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PARA EL CAMINO
Cuando clamamos arrepentidos pidiendo misericordia, Dios cambia nuestro corazón y crea en nosotros un corazón nuevo, donde la exaltación y la soberbia no tienen lugar.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
Pasé la mayor parte de mi vida en el sur de Latinoamérica. Fui criado y formado espiritualmente en la tradición protestante, más específicamente, de acuerdo a la doctrina de la iglesia de la Reforma. Pero, como en todo país latinoamericano, la mayoría de la gente era de una tradición cristiana diferente, la tradición que trajeron los españoles a América. De ahí, y gracias a mis compañeros de escuela, aprendí lo que ellos fueron enseñados en su iglesia. Por ejemplo, ellos sabían de pecados capitales y veniales, cosa de la cual yo nunca había escuchado. Interesado, leí lo suficiente para tener una idea de qué se trataba este tema. Verás, estimado oyente, cómo esto de los pecados capitales tiene que ver con la parábola que Jesús nos enseña hoy.
La tradición cristiana estableció que el más grande de los pecados capitales es la soberbia, por el simple hecho de que se consideraba que de ese pecado surgían todos los demás. Si quieres, busca en la Biblia todas las veces que Dios habla sobre la soberbia. Ese término ocurre más de cincuenta veces en nuestras Biblias castellanas y en todas esas veces Dios reacciona con dureza, mostrando su desaprobación. Solo basta un versículo como ejemplo. El patriarca Job dijo: «Esa gente clama, pero Dios no los escucha por causa de su maldad y soberbia» (Job 35:12). Literalmente la soberbia cierra la puerta de los cielos.
La soberbia, a veces también llamada vanidad, orgullo o arrogancia, fue considerada por algunas tradiciones cristianas como el pecado fundamental y la madre de todos los vicios. Consideran que el primer pecado cometido fue un acto de soberbia por Satanás, quien se negó a reconocer a Dios como su Señor. Satanás fue quien se acercó a Adán y a Eva para hacerlos caer en la trampa. Los sedujo diciéndoles que ellos iban a ser igual a Dios, los llamó a la desobediencia, a no escuchar a la voz del cielo, sino a la soberbia del que quiso y todavía quiere conquistar el mundo para sí mismo. Y esto es lo que sucede cuando no prestamos atención a la palabra de Dios, cuando dudamos de sus promesas e ignoramos sus advertencias. «Serán igual a Dios» les prometió falsamente el diablo a Adán y Eva. Y nuestros primeros padres quisieron ser igual a Dios. «Nada se pierde con probar», pensaron. Ya conocemos el resultado. En lugar de no perder nada, perdimos todo.
Jesús observó que había algunos «que se consideraban justos y menospreciaban a los demás». El Señor siempre observa a su alrededor y obra en consecuencia. ¿Qué quiere lograr Jesús con esta parábola? ¿Cambiar la sociedad? Más bien, Jesús hizo un llamado al arrepentimiento. Porque la soberbia, la arrogancia, el menosprecio, el creerse superior al prójimo, cierra la puerta de los cielos. Jesús comenta al final de la parábola que el fariseo no fue escuchado. Este líder religioso que fue al templo a orar, habló para sus adentros. Le comentó a Dios lo bueno que él era en cumplir los pormenores de la ley. Le agradeció a Dios de que él no era como los demás, mucho menos como el cobrador de impuestos, que se sabía a las claras que era el peor de los pecadores, el vendepatria, el traidor a la causa, el que seguramente no merecía la bendición de Dios.
Tal vez no seamos como este fariseo. O tal vez no seamos tanto como este fariseo. Pero la realidad es que para saber dónde estamos y quiénes somos en esta vida, miramos a nuestro alrededor y nos comparamos constantemente con otros. Además, como buenos pecadores que somos, aprendemos a menospreciar a otros aunque sea en una forma muy sutil. El fariseo que llevamos adentro es el viejo hombre del que habla la Biblia, el que habla con Dios para mostrar sus cualidades y sus hazañas y que se llena de soberbia por algún logro temporal. Nos gusta que alguien nos enaltezca, buscamos la aprobación de los demás, queremos estar por encima de la multitud.
Un sacerdote latinoamericano dijo una vez: «Todo niño quiere ser hombre, todo hombre quiere ser rey, todo rey quiere ser Dios, solo Dios quiso ser niño.» Y esto está en el centro de la parábola de Jesús. Vamos a ver cómo.
El cobrador de impuestos era el más deleznable y despreciado entre el pueblo de Israel porque era considerado un traidor, y porque además, como estaba protegido por el Imperio Romano, solía robar a sus compatriotas. Ese cobrador es el modelo elegido por Jesús para llamarnos a ver el corazón del verdadero cristiano. El publicano no se atreve a levantar la vista al cielo, tiene vergüenza, se mantiene alejado, no se muestra en el templo, no pretende ser visto por nadie sino solo por Dios. Se golpea el pecho para hacer hablar a su corazón. Desde sus adentros clama algo muy simple, pero a la vez muy profundo: «Dios mío, ten misericordia de mí, porque soy un pecador.»
