no era el más acogedor y en su mensaje abundaban las palabras duras que bajaban como latigazos sobre algunos de sus oyentes. Juan fue una figura importante. Los cuatro evangelistas relatan su historia, describiendo con sumo detalle el anuncio de su nacimiento, su ministerio, su encarcelación y su muerte.

    Nacido en forma milagrosa de madre estéril y padre anciano, Juan fue educado por los suyos en los caminos del Señor. En algún momento, el Espíritu Santo lo lleva al desierto, a orillas del Jordán, para comenzar su predicación. Aquí es donde el evangelista Mateo nos presenta a Juan el Precursor. Su mensaje fue: «Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos se ha acercado.» Hacía cuatro siglos que el pueblo de Israel no escuchaba a un profeta. Los hijos de Dios estaban sedientos de comida espiritual y abrumados por cargas políticas, enfermedades y amenazas. Experimentaban la desolación que vive cualquier pueblo cautivo en su propia tierra y sin muchas noticias de su Dios.

    «¿El reino de Dios se ha acercado?» ¡Esa sí que es una buena noticia! Valía la pena ir a escucharlo. Y vale la pena también que nosotros escuchemos hoy su mensaje. Sin duda tenemos cosas de las que arrepentirnos, sin duda debemos volvernos de nuestros caminos al camino de Dios, y sin duda estamos ansiosos por buenas noticias acerca de un reino incorrupto que viene directamente de lo alto.

    Mateo escribió su evangelio para llevar la buena noticia de Jesús principalmente al pueblo judío. Por ese motivo, constantemente reafirma el mensaje de su buena noticia con palabras del Antiguo Testamento. En nuestro texto hace lo mismo. Juan el Precursor no fue una idea espontánea de Dios que se le ocurrió a último momento para anunciar la llegada de su reino. El profeta Isaías ya había predicho el ministerio del Bautista seis siglos antes de su aparición, diciendo: «Una voz clama en el desierto: Preparen el camino del Señor; enderecen sus sendas» (Isaías 40:3).

    A Dios le pareció importante que Juan le ayudara al pueblo a quitar los estorbos que le impedían volverse a él. Ahí aparecieron los saduceos para ver y oír a Juan. No se sabe bien para qué fueron, tal vez por curiosidad, porque los saduceos eran una secta bastante incrédula. Si creían en Dios, no tenían en claro para qué, porque al negar la resurrección de los muertos vivían una vida vacía de sentido. Ignoraban el propósito eterno de Dios. Su incredulidad en las promesas divinas y en la buena voluntad de Dios era la colina que necesitaba ser allanada para que pudieran ver a Jesús como su Salvador.

    Ahí aparecen los fariseos, aquellos a quienes el pueblo admiraba por su celo religioso y sus estrictas leyes rituales. Los fariseos se creían mejores que los demás, miraban a la gente desde arriba. Parece que se consideraban con derecho a ser más hijos de Abrahán que el resto de las personas. Esa era su piedra, su estorbo, el valle oscuro del engreimiento donde habitaban. Ese es el valle que Juan el Bautista dice debe ser rellenado.

    El arrepentimiento es la única manera de rellenar el valle, de bajar las colinas, de enderezar los caminos, de quitar los estorbos. La tarea de Juan el Bautista fue quitar las barreras que impedían ver claramente a Jesús, el Salvador del mundo, y para eso usó el lenguaje más apropiado, el que todos podemos entender. Su mensaje fue contundente, como quien advierte del peligro de condenación eterna, como el que quiere que nadie se duerma en la falsa confianza de ser hijo de la promesa, cuando en realidad no muestra frutos dignos de arrepentimiento.

    «Aun de estas piedras Dios puede levantar hijos a Abrahán», predicó Juan. Dios tiene poder de hacer hijos de la promesa a quien quiere, y eso es buena noticia. Dios también tiene la buena voluntad de hacerlo. Este es finalmente el propósito de la aparición de Juan el Precursor: «Escúchenme todos», decía, «Dios tiene ganas de salvarlos. Dejen de andar dando vueltas por la vida en sus pensamientos, divagando entre la incredulidad y el escepticismo, subiéndose a las colinas de la soberbia y bajando a los valles del criticismo destructivo. Enderecen sus sendas.» Hoy diríamos que Juan el Bautista predicaba «sin filtro». Decía las verdades de Dios, las que dolían y las que calmaban, a todos los que venían a él.

    Para evitar cualquier confusión entre sus oyentes, Juan aclara que él solo bautiza con agua en señal de arrepentimiento. Él no es el Salvador prometido; él ni siquiera es digno de atarle las sandalias al que viene después que él.

    Es más que interesante ver cómo Juan describe el ministerio del Mesías que vendría después de él. «El hacha ya está lista para derribar de raíz a los árboles; por tanto, todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado en el fuego» (v 10). Los fariseos y saduceos tenían que escuchar estas palabras. Tenemos que escuchar estas palabras todos nosotros, que somos un poco fariseos y un poco saduceos cuando ponemos en tela de juicio los caminos del Señor, cuando confiamos en nuestras tradiciones y dudamos que Dios pueda levantar hijos de entre los menos pensados.

    Muchas veces escuché la frase: «Ese no es trigo limpio», cuando alguien se refería a una persona de dudosa reputación. Dios sabe que nadie en su creación es trigo limpio. El trigo tiene que ser limpiado. Esa es la tarea que hace Jesús y que Juan anuncia. Jesús nos limpió de la suciedad de nuestro pecado cuando cumplió con el plan de Dios de morir en nuestro lugar y resucitar para darnos la garantía de nuestra propia resurrección.
    No, Juan el Bautista todavía no resucitó, como pensaba Herodes, pero revive en el mensaje del Evangelio de Mateo para mostrarnos nuestro pecado, traernos al arrepentimiento y reafirmarnos con la promesa de que Jesús viene con el bieldo, la herramienta que separa la paja del trigo. A causa de Jesús somos trigo limpio, y en el día del juicio seremos separados de lo malo y de toda condenación para habitar en el granero celestial para siempre.

    Cuánta confusión hay hoy a nuestro alrededor sobre quién es Dios, y dónde está Dios cuando sufrimos, y quién en realidad puede apuntarnos a Dios si no podemos verlo. ¿Por qué aparecen tantos líderes «mesiánicos», supuestos enviados de Dios en todas partes del mundo en todos los tiempos? Para todas estas preguntas, en Juan el Precursor y en Jesús el Salvador encontramos las respuestas.

    El pasaje de Mateo habla de un solo Juan el Bautista y de un solo Mesías. Al final de su Evangelio, Mateo registra el discurso de Jesús donde nos advierte de lo que sucederá en los últimos tiempos: «Así que», dice Jesús, «si alguien les dice: ‘Miren, aquí está el Cristo’, o ‘Miren, allí está’, no lo crean. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas que harán grandes señales y prodigios, de tal manera que, de ser posible, engañarán incluso a los elegidos» (Mateo 24:23-24).

    Hubo un solo Precursor, cuyo mensaje sigue vigente hoy. Juan el Bautista apuntó solo a Jesús como el Salvador enviado por el Padre celestial para redimir a la humanidad perdida y condenada.

    Hubo un solo Mesías, cuya obra de redención en la cruz sigue y seguirá vigente hasta el fin del mundo. Hay un solo Cristo que nos consiguió el perdón de nuestros pecados y la vida eterna. En su granero disfrutaremos su presencia junto a todos los redimidos por toda la eternidad.

    Si de alguna manera te podemos ayudar a afirmar tu fe en el único Cristo salvador, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.