PARA EL CAMINO

  • La Santa Trinidad en acción

  • junio 7, 2020
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Mateo 28:16-20
    Mateo 28, Sermons: 4

  • Jesús espera que sus seguidores sean testigos de su amor y perdón dondequiera que se encuentren. Para ello nos envía al Espíritu Santo, quien nos sostiene en la fe y en el amor para que en todas partes y circunstancias hagamos discípulos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

  • «¡Muero contento, hemos vencido al enemigo!» Aprendí esta frase en la clase de historia, en los primeros años de la escuela primaria. «¡Muero contento, hemos vencido al enemigo!», fueron las últimas palabras del Sargento Cabral luego de haber sido herido de muerte por salvarle la vida al General San Martín. Atrapado debajo de su caballo muerto, el comandante del ejército, conocido como el Libertador de América, estaba a punto de ser aniquilado por las fuerzas enemigas. El acto heroico de Cabral le salvó la vida a un hombre que luego logró la liberación de varios países sudamericanos de la opresión extranjera.

    Las palabras de Cabral se hicieron famosas porque fueron las últimas que salieron de la boca de un hasta entonces desconocido soldado. Cuando alguien pronuncia las últimas palabras de su vida, las mismas tienen una profundidad y un significado diferente. Esas palabras cobran importancia no sólo por lo que significan, sino por el momento clave en el cual fueron dichas.

    Pero no siempre el último pensamiento de un moribundo sale expresado en forma de palabras. Cuando el reformador Martín Lutero murió, su pensamiento póstumo quedó escrito en un trozo de papel que él sostenía en su mano en el lecho de muerte. En la nota, Lutero había escrito: «Todos somos mendigos, esta es la verdad«. Así resumió este siervo de Dios el fundamento de su teología. Para el Reformador Cristo es el centro de todo y nosotros, los hombres, somos los mendigos que recibimos desde la cruz la gracia salvadora de Dios.

    Las últimas palabras de Jesús a sus discípulos, registradas en la lectura para hoy en el Evangelio de Mateo, son extremadamente solemnes debido a quien las dice y al momento en que son dichas. Son dichas no para que se las lleve el viento, sino para que resuenen para siempre en la mente y el corazón de sus seguidores. Jesús dice: «Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan discípulos en todas las naciones, y bautícenlos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.»

    Para muchos de nosotros, estas últimas palabras de Jesús no son novedad. Tal vez las hemos aprendido temprano en nuestra vida. ¿Quién no ha escuchado decir alguna vez: «En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo»? Yo lo escuchaba cada domingo, porque era lo que el oficiante decía al comienzo de cada reunión de adoración para invocar la presencia de Dios, y también lo he escuchado en todas las ceremonias cristianas en las que he participado. Tal vez sean las palabras más populares de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, es curioso notar que la fórmula: «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», solo aparece una vez en toda la Biblia. Los creyentes de los tiempos del Antiguo Testamento no conocían esta expresión. Ellos sabían que Dios era el Creador y que en algún momento enviaría a su descendencia a salvar a la humanidad. Sabían también que el Espíritu de Dios había estado presente en la creación, y que se movía entre el pueblo para cuidarlo y guiarlo. Pero fue Jesús quien habló más claramente del Dios Trino y lo puso como pilar del discipulado en la iglesia.

    Después que Jesús ascendió a los cielos, los primeros cristianos comenzaron a elaborar una declaración de fe para ayudar a los nuevos convertidos a confesar al Dios Trino antes de su Bautismo. Así, a través de su uso constante, en pocos años surgió lo que hoy conocemos como el Credo Apostólico. A través de él, la primera iglesia proclamó abiertamente su fe en el Dios verdadero.

    Como hoy se celebra en muchas iglesias el domingo de la Santa Trinidad, conviene recordar estas cosas. Durante siglos, la iglesia cristiana elaboró artículos de fe para intentar explicar el misterio divino. ¿Cómo es posible que sea un solo Dios, pero que haya tres personas? ¿Cómo se explica esto? La respuesta es muy simple: no se puede explicar. Jesús no dijo estas palabras para revelarnos cómo funciona la esencia divina, sino para que conozcamos a Dios por sus beneficios.