Tres palabras resumen su oración: Dios, misericordia, pecador. Dios es el Señor de todo. Él es el que ve. El publicano sabe cómo Dios lo ve, por lo tanto no le importa lo que piensa la gente de él. Con toda seguridad él no experimentó misericordia de sus compatriotas, ni halagos ni felicitaciones. Él sabía que Dios es el único rico en misericordia. Eso está en las Escrituras. Él sería publicano pero conocía a Dios, conocía al Dios que lo favorecía, al Dios contra el cual él había pecado. Se vio a sí mismo como pecador. No se comparó con nadie sino con la ley y la santidad de Dios. Si la palabra soberbia aparece más de cincuenta veces en nuestras Biblias, la palabra misericordia aparece más de trescientas veces. El cobrador de impuestos conocía las Escrituras, y le abrió el corazón a Dios. Se humilló. Pidió clemencia, y Dios lo justificó. Ante sus ojos, y por causa de Jesús, Dios Padre lo vio como un santo. No por los diezmos que dio ni por lo supuestamente bien que se comportó, sino por el perdón que recibió y lo hizo nacer de nuevo. Ese pecador recibió la justicia de Jesús.
En definitiva, así es como Dios cambia la sociedad, cambiando el corazón de cada persona que clama arrepentida por misericordia. Y así Dios crea un reino nuevo, donde la exaltación y la soberbia no tienen lugar. Dios cambia tu vida y la mía, estimado oyente. Él, Dios creador y majestuoso, rey soberano de todo el universo, quiso hacerse niño para hacerse hombre. No quiso ser rey, porque Jesús ya es rey. Y siendo hombre y Dios, Jesús cargó con nuestra soberbia, nuestros pecados mayores y menores, los llevó a la cruz y pagó con su vida el rescate que Dios había establecido para poder hacer un nuevo reino.
Jesús sigue mirando hoy al corazón humano. No escucha a los vanidosos y soberbios que se enaltecen a sí mismos. Esa ya es su recompensa. Así lo enseña Jesús cuando les dice a sus discípulos en el sermón del monte: «No toques la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para que la gente los alabe. De cierto les digo que con eso ya se han ganado su recompensa» (Mateo 6:2).
Dios se hizo niño y hombre para abrirnos las puertas del cielo. El perdón de los pecados que él nos ofrece y nos otorga nos hace personas nuevas que, en lugar de mirarse tanto a sí mismas y a sus logros, miran lo que no pueden lograr: un cambio de corazón. Ningún ser humano por sí mismo puede conseguir, por mucho que se afane, sacarse de encima el sentimiento de culpa, simplemente porque no puede sacarse por sí mismo las acusaciones de su conciencia. Y es bueno que así sea, para que finalmente, como el publicano, nos golpeemos el pecho y hagamos hablar al corazón. Ver nuestro corazón, así como la Escritura lo describe, puede ser aterrador, porque la palabra de Dios nos revela que somos pecadores desde nuestro nacimiento y que solo habitan pensamientos vanidosos y soberbios en él. El llamado al arrepentimiento de Jesús sigue vigente hoy. Él sigue viéndonos e invitándonos a clamar por misericordia. Su promesa está intacta: Dios nos escuchará y seremos justificados.
Al ser justificados, Dios nos enaltece y nos pone a la altura de Jesús. Nos ve así, santos como santo es Jesús. Ser justificado por la sangre de Jesús también nos indica que nuestra perfección aún no ha llegado, eso será en la próxima vida. Mientras tanto, practicamos la misericordia que Dios ha tenido con nosotros, y miramos a nuestro prójimo con compasión, y le transmitimos con actitudes y palabras lo que Cristo ha hecho por nosotros.
Así es el reino que Dios inauguró con Jesús. Un reino donde reina la misericordia, el perdón y la humildad y la gratitud. ¿Cuál es nuestra reacción a todo esto? ¿Dónde estás tú, estimado oyente en tu camino espiritual? ¿Te allegas al templo o te quedas a la distancia, sin atreverte a levantar los ojos al cielo?
Escucha el plan de Dios para tu vida como lo explica el apóstol Pablo a los Efesios. Así dice el apóstol: «Y [Dios] mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a estar unidos por la fe y el conocimiento del Hijo de Dios; hasta que lleguemos a ser un hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Efesios 4:11-13).
Desde la humildad de un corazón arrepentido y perdonado, damos gracias a Dios por sus dones, y por tener como meta ponernos, a través de la iglesia, a la altura de la plenitud de Cristo.
Estimado oyente, si de alguna manera podemos reafirmarte en la justicia que Jesús obró por ti, o si podemos ayudarte a encontrar una iglesia donde puedes escuchar la palabra de Cristo, a continuación, te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.