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PARA EL CAMINO
La Navidad es una celebración que nos recuerda que Dios está a nuestro favor, Dios está con nosotros. El mensaje de las huestes celestiales no ha cambiado: Dios quiere hacer su buena voluntad en nosotros y llenarnos de paz.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
¡Feliz Navidad estimado oyente! Que Dios te bendiga ricamente en este día. Hoy tendremos un mensaje sobre la Navidad, ya que hoy celebramos el nacimiento de Jesús.
La fiesta de la Navidad siempre me trae recuerdos gratos, sobre todo de cuando éramos niños, porque había algo en el aire. En los días previos se respiraba un aire cargado de expectativa. El clima en casa y en la iglesia era muy especial. Practicábamos mucho las canciones para la Nochebuena y estudiábamos algunos versos y poemas que luego recitábamos de memoria. La Navidad nunca fue para mí una sorpresa, siempre fue precedida por las muchas actividades previas que se desarrollaban en nuestra congregación cristiana. Creo que para la mayoría del mundo occidental donde nosotros vivimos, la Navidad no es una sorpresa para nadie. Porque hasta las actividades de los que no son cristianos nos alertan de que la Navidad está cerca, y de que no perdamos mucho tiempo y que comencemos a prepararnos.
Los que sí se llevaron una sorpresa fueron los pastores de ovejas en las afueras de Belén que estaban protegiendo a su rebaño. ¡Pobres hombres! Sorpresa y susto a la vez. Los mensajeros celestiales eligieron el momento justo, cuando todo estaba en calma, cuando los pastores habían terminado su actividad diaria y se reunían a pasar juntos la noche. Con el cielo oscuro de trasfondo, el resplandor de la gloria de Dios se hizo más brillante aun, y dejó a los pastores envueltos con la gloria del Señor.
Dios sorprendió a los pastores con una buena noticia. Dios quiso que todo el pueblo tuviera un motivo de gran alegría porque el Salvador había nacido no muy lejos de allí. Para que los pastores pudieran sacudirse el miedo de encima, el ángel los tranquiliza diciéndoles que no teman, que les trae una noticia alegre, y luego les da señales claras para que encuentren con facilidad al niño. Luego, una multitud de los ejércitos celestiales confirman a los pastores que no están teniendo un sueño extraño ni que están viendo una visión, y alaban a Dios diciendo: «¡Gloria a Dios en las alturas! ¡Paz en la tierra a todos los que gozan de su favor!»
Mientras tanto, en Belén se escucha el llanto de un recién nacido. María, José y los que estaban con ellos vivieron con solemnidad el momento más importante para la humanidad: el nacimiento del Hijo de Dios. María y José no entendían eso todavía en forma plena. Tampoco nosotros podemos entender cómo Dios, que es creador, eterno e infinito, decide nacer, hacerse hombre, literalmente encarnarse. Pero no es cuestión de entender el milagro de la Navidad, sino de creer lo que Dios está haciendo para traernos la buena noticia de que el Salvador ha nacido para alegría de todo su pueblo.
Las señales que el mensajero celestial les dio a los pastores son harto simples y humildes: un bebé envuelto en pañales y un pesebre por cuna. Resulta contradictorio para nuestra manera de pensar. Un bebé que no tiene casa propia en ese lugar, ni servicio de limpieza ni de comida ni atención médica. A simple vista nada indica que ese niño sea el Mesías que va a liberar a Israel. Pero así hace Dios. Dios obra desde abajo, desde lo más humilde y lo más simple, aun desde lo que es contradictorio para nosotros. Desde el punto de vista divino, todo está perfectamente planeado.
Notemos cómo el evangelista Lucas registra los hechos históricos del nacimiento de Jesús con lujo de detalles. Lucas sitúa el nacimiento de Jesús en la era política de Augusto César, quien desde Roma gobernaba un vasto y poderoso imperio, y sitúa geográficamente a María y a José en el norte de Palestina, en un pueblito llamado Nazaret. También nos alerta de que el matrimonio de José y María es un caso especial y de que el embarazo de María es más especial todavía porque José no tuvo nada que ver con eso: había sido Dios mismo quien embarazó a María mediante el Espíritu Santo. Lucas nos muestra cómo Dios usó las fuerzas cívicas para obligar a los ciudadanos a ser censados en su pueblo de nacimiento, motivo por el cual María y José tuvieron que hacer el viaje de ciento treinta kilómetros hasta Belén.
Pero Belén no es importante en esta historia porque José haya nacido allí o porque fuera el lugar de nacimiento del rey David, sino porque había sido profetizado unos cinco siglos antes de que el Mesías nacería en esa ciudad. Así dice el capítulo 5:2 del libro del profeta Miqueas: «Tú, Belén Efrata, eres pequeña para estar entre las familias de Judá; pero de ti me saldrá el que será Señor en Israel». Así se cumplió el propósito de Dios, y el Rey de Reyes nació en la ciudad real.