    Tenemos un Padre que nos creó, que nos cuida y nos provee diariamente de todo lo que necesitamos para la vida. Nuestro Padre Dios sabe hasta cuántos cabellos tenemos en la cabeza. Él es un Padre que nunca se da por vencido. Nos busca, nos espera con los brazos abiertos, nos perdona sin siquiera preguntar por qué lo abandonamos, o por qué lo agredimos con nuestros pecados, con nuestra indiferencia o con nuestra desconfianza a sus promesas. Tenemos un Padre con brazos cariñosos y fuertes siempre dispuesto a abrazarnos.

    En Jesús, el Hijo eterno de ese Padre, tenemos un hermano. El Hijo de Dios es como su Padre, tiene su misma actitud. Jesús practica la compasión con nosotros, tiene sus brazos siempre extendidos hacia nosotros para ayudarnos a caminar en la fe y sostenernos en la esperanza de la vida eterna. Los brazos de Jesús, extendidos sobre la cruz y clavados a ella por nuestros pecados, se soltaron en su resurrección para abrazar a todos sus hermanos a la vez. Jesús, el Hijo de Dios y nuestro hermano mayor, tomó sobre sí el castigo que nos correspondía a nosotros por haber desobedecido a nuestro Padre santo. La ira de Dios Padre se descargó sobre nuestro hermano mayor para que nosotros tuviéramos el beneficio del perdón.

    El Padre y Jesús se pusieron de acuerdo para enviarnos su Espíritu Santo. Jesús les anunció a los discípulos: «Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Consolador, para que esté con ustedes para siempre» (Juan 14:16). Y un poco más tarde Jesús les dice: «Pero cuando venga el Consolador, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre y a quien yo les enviaré de parte del Padre, él dará testimonio acerca de mí» (Juan 15:26). Estas palabras de Jesús no dejan lugar a dudas.

    Apenas diez días pasaron desde que Jesús pronunciara sus últimas palabras en esta tierra, que el Espíritu Santo fue derramado pródigamente sobre la iglesia reunida en Pentecostés. El Padre y Jesús habían cumplido su promesa, como lo hicieron siempre y como lo seguirán haciendo hasta el fin de los tiempos.

    El Espíritu Santo viene a nosotros con enormes beneficios. Él abre nuestros ojos para que podamos ver a Jesús, nuestro hermano mayor, como nuestro Salvador. El Espíritu Santo ilumina nuestro entendimiento cada vez que leemos las Escrituras o escuchamos la proclamación de la Palabra de Dios. El Espíritu Santo nos consuela por la partida física de Jesús y nos abre los ojos para que veamos a Jesús en la Palabra, en el Bautismo y en la Santa Cena. El Espíritu Santo nos congrega como hermanos para que nos animemos mutuamente y nos sostiene firmes en la esperanza de la vida eterna. Él, junto al Padre y al Hijo, no nos soltará la mano cuando sea el momento en que nosotros digamos nuestras últimas palabras antes de abandonar esta vida. El Espíritu Santo está obrando en ti en este mismo momento en que estás leyendo o escuchando este mensaje, para mostrarte al Padre amoroso y a su Hijo Jesús, tu Salvador.

    La Santa Trinidad ha estado activa desde la creación del mundo. Y lo seguirá estando. La iglesia es enviada al mundo incrédulo a anunciar el amor de Dios y a hacer discípulos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. La iglesia es enviada a enseñar a los nuevos creyentes a ser obedientes al amor de Dios, a no tomar la gracia de Dios en vano, a hacer una diferencia eterna en este mundo frívolo y superficial. ¡Qué privilegio! La Santa Trinidad nos incorpora en la tarea de compartir sus beneficios con todo el mundo.

    Jesús cierra sus palabras finales con la gran promesa: «Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo.» El Dios misterioso se queda con nosotros, pecadores. No importa cuántas veces defraudemos a nuestro Padre, a nuestro hermano Salvador y al Espíritu Santo, Dios no nos abandona. Él está con nosotros en las buenas y en las malas, con el coronavirus o sin él, estando guardados en casa y sin poder congregarnos o llevando una vida normal. Dios sigue firme en la tarea de sostenernos en la fe y en el amor, para que en todas partes donde estemos o vayamos, y en todas las circunstancias en que nos encontremos, hagamos discípulos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

    Si de alguna manera te podemos ayudar a afirmarte en la promesa de Jesús, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.