PARA EL CAMINO

  • La salvación está cerca

  • julio 4, 2010
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Lucas 10:1-11
    Lucas 10, Sermons: 6

  • A través de Jesucristo, Dios ofrece salvación a todos los que creen en Él. Para ello, encomienda a su pueblo que comparta la historia de salvación con el mundo entero. Y eso es lo que hacemos hoy: proclamamos a Cristo crucificado y resucitado, porque hoy es el día de salvación.

  • A fines del 1800, una iglesia de Nueva York llamó al Reverendo Charles Berry, de Inglaterra, para que fuera a servirles como su pastor. En ese momento Berry ya era famoso por ser un gran predicador, un ministro sólido de la Palabra de Dios, y un poderoso testigo del Señor. Pero no había sido siempre así. Muy pocos en esa iglesia de Nueva York sabían que, al comienzo de su ministerio, el Pastor Berry había predicado un Evangelio sumamente débil y frágil. ¿Por qué? Porque para él, en esos momentos de su vida, Jesús había sido un hombre excepcional, un excelente maestro, un gran filósofo, pero no el Redentor enviado por Dios desde el cielo para salvar al mundo.

    Quizás las cosas hubieran seguido siempre así si no hubiera sido por algo que le sucedió cuando servía como pastor en su primera iglesia en Inglaterra. Un día, cuando estaba en su oficina, alguien golpeó a su puerta. Al mirar por la ventana vio que era una niña común y corriente. Berry abrió la puerta, y le preguntó: «Hola, hijita, ¿en qué te puedo ayudar?» La niña, a su vez, le respondió con una pregunta: «¿Es usted pastor?» «Sí», le dijo él. «Entonces debe venir rápido conmigo. Quiero que lleve a mi mamá.»

    Sabiendo que la niña venía de un barrio pobre, Berry pensó que, con toda seguridad, la mamá estaba durmiendo su borrachera tirada en algún callejón, por lo que le dijo: «Creo que sería mejor si le pidieras a la policía que te ayudara. Seguramente ellos le podrán conseguir a tu mamá un lugar dónde quedarse». «No, no, no», le dijo la niña, «mi mamá se está muriendo, y usted tiene que venir para llevarla al cielo». Sin más palabras, Berry se puso el abrigo y siguió a la niña por las calles oscuras, durante más de 3 kilómetros. Cuando llegaron a la casa, fue y se arrodilló al lado de la cama de la moribunda.

    Según le habían enseñado, o mejor dicho, según él creía, Berry comenzó a hablarle de Jesús a la mujer moribunda. Le dijo que Jesús era bueno, que nos había enseñado cómo vivir, y que nos había dejado un ejemplo excelente de cómo debíamos comportarnos en la vida. La mujer, por su parte, escuchó atentamente, pero, por más que se estaba muriendo, no era tonta, por lo que lo interrumpió, diciéndole: «Reverendo, de nada me sirve lo que me está diciendo. Yo soy pecadora y me estoy por morir. ¿Hay alguien que pueda tener misericordia de mí y salvar mi alma?»

    En ese momento Berry se dio cuenta que, ni siquiera frente a la muerte, tenía algo de valor para decir, algo que realmente pudiera ser de ayuda. Aun cuando estaba mirando de frente al pecado y a la muerte eterna, no tenía un mensaje de perdón y salvación para compartir con esa mujer moribunda. Fue entonces que dejó de lado todo lo que había aprendido acerca de la humanidad de Jesús, y recordó cuando se sentaba a los pies de su propia madre, quien había sido su mayor maestra. Así recordó que el Jesús de su madre había nacido para vivir una vida perfecta por nosotros, y que su gran amor lo había motivado a cargar con todos nuestros pecados. Recordó que el Salvador había dado su vida en la cruz para que nosotros podamos vivir, rescatando nuestras almas del pecado, la muerte, y el diablo, y que al resucitar de los muertos había mostrado al mundo que la tumba y la muerte ya no tienen más la última palabra.

    Y entonces volvió a hablar, esta vez en forma simple y clara, del Salvador que puede consolar a una niña cuya mamá se está muriendo, y que puede dar esperanza y fe a una mujer en su lecho de muerte. Y mientras lo hacía, el Espíritu Santo de Dios alivió el corazón atormentado de esa mujer quien, con lágrimas en los ojos, pudo decir: «Eso era lo que necesitaba escuchar. Ahora sí me puedo ir. Ahora veo el cielo.» ¿Quién fue el responsable de llevar a esa mujer al cielo? El Pastor Berry supo muy bien que Dios lo había usado para sus propósitos divinos y se dio cuenta que, a través de la intervención de esa niña, Dios había cambiado tres vidas para siempre.

