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PARA EL CAMINO
TEXTO: 1 Tesalonicenses 5:4-9
¿Cómo vamos a reaccionar cuando Jesucristo regrese a juzgar a los vivos y a los muertos? ¿Qué vamos a sentir cuando la luz del mundo finalmente venga a traer salvación?¿Vamos a tener miedo, o nos vamos a alegrar?
El apóstol Pablo tenía muy claro lo que quería lograr al escribir las palabras del texto que recién hemos leído: quería que todos los que creemos en Jesucristo como Salvador y Señor de nuestra vida, nos reconfortemos y reanimemos con la promesa de su segunda venida.
Con estas palabras, Pablo nos alienta a que estemos preparados para el regreso de Jesucristo, viviendo como deben vivir las personas que esperan con expectativa la luz de ese día. Él nos recuerda, así como les recordó a los creyentes de ese entonces, que debemos estar preparados… porque ese día llegará como un ladrón en la noche o, para dar una imagen más positiva, como una mujer encinta a la cual le llegan de pronto los dolores de parto.
La Biblia lo dice con mucha claridad: Jesucristo va a volver a juzgar a los vivos y a los muertos. La iglesia cristiana también lo dice con total claridad cada domingo cuando los creyentes, reunidos en adoración, profesan juntos las palabras del Credo que dicen que Jesucristo ‘ha de volver a juzgar a los vivos y a los muertos’. Aquél que creó el mundo, y que lo redimió y lo restauró con su muerte y resurrección, es el mismo que va a venir a juzgarlo en justicia perfecta.
Ahora, no sé qué piensas tú, pero a mí, nada de esto me da aliento. Al contrario, el sólo hecho de pensar en la realidad del juicio y la justicia de Dios más que crearme expectativas y darme alegría, me da miedo. ¿Por qué será? ¿Será porque pensamos que no podemos confiar del todo en Jesús?
Todos hemos pasado por momentos en los que estuvimos totalmente vulnerables a las circunstancias que nos rodeaban. ¿Recuerdas algún momento en el que tuviste mucho miedo porque estabas solo? ¿Recuerdas con cuánta ansiedad esperabas que alguien llegara? Quizás era tarde a la noche en un lugar desconocido, se te había quedado el auto, y estabas esperando que llegara tu papá a ayudarte, cuando de pronto aparece un desconocido y te ofrece su ayuda. ¿Qué hacer?
O, peor aún, quizás estabas solo en tu casa cuando escuchaste que alguien trataba de forzar la cerradura de la puerta. Llamaste a la policía y sabías que estaban por llegar. De pronto escuchas que alguien abre la puerta, pero no puedes saber si es el ladrón o la policía. ¿Qué sentiste en esos momentos, miedo, o alivio? La respuesta va a depender de quién aparezca, ¿o no?
Quizás no se trate tanto de quién aparezca, sino de a quién estemos esperando. Dado que somos pecadores, a menudo vemos a Cristo como al enemigo que quiere destruirnos, y no como al camarada que viene a salvarnos; lo vemos como a un extraño que viene a exigirnos cosas, y no como a un padre que nos ama; lo vemos como a un ladrón que viene a robarnos nuestras libertades, y no como a un agente que viene a protegernos.
El verdadero problema no es que le tenemos miedo a la luz, sino que amamos la oscuridad y, en vez de estar unidos a nuestro amoroso Creador, nos rebelamos por conservar nuestra autonomía.
Jesús no es un Señor inconstante. Él no condena o perdona por capricho. El problema está en nosotros. Por más ridículo que parezca, como seres humanos pecadores que somos preferimos andar a tientas en la oscuridad de nuestros miedos y pecados, antes que permitir que Jesucristo nos llame a la luz de su perdón, su gracia, y su justicia.
Alguien escribió lo siguiente acerca de la humanidad:
«Preferimos ser arruinados antes que cambiados;
Preferimos morir en nuestro terror
Antes que escalar la cruz del momento
Y dejar morir nuestras ilusiones.»
Hasta el científico Einstein parece haber tenido un sentido de premonición con respecto a los problemas de la humanidad. Dijo: «Es más fácil desnaturalizar el plutonio, que desnaturalizar el espíritu maligno del hombre.»
En Juan 3:16 a 20, la Biblia lo dice más directamente todavía: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y ésta es la condenación: que la luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no se acerca a la luz, para que sus obras no sean reprendidas.»
La Palabra de Dios nos llama a que nos arrepintamos de la oscuridad de nuestro pecado. Claramente nos recuerda que a quien le tenemos miedo no es a Aquél que vendrá, sino a lo que nosotros somos. Dios nos llama para sacarnos de esa oscuridad y llevarnos a la luz de su salvación, su perdón y su gracia en Jesucristo. Para los cristianos, arrepentirse significa renunciar al amor que tenemos por las cosas oscuras de este mundo y por vivir de acuerdo a nuestros propios deseos, y confiar nuestra vida en la gracia de Dios.
