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PARA EL CAMINO
El evangelio para el día de hoy nos habla de promesas rotas. Los principales sacerdotes en tiempo de Jesús rompen la promesa de ser pastores que escuchan la Palabra de Dios, y niegan que la autoridad de Jesús proviene del cielo y tiene como propósito el perdón de nuestros pecados.
En el mundo artístico se han creado muchas obras basadas en el tema de promesas rotas. Gran parte de las composiciones musicales románticas tienen como motivo de inspiración las promesas rotas o incumplidas.
Este tema no sólo lo hallamos en los géneros musicales populares, sino que también encontramos muchas promesas rotas en la Biblia. Muy frecuentemente los hijos de Israel prometieron hacer la voluntad de Dios. En particular en el libro de los Jueces encontramos repetidamente el ciclo de desobediencia, juicio y restauración. En cada uno de estos ciclos vemos cómo una y otra vez el pueblo de Dios faltaba a su promesa de hacer la voluntad divina. En la experiencia cotidiana vemos el mismo patrón: una y otra vez prometemos cosas que al final no podemos cumplir. El caso más típico en la vida familiar es la prevalencia del divorcio, que no es más que el quebrantamiento de promesas hechas delante de un altar o ante un juez civil.
El evangelio para el día de hoy nos habla de promesas rotas. Los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo del tiempo de Jesús rompen la promesa de ser pastores que escuchan la Palabra de Dios y guían al pueblo a Jesús, en quien se cumplen todas las promesas divinas de salvación y vida eterna. Sin embargo, cuando la encarnación y el cumplimiento de esa Palabra, Cristo Jesús, se presentó frente a ellos, se negaron rotundamente a escuchar su proclamación como Palabra de Dios. Una y otra vez se negaron a escuchar el mensaje divino que fluía de la boca del Dios hecho hombre.
¿Cómo es posible que aquéllos que conocían las Escrituras de arriba a abajo y tenían el privilegio y la responsabilidad de enseñarlas al pueblo de Dios no reconocieran en Jesús a la Palabra encarnada? Es que la autoridad del mensaje que él predicaba ponía en peligro sus propias pretensiones y sus intereses particulares. Esa era la razón por la cual estos sacerdotes y ancianos del pueblo le preguntan a Jesús, de manera desafiante, de dónde procede su autoridad para enseñar y obrar de la manera sorprendente con que él enseñaba y obraba.
Recordemos que Jesús había sanado enfermos y resucitado muertos, había calmado las fuerzas de la naturaleza y purificado el templo expulsando a los cambistas y mercaderes, y declaraba la Palabra de Dios con una convicción y autoridad nunca vistas. Por supuesto que todo esto pone nerviosos a los representantes de la religión institucionalizada, porque ven en él una amenaza para sus propios intereses. El apego que ellos tenían a sus tradiciones y privilegios no permitía que estos hombres, entrenados y llamados para representar a Dios, pudieran comprender que la persona que estaba delante de ellos obrando las maravillas que sólo Dios puede obrar, ¡era el mismo Dios hecho carne!
Pero no seamos tan ligeros en condenar, porque con nosotros, que vivimos en una época totalmente diferente, y a una gran distancia histórica de los acontecimientos narrados en el evangelio, pasa exactamente lo mismo: estamos tan ocupados con nuestra propia agenda, tan preocupados por las muchas cosas vanas de este mundo y angustiados por la incertidumbre y las ansiedades de cada día, que muchas veces no tenemos tiempo para escuchar la voz de Jesús… la voz de Jesús que es la voz del mismo Dios. La voz de Jesús que viene a nosotros a través de la lectura de su Santa Palabra y a través de la predicación de sus siervos fieles y dedicados. La Palabra de Dios nos llama a hacer un alto en nuestra precipitada vida para darnos tiempo para escuchar la voz de Dios que nos invita a confiar y descansar en su amor y misericordia.
En este pasaje Jesús, fiel a las tradiciones de su época, responde a la pregunta increpante de sus interrogadores con una pregunta aparentemente inocente, pero llena de mucha sabiduría. Jesús les pregunta: «El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo o de los hombres?» Lo que Jesús en realidad está diciéndoles, tanto a ellos como a nosotros hoy, es que su autoridad y la de Juan provienen del mismo lugar: ambas provienen del cielo y tienen como propósito el perdón de nuestros pecados.