El propósito de Dios para ti, estimado oyente, y para mí, no ha cambiado. La Navidad es una celebración que nos recuerda que Dios está a nuestro favor, Dios está con nosotros. El mensaje de las huestes celestiales no ha cambiado: Dios quiere hacer su buena voluntad en nosotros y llenarnos de paz. No importa en qué situación te encuentres hoy. Ya sea que estés medio dormido y no le veas mucho propósito a tu vida, o que seas escéptico respecto de la forma en que Dios viene al mundo, si no entiendes por qué esa necesidad de Dios de encarnarse, la Navidad sigue trayendo el mismo mensaje: Dios ama a todo el mundo. Eso te incluye a ti y me incluye a mí, porque tú y yo somos pecadores que merecemos y sufrimos las consecuencias de nuestra vida apartada de Dios. La Navidad nos muestra tal cual somos: personas que necesitamos que Dios venga a nosotros para cambiar nuestra vida. Sin la historia de Navidad nuestra historia tiene un final trágico: la eternidad sin paz y apartados de Dios para siempre.
La celebración de la Navidad se repite cada año, para la misma fecha. Las situaciones nuestras han cambiado mucho desde ese día en que Jesús nació. Hoy hacemos ciento treinta kilómetros en un poco más de una hora, porque tenemos vehículos cómodos y carreteras eficientes. Hoy tenemos una atención buena para la mujer que está dando a luz, y medios para comunicar de inmediato el nacimiento de nuestro hijo o nieto o hermanito a todos nuestros amigos no importa en qué lugar del mundo se encuentren. Pero nuestra necesidad de un Salvador no ha cambiado. Nuestra miseria espiritual sigue activa, molestando nuestra conciencia y muchas veces haciéndonos indiferentes al amor de Dios. Por eso es bueno volver a escuchar esta historia que cambia nuestra historia para siempre, incluyendo el lugar donde pasaremos la eternidad. Lo que tampoco cambia es Dios. Su gracia y su amor siguen viniendo a nosotros de la misma forma en que vinieron en Belén, o sea, a través de Jesús.
La historia que comenzó a cambiar al mundo con el nacimiento de Jesús en Belén encontró su punto culminante el día en que el Dios encarnado entregó su vida en una cruz. Porque Jesús nació para morir. Jesús nació con un propósito y murió con un propósito. ¿Cuál fue ese propósito? Que ni tú ni yo tuviéramos que morir en nuestros pecados y ser condenados para siempre. Jesús no murió por sus pecados sino por los nuestros. Jesús no murió para entrar él al cielo, ya que el cielo siempre le perteneció, sino para que nosotros podamos entrar a él. Unos treinta años después de su nacimiento Jesús ofreció su vida, y su cuerpo fue guardado en una tumba. Pero al tercer día el Padre celestial lo resucitó triunfador sobre el pecado, la muerte y el infierno. La paz que se anunció el día del nacimiento llega ahora a todas las personas que escuchan el anuncio de los ángeles y siguen las señales de dónde encontrar al Salvador.
Lo que me llama la atención en esta historia esa noche en las afueras de Belén es que el ángel no les pide a los pastores que vayan a Belén. ¡Da por sentado de que irán corriendo a ver lo que había sucedido! Los pastores van con el dato preciso: un bebé en pañales acostado en un pesebre. No les pareció tonto o incongruente buscar algo tan simple para ver algo extraordinario. Y si les pareció, los ángeles supieron convencerlos de que así eran las cosas y listo.
Lamentablemente, hoy hay muchas personas que no se dejan convencer tan fácil por lo que Dios dice. Oremos por ellos. Las señales de Dios no han cambiado, todas apuntan a la misma historia y a la misma persona: Jesucristo. Hoy nosotros estamos del otro lado de la historia. Jesús ya no usa pañales ni se prepara para ir a la cruz. Eso ya lo hizo, y fue suficiente que lo hiciera una vez. Hoy Jesús nos señala a su Palabra, esa que él predicó durante su ministerio en la tierra. Nos dirige a la Palabra que fue escrita mucho antes de que él naciera, que nos cuenta la historia de cómo Dios obró con su pueblo durante muchos siglos y a todas las señales claras del Antiguo Testamento que apuntan a él como el Mesías y Salvador. Jesús nos señala a los comentarios de los apóstoles, escritos que componen el Nuevo Testamento y que nos muestran su amor por nosotros. Jesús nos señala al Bautismo que lava nuestros pecados, y a la Santa Cena mediante la cual él nos ofrece su propio cuerpo y sangre para reafirmarnos en la fe y en la certeza de que él nos ha perdonado. Así es como nos inunda de su paz.
Estimado oyente, sigue escuchando la voz de Dios. Su mensaje no ha cambiado. Sus promesas siguen firmes. Su amor por ti es inamovible. ¡Que Dios bendiga ricamente tus celebraciones de la Navidad! Y si podemos servirte de alguna otra forma, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.