PARA EL CAMINO

  • La verdadera alegría

  • febrero 16, 2014
  • Rev. Carlos Velazquez
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Marcos 1:40-45

  • Cuando Jesús le dijo al leproso que quería sanarlo, y lo tocó y lo sanó, él comprendió que le había devuelto la vida, y le había dado vida eterna. Es por ello que, lleno de alegría, fue a contarles a todos lo que le había sucedido. Es que uno no puede callar la alegría, cuando esa alegría está conectada a Jesús.

  • ¿Puedes imaginarte la escena del texto que acabamos de leer de la Biblia? Allí vemos a un hombre, cubierto de lepra, arrodillado delante de Jesús. La enfermedad que sufría ese hombre lo convertía no sólo en inaceptable para la sociedad, sino también en invisible y despreciable. Porque la lepra no sólo destruye el cuerpo, sino que también destruye a la persona: la gente se aleja de un leproso, le tiene miedo, le tiene asco… ¿Por qué? Porque hasta el más mínimo contacto es suficiente para contagiarse.

    Una vez más, ¿puedes imaginarte la escena? A ninguna persona sana se le ocurriría siquiera acercarse a un leproso. Sin embargo, allí es donde lo vemos a Jesús: su presencia, unida a su reputación, fue lo que movió a ese leproso a literalmente poner su vida a los pies de Jesús. Y no sólo se atreve a presentarse ante él, sino que también le dice: «Si quieres, puedes limpiarme.» ¡Qué escena y qué declaración increíbles! Pero eso ni siquiera es la mejor parte.

    La mejor parte es la respuesta de Jesús, cuando le dice: «Sí. Quiero.» Con esas palabras, Jesús le asegura que no sólo le está prestando atención, sino que además le está dando su bendición… y entonces lo toca, y lo sana.

    No creo que ninguno de nosotros podamos siquiera imaginar lo que ese hombre debe haber sentido. Según nos dice el texto bíblico, la lepra desapareció… y con ella deben haber desaparecido la desfiguración de su rostro y de su cuerpo. No puedo imaginar la emoción que habrá sentido, pero se me ocurre que debe haber sido algo así como una alegría imposible de contener… esa clase de alegría que una persona que ha sido desahuciada siente cuando de pronto es sanada de una enfermedad terminal… esa clase de alegría que se siente cuando se encuentra a alguien que ha estado perdido…. esa clase de alegría que se siente cuando, habiendo perdido toda esperanza, de pronto aparece la ayuda necesaria.

    Recuerdo cuando en clase de historia estudié el primer viaje de Cristóbal Colón. Al zarpar de Europa, Colón tenía mucha fe en que iba a encontrar nuevas tierras y lugares pero, a medida que iban pasando las semanas y los meses en alta mar sin divisar tierra, las esperanzas se iban derrumbando una a una. Rodeado de muerte y de desaliento, cuando ya todo parecía perdido, alguien gritó: «Tierra, tierra», y de pronto todo pareció nuevo otra vez.

    Cuando Jesús le respondió al leproso: «Quiero», y extendió la mano, lo tocó y lo limpió, el grito en el corazón del leproso fue: «Vida, vida… ahora, y para siempre». Es que uno no puede callar la alegría, cuando esa alegría está conectada a Jesús.

    Uno no puede callar la alegría… pero, pastor, ¿si todo el mundo pierde la alegría a cada rato? Es un buen comentario, y es cierto. Lo que sucede es que la mayoría de las personas confunde «alegría» con «felicidad». La felicidad es algo que depende de las circunstancias que vivimos, es algo que va y viene. Los sentimientos de euforia pueden desaparecer de golpe por un sinnúmero de razones. Nadie es «feliz» cuando está enfermo, cuando se queda sin trabajo, cuando tiene problemas familiares, o cuando está de luto. Pero con la alegría es diferente. La alegría tiene raíces más profundas, porque no depende de las circunstancias, sino de nuestra relación con Dios. La alegría está basada en la gracia que recibimos a través de la presencia de Dios en nuestras vidas.