Es en fe que, quienes confiamos en Cristo, podemos esperar con alegría su regreso… porque él va a volver con vida, con luz, con perdón y con esperanza, y va a hacer que la oscuridad y el pecado vayan a ocupar el lugar que les corresponde.
San Pablo dice: «Pero ustedes, hermanos… todos ustedes son hijos de la luz e hijos del día… nosotros, los que somos del día, debemos ser sobrios, ya que nos hemos revestido de la coraza de la fe y del amor, y tenemos como casco la esperanza de la salvación. Dios no nos ha puesto para sufrir el castigo, sino para alcanzar la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tesalonicenses 5:4a, 5a, 8-9).
El llamado al arrepentimiento es un llamado a salir de la oscuridad de nuestro pecado, y recibir la luz de la gracia y la salvación de Cristo. Después de todo, ¿quién quiere volver a la oscuridad? Es por ello que podemos tener alegría en el hecho que Jesús va a volver a juzgar a los vivos y a los muertos. Porque cuando lo haga, va a poner a la oscuridad en el lugar que le corresponde, y a establecer para siempre la luz de su justicia, de su alegría, y de su paz. ¿Acaso no es esto motivo suficiente para darle gracias a Dios? ¿A quién le gustaría que la oscuridad del pecado y la muerte reinaran para siempre? Las cosas malas generalmente suceden en la oscuridad… en la oscuridad literal de la noche, o en la oscuridad figurativa de la incredulidad. Pero el resultado es siempre el mismo: destrucción, dolor, culpa, pérdida.
Al morir en la cruz, Jesucristo no derrotó solamente el pecado, la muerte y el diablo, sino que también derrotó todos los poderes que se asocian con la oscuridad… soledad, tristezas, frustraciones, celos, enfermedades, penas, adicciones, y todas las demás cosas que nos afligen en este mundo. Jesús tomó todas esas cosas, las llevó consigo a la tumba, y las venció. Va a llegar el día en que el mazazo final caerá sobre el pecado de este mundo, la muerte dejará de ser, y comenzará el día de la vida eterna.
Jesucristo va a volver… y para quienes confiamos en él, y no en nosotros mismos, eso es una muy buena noticia. Aquél que viene, ha venido para darnos vida. El Niño de Belén se convirtió en el Salvador del Viernes Santo y en la esperanza del Domingo de Resurrección para todo el mundo. Él es quien va a venir otra vez para juzgar a los vivos y a los muertos. Hoy vivimos en él por fe… cuando él regrese, viviremos con él cara a cara para siempre. ¡Qué mejor noticia podemos tener!
San Pablo dice: «Pero ustedes, hermanos… ustedes son hijos de la luz e hijos del día… los que somos del día, debemos ser sobrios, ya que nos hemos revestido de la coraza de la fe y del amor, y tenemos como casco la esperanza de la salvación. Dios no nos ha puesto para sufrir el castigo, sino para alcanzar la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tesalonicenses 5:4a, 5a, 8-9).
Estas palabras son de gran aliento. Pablo dice una cosa asombrosa: «Dios no nos ha puesto para sufrir castigo». Si somos honestos con nosotros mismos, debemos reconocer que lo único que merecemos es castigo. En lo profundo de nuestros corazones sabemos que hemos hecho o dicho cosas que deberían ser castigadas. Sin embargo, Pablo nos dice: «Dios no nos ha puesto para sufrir castigo». ¿Entiendes lo que Dios te está diciendo? Dios no quiere castigarte. Al contrario, lo que Dios quiere es que confíes en él con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Él ya tomó sobre sí mismo el castigo que tú y yo merecíamos, para que podamos recibir la vida eterna que él nos tiene preparada.
Por gracia, a través de la fe, no somos ya herederos de la ira de Dios, sino de la vida eterna. Confía en las palabras de Aquél que te ama y que viene a ti con su regalo de vida eterna.
Un compositor noruego del siglo diecinueve les escribió una carta a sus padres, contándoles sobre el aliento que había recibido del famoso compositor húngaro Franz Liszt, luego que este ejecutara una de sus obras. Les decía:
«Finalmente, cuando me devolvió la partitura, me dijo: ‘Mantén el rumbo que sigues. Tienes mucho talento… ¡no dejes que nadie te desanime!’ Estas últimas palabras son de mucha importancia para mí. Es lo que llamo casi un mandato sagrado. Una y otra vez, cuando sufro decepciones y desilusiones pienso en esas palabras, y el recuerdo de ese momento tiene poder suficiente para sostenerme en los días de adversidad; ellas me dan esperanza y confianza.»
Ese compositor habla del poder de las palabras de alguien a quien él tenía en alta estima. Pero, ¿qué de la Palabra de Aquél que creó y salvó al mundo? En 1 Corintios 2:9 y 10, San Pablo escribe: «Las cosas que ningún ojo vio, ni ningún oído escuchó, ni han penetrado en el corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que lo aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por medio del Espíritu». Estas palabras nos sirven de gran aliento y nos mantienen firmes hasta el día en que el Señor regrese, a la vez que nos impulsan a alentar a quienes nos rodean para que también se mantengan firmes en el Señor.