Es en este momento cuando podemos ver las verdaderas intenciones de los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo. Primero que todo, vemos que no tienen celo por la verdad. Están más preocupados por su posición social, que por encontrar y conocer la verdad. Su discusión acerca de cuál sería la manera correcta de responder la pregunta sabia de Jesús pone al descubierto los motivos impuros de sus corazones. Su Dios no es el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, sino el dios de su reputación, de su posición social, y de sus intereses personales.
Ante su incapacidad de responder la pregunta que les fuera hecha, Jesús les responde con la parábola de los dos hijos, que ilustra la dureza de sus corazones. La historia del primer hijo de la parábola es básicamente la historia de la vida cristiana. Al principio, todos le decimos que «no» a Dios. Es lo que hacemos por naturaleza, es lo que nuestra rebeldía nos lleva a decir: «no» a Dios y a Jesús. San Pablo lo expresa claramente cuando afirma que antes de conocer a Cristo «vivíamos… siguiendo nuestros malos deseos y cumpliendo los caprichos de nuestra naturaleza pecadora y de nuestros pensamientos. A causa de esto, merecíamos con toda razón el terrible castigo de Dios, igual que los demás» (Efesios 2:3).
Es por eso que Dios envía su mensaje de evangelio, que es el mensaje que anuncia el perdón de nuestros pecados. Usted no está escuchando esta trasmisión por pura casualidad. No, estimado oyente, Dios envía su mensaje de salvación con la intención de que usted pueda saber cuán grande es el amor que él tiene por usted. En el plan de Dios para cada ser humano no existen coincidencias o casualidades. La muerte de Jesús de Nazaret en la cruz del Calvario no fue un hecho aislado y casual provocado por la ira y el descontento de los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo que confrontaron a Jesús sin darse cuenta que estaban confrontando al mismo Dios.
No. La muerte de Jesús de Nazaret en la cruz del Calvario fue parte del plan establecido por Dios para traerle salvación y vida eterna a cada ser humano, incluyéndole a usted y a mí. Usted está escuchando hoy este mensaje porque Dios le está llamando al arrepentimiento y a la fe en Cristo. Al arrepentimiento, porque usted es una persona pecadora que, al igual que los líderes religiosos del tiempo de Cristo, pone en tela de juicio la autoridad de Dios para exigirle arrepentimiento. Arrepentirse implica reconocer que hemos hecho cosas que no debíamos, y que fallamos en hacer cosas que sí debíamos haber hecho… arrepentirse implica pedir perdón por nuestras fallas, porque con ellas ofendemos al Dios Creador del universo… arrepentirse implica volverse a Dios. Y por medio de Jesucristo y su autoridad como Hijo de Dios, recibimos el completo perdón de todos nuestros pecados. Usted ya ha sido perdonado por la sangre que Jesús derramó en la cruz del Calvario. Eso es lo que le estamos anunciando ahora: el regalo de vida eterna que Dios le da sólo por gracia. Gracias al sacrifico de Jesús, podemos vivir con la conciencia tranquila. Porque el amor de Dios nos ha limpiado de toda maldad mediante la vida, muerte y resurrección de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, quien tiene la autoridad para declarar el perdón de nuestros pecados.
El segundo hijo de la parábola que contó Jesús, representa a las autoridades del templo. Su pecado es un poco más sofisticado, porque ha aprendido a mentir, a la vez que a quebrantar promesas. Todos conocemos personas que son rápidas para hacer promesas, especialmente cuando se encuentran en aprietos, o en una situación difícil. Y no estamos hablando de personas mal intencionadas, sino de personas comunes y corrientes, muchas veces muy agradables, que aparentan ser sinceras, y sobre todo muy convincentes. Son las personas que dicen, por ejemplo: «No se preocupe, amigo, que este asunto ya está resuelto», o: «Espéreme el próximo domingo, pastor, que voy a estar allí con toda seguridad». Como decimos en mi país de origen: «Esto es pan caliente», que quiere decir que lo prometido ya lo podemos dar por hecho, pero en el caso de estas personas, no es así: prometen que van a hacer algo, pero luego no lo cumplen.
Es cierto que Jesús contó esta parábola principalmente para los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo que habían desafiado su autoridad. Pero por medio de esta parábola también nos está hablando a cada uno de nosotros. La guerra que comenzó en nosotros el día que el Espíritu Santo plantó la semilla de la fe en nuestros corazones, es un conflicto que permanecerá hasta el día en que hayamos partido hacia la presencia del Señor, o que Jesús regrese a buscar a su iglesia.