    Como dice el profeta Isaías en el capítulo 12:6: «¡Canta y grita de alegría, habitante de Sión; realmente es grande, en medio de ti, el Santo de Israel!» Y en el capítulo 49:13: «Ustedes los cielos, ¡griten de alegría! Tierra, ¡regocíjate! Montañas, ¡prorrumpan en canciones! Porque el Señor consuela a su pueblo y tiene compasión de sus pobres.» El apóstol Pablo, por su parte, nos recuerda en su carta a los Romanos 14:17: «Porque el reino de Dios no es cuestión de comidas o bebidas sino de justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo.» Y en Romanos 15:13: «Que el Dios de la esperanza los llene de toda alegría y paz a ustedes que creen en él, para que rebosen de esperanza por el poder del Espíritu Santo.»

    Cada vez que tratamos de encontrar alegría, perdón, o paz en cualquier otro lado que no sea en nuestra relación con Dios, sufrimos una desilusión. A través del tiempo el ser humano ha buscado la alegría en todos los lugares y cosas que a uno se le puedan ocurrir. Pero, para la gran mayoría, sigue siendo algo fuera de su alcance. ¿Por qué? Porque la alegría es el resultado de nuestra relación con Dios. Punto. No es algo que podamos obtener con nuestros propios esfuerzos, que podamos lograr con nuestro ingenio, o alcanzar si se dan ciertas circunstancias.

    • La alegría no se encuentra en la incredulidad – Voltaire, famoso escritor y filósofo francés, y ateo declarado, escribió: «Ojalá nunca hubiera nacido».
    • La alegría no se encuentra en el placer – Lord Byron, famoso poeta inglés del siglo 18 que vivió una vida de placeres, escribió: «El gusano, la úlcera, y el dolor son solamente míos.»
    • La alegría no se encuentra en el dinero – antes de morir, un millonario norteamericano dijo: «Creo que soy el hombre más miserable del mundo.»
    • La alegría no se encuentra en la fama – un famoso Primer Ministro británico del 1800, escribió: «La juventud es un error; la adultez una lucha; la vejez un arrepentimiento.»
    • La alegría no se encuentra en las conquistas de guerra – Alejandro el Grande conquistó el mundo conocido en su época. Luego de hacerlo, en medio de lágrimas, dijo: «Ya no hay más mundos para conquistar.»

    Como nos muestra el hombre del texto para hoy que fue sanado de su lepra… la verdadera alegría sólo la podemos encontrar en nuestra relación y conexión con Jesús.

    Es cierto que el leproso tenía motivo más que suficiente para estar alegre, porque había sido sanado de su lepra. Pero el motivo de su alegría era más profundo aún. Él sabía que Jesús era más que un simple sanador. Sabía que Jesús era capaz e iba a hacer lo que fuera mejor para él. Hasta me arriesgo a decir que sabía que Jesús, el Salvador, era mayor que Jesús, el Sanador.

    Muchas personas se pierden la alegría porque no se dan cuenta que Jesús vino a rescatarlos de algo mucho más serio que la lepra. Cristo nos ha rescatado de la enfermedad del pecado, de la culpa, y de la condenación eterna. Él nos ha sanado de la mayor enfermedad que existe. Por más desalentadora y alienante que sea la lepra, esta otra enfermedad es el último enemigo de cada persona que pisa este planeta… ¿de qué estoy hablando? De la muerte. Porque lo único que la lepra, el cáncer, el sida, o cualquier otra enfermedad terminal hacen, es escoltarnos hacia la muerte.

    Jesús no viene para simplemente extender nuestra vida en este mundo, o para hacerla lo menos dolorosa posible. Él viene para triunfar sobre el pecado, para vencer a la muerte, para invitarnos a que nos volvamos a Dios, y para regalarnos vida eterna. Por todo eso es que, aún en medio de todas las cosas que nos suceden, podemos vivir con alegría. Porque sabemos que nosotros también vamos a vivir con él para siempre.