Pablo nos dice que debemos vivir en forma sobria, sin perder de vista la meta final de nuestra vida. Para ello, nos dice, debemos revestirnos con la coraza de la fe y del amor, debemos permitir que los dones de vida y salvación que Dios nos regala cubran nuestro corazón como si fueran un escudo, y debemos ponernos el casco de la esperanza de la salvación. Los cascos y los escudos protegen nuestra mente y nuestro corazón, porque Dios nos ha llamado a vivir la vida en cuerpo, alma y espíritu en su gracia y amor, y en servicio a nuestro prójimo. Dios nos ha llamado a ser completa y totalmente humanos en Cristo. ¡Ven, Señor Jesús!
Revestidos, pues, con la armadura de Dios, vivamos en su luz para los demás. Pongamos a trabajar el poder de su luz para que sea de bendición para muchos. Demasiado a menudo hemos dado la impresión que el vivir una vida fiel al Señor significa impresionar al prójimo. Pero eso no es lo que significa ‘vivir en la luz de la gracia de Dios’. No. ‘Vivir en la luz de la gracia de Dios’ significa bendecir a los demás con las mismas bendiciones que hemos recibido de Aquél que nos da perdón, paz, esperanza, y vida eterna.
La vida cristiana no se trata de demostrar a quienes viven en la oscuridad que nosotros vivimos en la luz, sino más bien de hacer brillar la luz de Cristo que hemos recibido sólo por gracia, para que aquéllos que aún están atrapados en la oscuridad, y que tanto la necesitan, se sientan atraídos a ella y la puedan recibir.
En un conventillo de la ciudad de Nueva York, un niño vestido con ropas harapientas movía de lado a lado el trozo de espejo que tenía en la mano, donde se reflejaba la pequeña abertura de una ventana de un edificio. ‘¿Qué estás haciendo?’, le preguntó un hombre que pasaba por la calle, con tono acusador. ‘Seguro que algo malo estás tramando, ¿no es cierto?’ El niño levantó la cara para mirarlo a los ojos, y le dijo: ‘¿Ve esa ventana ahí arriba? Tengo un hermanito lisiado que vive allí. Él sólo puede ver el sol cuando yo se lo reflejo con este espejo. Por eso es que me aseguro que cada día que yo veo el sol, él también lo pueda ver.’
Si tú crees en Jesús, el día en que el Señor regrese va a ser un día en que la oscuridad, el pecado, la enfermedad y el dolor desaparezcan para siempre, y la luz de la vida eterna brillen para siempre. Los creyentes no vivimos con miedo de ese día, sino que lo esperamos con gran expectativa. Y por ello es que hacemos todo lo que podemos por diseminar la luz que hemos recibido a todas las personas que nos rodean.
Así que, queridos hermanos en Cristo, busquen un espejo, encuentren las ventanas que necesitan recibir la luz de Jesucristo, y reflejen en ellas los rayos que Dios derrama sobre ustedes. ¿Reciben perdón? Derramen perdón. ¿Reciben bendiciones? Derramen bendiciones. ¿Reciben consuelo? Derramen consuelo. ¿Reciben fortaleza? Derramen fortaleza.
Cada uno de ustedes tiene no sólo el espejo, sino también la luz de Dios en Jesucristo por fe… una luz que da energía, que ilumina, y que alimenta el corazón, la mente, y la vida toda.
Pablo les dice a los cristianos en Tesalónica que se consuelen con las buenas noticias de que Jesús, que vivió, murió, y resucitó por ellos, va a volver a juzgar a los vivos y a los muertos. Jesús va a volver para todos los que creen en él, trayendo a la luz lo que ya es verdad por medio de la fe.
El día del Señor, el día en que se acabe la noche y comience la salvación eterna, se acerca. Jesús va a volver, y esto es una gran noticia para nosotros. Para ayudarnos a comprender lo súbito de esta segunda venida, Pablo utiliza la figura de una mujer encinta a la cual de pronto le sobrevienen los dolores de parto… siente preocupación, tiene dolor, está emocionada, pero más que todo eso, está llena de expectativa. El momento del nacimiento es un momento largamente esperado, ya que finalmente va a tener en brazos a su bebé… el dolor del parto pronto será reemplazado con una alegría indescriptible.
Para quienes vivimos en la luz de Cristo, su segunda venida es nuestra fecha de nacimiento a la vida eterna. Es el paso de lo «bueno de ahora» a lo «mejor para siempre», aún cuando estemos sufriendo los dolores de parto de esta vida, porque sabemos que nos llevarán a la alegría eterna. Así es como los cristianos esperamos el día del juicio final, y es por ello que nos preparamos mientras esperamos, confiando en Dios y amando a nuestro prójimo así como él nos ama.
Porque cuando Jesucristo regrese no habrá más penas, ni más miedos, ni más problemas, ni más lágrimas o dolores… sólo la gracia de Dios en toda su plenitud. Porque ese día, la noche será disipada y amanecerá un nuevo día de vida eterna.
Que Dios les bendiga hasta que todos veamos a Jesús cara a cara.
Si de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.