    Dios usa a los predicadores. Hubo un tiempo en que los países cristianos tenían en gran estima a los predicadores. En el siglo 19, Matthew Simpson, el pastor que predicó en el funeral de Abraham Lincoln, dijo acerca de los predicadores: «Tienen el púlpito como trono; hablan en lugar de Cristo; proclaman la palabra de Dios; están rodeados de almas inmortales; el Salvador invisible está a su lado; el Espíritu Santo está sobre la congregación; los ángeles observan, y el cielo y la tierra esperan». Unos años después, en ese mismo siglo, Charles Spurgeon describió así la predicación: «La vida, la muerte, el infierno, y los mundos desconocidos dependen de la predicación». En el último siglo, todavía había muchas personas que estaban de acuerdo con James Massey, quien dijo: «Predicar como Dios quiere nunca va a perder su poder o su razón de ser. Las preocupaciones humanas cambiarán con cada generación, pero los medios de Dios para atender a las necesidades humanas nunca van a cambiar».

    Dios utiliza predicadores para compartir la historia de salvación. Eso hizo Jesús cuando envió a sus discípulos. El Evangelio de Lucas nos cuenta acerca de la vez que Jesús comisionó a 72 hombres para que fueran, de a dos, a preparar el camino para el Salvador. En esos días, Jesús había estado tratando de visitar a tantas almas pecadoras como le había sido posible. Esa había sido su prioridad. Sabiendo que su tiempo era limitado, Jesús decidió enviar a sus discípulos a los pueblos y ciudades donde pronto habría de ir. La tarea de esos 72 discípulos era hacer propaganda sobre Jesús, para que los habitantes de esos lugares supieran que alguien maravilloso y especial estaba por llegar allí.

    Para que las personas les prestaran toda su atención, Jesús les dio a sus discípulos ciertas órdenes e instrucciones acerca de cómo debían comportarse, y qué debían decir y hacer. Las mismas las encontramos en el capítulo diez del Evangelio de Lucas. Por ejemplo, Jesús les dijo que debían viajar sin equipaje, así podrían ir rápido. Les dijo que fueran con oraciones en sus corazones, y con la Palabra de Dios en sus bocas. Que no debían llevar dinero o provisiones, sino que debían depender completamente de la buena voluntad y el apoyo de las personas que encontraran en el camino, y que no debían quejarse de nada. Si en un pueblo eran bienvenidos, debían decir: ‘Venimos en representación de Jesús de Nazaret, el Mesías prometido. Queremos que sepan que él es especial, poderoso, y único. Como prueba de ello les invitamos a que traigan a sus enfermos, aun a aquéllos que están al borde de la muerte, y también quienes estén poseídos por demonios. Nosotros representamos a Jesús de Nazaret, quien quiere que sepan que el Reino de Dios ya está cerca de ustedes’.

    No hay duda que estos discípulos deben haber impresionado a la gente con sus milagros y con las palabras de Jesús, y que muchos deben haber sido movidos a recibir en su pueblo al Salvador con los brazos abiertos. Así es como debería haber sido. Los discípulos debían predicar, y las personas debían escuchar y estar preparadas para la llegada del Salvador y la salvación. Y en algunos lugares fue así, pero en otros no. Hubo lugares en los que la gente se rehusó a que alguien les predicara, y cuando los discípulos comenzaban a decir que iban en nombre de Jesús de Nazaret, la muchedumbre les respondía gritando: ‘¿Nazaret? Nosotros conocemos Nazaret. Quizá algo bueno pueda venir de Nazaret, pero ¿el Mesías? No. Eso sí que no es posible.’ Sin duda en esos lugares también había enfermos, moribundos y endemoniados, que bien hubieran apreciado ser sanados. Sin embargo, nunca tuvieron una chance, porque despreciaron a los predicadores, y la predicación.

    Nada de esto fue sorpresa para Jesús. Él ya había anticipado ese tipo de reacción, porque sabía que iba a suceder. Por eso es que de entrada les dio instrucciones a sus discípulos para que supieran qué hacer cuando eso ocurriera. Les dijo algo así como: ‘Si van a un lugar donde no quieren escuchar su mensaje, simplemente sacúdanse el polvo de los pies, y vayan a otro lugar donde sí quieran escuchar el mensaje de salvación que trae el Mesías. Pero, antes de irse, déjenles en claro que el Señor quiere que sepan que el Reino de Dios llamó a la puerta de sus casas ese día, y ellos no quisieron abrir. Y eso es una pena, porque Dios no va a forzar a nadie a hacer nada, ni va a obligar a nadie a tener fe en Él. El Señor quiere que todas las personas sean salvas, pero no lo demanda. Ustedes, que han rechazado a Jesús de Nazaret, sepan que el Señor les da el derecho de ir al infierno, si eso es lo que quieren. Pero si terminan allí, y si recuerdan este día, no se les ocurra echarle la culpa a Dios, porque Él llamó a la puerta de sus corazones, y ustedes decidieron no abrirla.’

    Así es que los discípulos fueron y predicaron. Como resultado, algunas vidas fueron cambiadas y otras quedaron igual que antes. Y durante casi 2.000 años ha sido de esa manera. Durante 2.000 años, ha habido predicadores que han ido a predicar por todas partes, y durante 2.000 años algunas vidas han sido cambiadas y otras han quedado igual que antes. Me pregunto en cuál de los dos grupos se encuentra usted: ¿su vida ha sido cambiada, o sigue igual? No necesito decirle que usted es pecador. Todos sabemos que somos pecadores… si usted tiene alguna duda al respecto, pregúntele a sus amigos.