    Eso es lo que el hombre del texto para hoy comprendió. Él tuvo en claro que conocer y confiar en Jesús era la clave de todo. Es por ello que:

    • Se atreve a acercarse a Jesús… aun cuando se apartaba de todas las demás personas.
    • No tiene temor ni vergüenza de hablarle a Jesús… aun cuando al resto de las personas ni se atrevía a decirles nada.
    • No le hace una pregunta, sino una afirmación: «Jesús, si quieres puedes limpiarme.» Nadie se atrevería a decirle algo así ni siquiera al médico más eminente del mundo, porque todos sabemos que hay cosas que escapan a nuestro control.

    Hay cosas que no podemos controlar ni vencer siquiera con la mejor tecnología. Hay cosas que sólo las manos del Salvador pueden sanar. Porque hasta los mayores descubrimientos e invenciones de nuestro mundo moderno no son más que meros sustitutos del toque amoroso y del abrazo cálido de nuestro Salvador Jesús.

    En el siglo 19, más del cincuenta por ciento de los niños recién nacidos murieron antes de llegar al primer año de vida debido a una enfermedad llamada ‘marasmo’, palabra que proviene del griego y que significa «consumirse». Hacia finales de la década de 1920, la mortalidad de los niños menores de un año en varios orfanatos en los Estados Unidos era casi del 100 por ciento. La investigación llevada a cabo por el Dr. Henry Chapin con respecto a este fenómeno, es fascinante. Este distinguido pediatra de Nueva York vio que esos bebés eran mantenidos en ambientes esterilizados, bien pulcros, y que eran bien atendidos, pero que rara vez se los sostenía en brazos. Por lo tanto, decidió llevar a mujeres que los alzaran, los acariciaran, y les dieran cariño. Como resultado, la tasa de mortalidad bajó drásticamente. ¿Quién fue el responsable de que tantos bebés murieran innecesariamente? No fueron los directores de los orfanatos, pues ellos estaban operando basados en la información científica que tenían a disposición. El verdadero responsable fue Emmett Holt Sr., profesor de pediatría en la Universidad Columbia, y autor del libro sobre cuidado infantil publicado en 1894 que, durante años, fue la autoridad en materia de crianza de niños. En su libro, Holt instaba a las madres a que no levantaran, sostuvieran, ni hamacaran a sus bebés cuando lloraban, para así no malcriarlos. El darles cariño no era considerado científico. Hoy, en cambio, sabemos que los niños pequeños se vuelven irritables e hiperactivos cuando no reciben suficiente contacto corporal.

    Leamos una vez más lo que dice el evangelio de Marcos: «Un leproso se acercó a Jesús, se arrodilló ante él y le dijo: ‘Si quieres, puedes limpiarme.’ Jesús tuvo compasión de él, así que extendió la mano, lo tocó y le dijo: ‘Quiero. Ya has quedado limpio.’ En cuanto Jesús pronunció estas palabras, la lepra desapareció y aquel hombre quedó limpio. Enseguida Jesús le pidió que se fuera, pero antes le hizo una clara advertencia. Le dijo: ‘Ten cuidado de no decírselo a nadie. Más bien, ve y preséntate ante el sacerdote, y ofrece por tu purificación lo que Moisés mandó, para que les sirva de testimonio. Pero una vez que aquel hombre se fue, dio a conocer ampliamente lo sucedido, y de tal manera lo divulgó que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ninguna ciudad, sino que se quedaba afuera, en lugares apartados. Pero aun así, de todas partes la gente acudía a él.»

    Me encanta lo que sucede una vez que este hombre es sanado. Jesús le dice: ‘ahora vete, pero no le digas a nadie lo que ha sucedido. Simplemente disfruta que Dios te ama y se ocupa de ti ahora, y siempre.’ Me imagino lo que habrá pensado. ‘No estás hablando en serio, ¿no es cierto, Jesús? Haré cualquier cosa que me digas: serviré a los demás, iré al templo, me portaré bien… pero, ¿que no hable de ti a nadie? ¡IMPOSIBLE!’