Mientras tanto, es como si los dos hijos de la parábola estuvieran presentes en nuestro corazón. A veces le gritamos un «NO» rotundo a Dios en su propia presencia, así como lo hizo el segundo hijo. Entonces Dios nos atrae nuevamente hacia él mediante las dulces palabras del perdón que continuamente nos recuerdan cuánto nos ama. Una vez que hemos sido atraídos hacia Dios por la dulzura de sus promesas, nos parecemos una vez más al primer hijo, y podemos decirle un «SÍ» convincente al amor de nuestro Dios.
Vale agregar que hay un «tercer» hijo que no está presente en la parábola, porque es su autor. Ese tercer Hijo es el que no sólo le dijo «SÍ» al Padre, sino que también le obedeció de manera perfecta, dejando su trono celestial y convirtiéndose en un ser humano como nosotros. Ese Hijo es el que tiene la autoridad para perdonar nuestros pecados. Es el Hijo que nace del vientre de María, la virgen. Es el Hijo que, aunque fue llamado a humillarse bajo la ley de Dios, dijo «SÍ» sin pensarlo dos veces, y vivió una vida perfecta bajo esa misma ley. Es el Hijo que estuvo dispuesto a cambiar su perfección por el pecado de cada uno de nosotros. Es el Hijo que dijo «SÍ» y se dejó bautizar por Juan el Bautista para ser nuestro siervo e ir a la cruz. Es el Hijo al que se le pidió que cargara una pesada cruz, instrumento de muerte y condenación. Es el Hijo que al tercer día se levantó victorioso de entre los muertos y dijo a sus discípulos: «Toda autoridad me es dada en el cielo y en la tierra», y así envió a su iglesia y sus pastores a proclamar su perdón al mundo.
¿Quién es la autoridad en su vida? No estoy preguntando quién le causa temor. Un guapetón puede aterrorizarle y un dictador puede intimidarle, pero nunca serán la autoridad en su vida. La autoridad en nuestra vida es la persona que honramos y respetamos; y ese honor y respeto son dados no porque son demandados, sino porque son merecidos. Entonces, ¿quién es la autoridad en su vida?
Permítame decirle, hermano, que no hay quien merezca más nuestro honor y respeto que Jesús. Aun aquéllos que en su tiempo no lo seguían, como los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo de nuestra historia de hoy, sabían que Jesús obraba y enseñaba con una autoridad que sólo Dios podía tener u otorgar. Por eso, al final del Evangelio según San Mateo, Jesús dice: «Toda autoridad me es dada en el cielo y en la tierra».
Jesús, el Hijo obediente de Dios, es quien tiene la autoridad para perdonar nuestros pecados, ordenar nuestros pasos, y sostenernos en nuestro diario vivir. No hay autoridad espiritual en este mundo mayor que la autoridad de Jesús, el Hijo del Hombre. Bajo su mandato y autoridad, cuando nos congregamos como iglesia cristiana celebramos su Santa Cena, donde recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo. Cuerpo y sangre que fueron entregados para nuestra salvación, y que recibimos como dones especiales que nos fortalecen la fe y sostienen nuestra esperanza en el Hijo que de manera perfecta obedeció al Padre para que nosotros podamos ser partícipes de su reino de gracia y misericordia.
Mi querido oyente: la historia de Jesús, los hechos de su muerte y su gloriosa resurrección, no pertenecen a un pasado de fantasía. Ellos son parte de la historia de salvación fruto del amor de Dios manifestado en el Hijo obediente quien, por amor a cada uno de nosotros, entregó su vida preciosa para que nosotros hoy podamos llamar a Dios ‘Padre’, porque hemos sido reconciliados con él y reunidos en la familia de la fe.
La autoridad de Jesús sobre el pecado, la muerte y los poderes de las tinieblas, nos fortalece para enfrentarnos a las luchas y conflictos de esta vida con la confianza absoluta de que Dios está con nosotros. No importan las nubes de la tormenta que se avecinan; Jesucristo tiene el poder para calmar la tormenta, y él está junto a nosotros para protegernos, sostenernos y ayudarnos en cada paso de nuestro caminar por este mundo.
Es mi oración y deseo que, por el poder del Espíritu Santo, usted pueda crecer en el entendimiento del amor y la gracia de Dios en Jesucristo, en cuyo nombre recibimos el perdón de pecados y la esperanza de la vida eterna.
Si de alguna manera podemos ayudarle en su camino de fe, comunícate con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.