    Entonces, ¿qué hacer? Cuando el Dios Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se dio cuenta que el diablo nos había seducido, se enojó mucho. Se enojó porque lo habíamos desobedecido a Él, que nos había dado todo, y que sólo había pedido que lo amáramos y respetáramos. Se enojó porque, por nuestra culpa, el pecado y la muerte entraron en el mundo, y junto con ellos el dolor, la tristeza, el desaliento, la decepción, la angustia, y el descontento. Ante esa nueva realidad, Dios bien podría habernos abandonado, o hasta eliminado por completo de la faz de la tierra. Pero, en vez de ello, Dios eligió establecer un plan para rescatarnos y salvarnos. Para llevar a cabo ese plan, Dios envió a su Hijo Jesús a restaurar lo que nosotros habíamos arruinado. Jesús vino al mundo para cumplir con las leyes de Dios que nosotros habíamos trasgredido. Y así lo hizo. Jesús vino al mundo para resistir las tentaciones del diablo a las que nosotros sucumbimos porque las encontramos tan atractivas. Y así lo hizo. Jesús vino al mundo para asumir la culpa de nuestros pecados y llevarlos a la cruz, donde terminó dando su vida a cambio de las nuestras.

    Dios hizo todo eso no porque nosotros seamos buenos, amables, o compasivos, sino porque nos ama. Y porque nos ama, es que todavía sigue enviando su Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad, para llamar a las almas pecadoras al arrepentimiento y la salvación. Y para hacerlo, enlista representantes suyos a quienes les da la tarea de decirles a las personas que su Reino ya está aquí, en Jesús. Eso es lo que los 70 hicieron cuando Jesús los envió, es lo que este programa ha venido haciendo durante casi 80 años, y es lo que muchos pastores están haciendo en estos mismos momentos allí donde usted vive. Todos estamos tratando de decirle a la mayor cantidad posible de personas, que el Reino de Dios está cerca.

    Estimado oyente, si usted todavía no confiesa a Jesucristo como el Señor y Salvador de su vida, es probable que haya alguien que esté tratando de compartir con usted la historia de la salvación para hacerle cambiar de opinión. Quizás sea un pastor o un sacerdote, quizás sea un amigo que sólo quiere lo mejor para usted, o quizás sea uno de sus padres, maestros, o incluso su cónyuge. Y también es probable que a veces usted sienta como que no lo dejan tranquilo, que siguen insistiendo siempre con lo mismo, por más que usted no QUIERE que nadie le predique, porque no NECESITA que nadie le predique. A nadie nos gusta que nos digan que estamos equivocados… que hemos hecho algo malo… que necesitamos cambiar. Y yo le comprendo bien. Usted piensa que los que predicamos somos aburridos, y es cierto, a veces lo somos. Usted piensa que no siempre somos buenos predicadores, y es cierto, a veces no lo somos. Usted piensa que creemos que tenemos todas las respuestas, pero no las tenemos… quien las tiene es Jesús. Lo único que le puedo decir, con absoluta seguridad, es que los que predicamos la Palabra de Dios somos representantes del Salvador, y todo lo que decimos lo decimos porque él nos lo ha pedido.

    Crea en él y será salvo. Crea en Jesús… el reino de los cielos está cerca. Mi amigo, sé que quienes ya somos parte del reino de Cristo tenemos muchas fallas… pero él no. Por eso es que, por más fallas que tengamos, no podemos dejar de seguir hablando acerca de él. Si yo tuviera un medicamento que curara el cáncer, se lo diría a todo el mundo. No podría dejar de decirle a nadie acerca de la existencia de ese medicamento; sería un pecado no compartirlo. Lo mismo ocurre con Jesús. La medicina de la sangre derramada por Jesús en la cruz salva a las personas de su pecado; les limpia las almas; los saca del infierno, y los lleva al cielo. La medicina de la sangre derramada por Jesús en la cruz llena la mente, el corazón y el alma de las personas con una paz que en ningún otro lado se pueden conseguir. Jesús es el medicamento que usted necesita. Tenemos que seguir hablando de él.

    Es claro que usted no tiene por qué escuchar. Nadie TIENE que escuchar. En los tiempos de Jesús hubo personas que no escucharon. En cada generación hay personas que dicen que no necesitan que nadie les predique. Pero están equivocadas porque justamente, lo que más necesitan, es que alguien les predique sobre Jesús… pero no tienen obligación de escuchar. Dios no los va a forzar, ni les va a obligar a ser salvos. Dios nos ama y ha hecho todo para demostrárnoslo, pero usted no tiene que quererlo, aceptarlo, o responder. Pero recuerde, cuando le llegue la muerte y se encuentre en el infierno, no se enoje con Dios ni conmigo. Yo traté de decírselo. Hoy el Reino de Dios ha venido a usted. Ahora mismo, en este momento, el Salvador le está llamando.

    ¿Cree usted que Jesús es su Salvador? Es mi oración que así sea. Si podemos ayudarle con alguna pregunta o duda que pueda tener, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.