    Eso es lo que sucede cuando uno conoce personalmente a Jesús como su Señor y Salvador. ¿Se dan cuenta que ni siquiera el mismo Jesús pudo hacerlo callar? Es que la alegría que se apodera de nosotros cuando nos damos cuenta que, pase lo que pase, nuestra sanidad y vida eterna están aseguradas en Jesucristo, nadie nos la puede quitar.

    La razón por la cual Jesús le pidió al leproso del texto para hoy que no dijera a nadie que él lo había sanado, era porque no quería que su fama y sus seguidores crecieran por sus poderes de sanidad. Porque su misión en este mundo era mucho más que eso. Él no vino para ser curandero, libertador, líder político o militar, o revolucionario social. No. Él vino para ser nuestro Salvador. Jesús fue enviado por Dios para vencer al pecado, la muerte, el diablo, y la tumba… para que todo aquél que en él crea no se pierda, sino tenga vida eterna. Y porque Jesús vive, quienes creemos en él también vamos a vivir; porque él murió y resucitó de la muerte, nosotros también vamos a resucitar y vivir con él para siempre. Gracias a su amor, podemos estar seguros que él nunca nos abandona ni se olvida de nosotros, ni siquiera en los momentos más oscuros y difíciles de nuestra vida.

    Una familia estaba pasando sus vacaciones en un lago. Los dos varones, uno de 12 y el otro de 3 años, estaban jugando en el muelle. De pronto a Marcelo, el de 3 años, se le ocurrió ir a inspeccionar el bote que estaba amarrado en la punta del muelle. Así es que fue hasta allí, puso un pie en el bote, y antes de poder poner el otro perdió el equilibrio y se cayó al agua, que tenía casi dos metros de profundidad.

    Al escuchar el ruido, el hermano mayor pegó un grito que hizo que su padre llegara corriendo y se zambullera de cabeza al agua. Luego de buscar a su hijito sin poder encontrarlo, tuvo que salir para tomar una bocanada de aire, y ya entrando en pánico se sumergió otra vez en el agua turbia. Cuando estaba por salir otra vez a la superficie, se encontró con el brazo de su hijo firmemente aferrado a uno de los postes del muelle, a un metro veinte de profundidad. El niño, que no sabía nadar, de alguna forma había llegado hasta el poste, se había aferrado a él, y allí se había quedado. Luego de soltar la manito de su hijo del poste, ambos subieron sanos y salvos a la superficie.

    Finalmente, cuando ya se habían recuperado y los nervios se les habían calmado un poco, el padre le preguntó a Marcelo: «¿Por qué fuiste a aferrarte del poste del muelle abajo del agua?» A lo que el pequeño, con la típica inocencia de su edad, le contestó: «Te estaba esperando, papi. Estaba esperando que fueras a buscarme.» Es difícil imaginar que un padre no se lance al agua para buscar a su hijo hasta que lo encuentre y lo rescate. Es imposible imaginar que un padre no se quede sumergido hasta que no puede más, con tal de tratar de encontrar y salvar a alguien a quien tanto ama.

    La historia del leproso que hemos leído hoy nos enseña que, por más grande que sea un amor así… no se compara con el amor de Aquél que lo tocó, lo sanó y lo salvó… de Aquél que vino a este mundo con sus brazos extendidos para cambiar nuestras vidas aquí y por la eternidad.

    Entonces, así como el pequeño Marcelo, que dejó de lado el miedo y se entregó a los brazos de su amoroso padre… así como el leproso, que puso toda su vida a los pies de Jesús, el único que podía darle vida verdadera… así como tantos otros que han visto y creído en Jesús no sólo como Señor y Creador del universo, sino también como Aquél que desea tocarnos con su amor y su gracia eterna… así como todos ellos, te invito a que hagas tuya la alegría que Jesús quiere darte desde ahora y para siempre.

    Y si de alguna manera podemos ayudarte a encontrar esa alegría para tu vida, comunícate con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Que Dios te bendiga. Amén.