PARA EL CAMINO

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  • diciembre 15, 2019
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  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Mateo 11:2-6

  • Los pensamientos del Señor no son nuestros pensamientos, ni sus caminos son nuestros caminos. Sus pensamientos ¡son más altos que los cielos sobre la tierra!

  • La siguiente historia no es verdadera, pero bien podría serlo, ya que es una historia acerca de la verdad. Entendámonos: no estoy hablando de esa clase de verdad que quizás es verdad para usted, pero no para mí, o de la verdad que es verdad hoy y mentira mañana. No. Estoy hablando de una verdad que es real y cierta tanto para usted, como para mí, como para todo el mundo. Como ya dije, la historia no es real, aunque debería serlo. Comienza en la corte del Rey Salomón, quien un día decidió divertirse un poco con su ayudante de mayor confianza. El gran Rey le dijo a su ayudante: «Benanías, necesito que encuentres un anillo para que pueda usar en la fiesta de los tabernáculos, dentro de seis meses».

    Benanías, con cierto grado de confianza, respondió: «Si tal anillo existe, yo lo encontraré, su majestad. Pero, ¿me permite preguntar cómo sabré cuál es el anillo y por qué es tan especial?» Salomón le dijo: «Si bien no es mágico, ese anillo representa la verdad… una verdad que entristecerá a quien es feliz, y dará felicidad al triste». Recordemos que Salomón era el hombre más sabio del mundo, por lo que sabía que era imposible encontrar tal anillo, ya que el mismo no existía. Pero Benanías no lo sabía, por lo que comenzó a buscarlo. Los días se convirtieron en semanas; las semanas pronto pasaron a ser meses, y Benanías seguía buscando, sin encontrar ningún anillo que coincidiera con la descripción que Salomón le había dado del mismo. Ya no sabía dónde más buscar.

    La noche antes del comienzo de la fiesta, desalentado, descorazonado y deprimido, Benanías salió a caminar. Sin llevar un rumbo fijo, de pronto se encontró en la parte más pobre de Jerusalén. Al pasar por un negocio que vendía joyas baratas, Benanías, no teniendo nada que perder, le preguntó a su dueño: «Buen señor, ¿alguna vez ha visto un anillo que pueda entristecer a quien es feliz, y hacer feliz a quien está triste?». Sin decir palabra, el mercader tomó un simple anillo de oro y rayó en él tres letras hebreas: «Guímel – Zayn – Yod», que significan… bueno, dejemos que la historia nos lo diga.

    Esa noche, toda la ciudad recibió con grandes celebraciones el comienzo de la fiesta de los tabernáculos. En la corte, Salomón saludó a su ayudante, diciéndole: «Y bien, mi amigo, ¿has encontrado lo que te pedí?» Todos los presentes, incluyendo Salomón, sonrieron ante la broma. Pero las sonrisas duraron sólo hasta que vieron a Benanías meter una mano en el bolsillo de su toga, extraer el paquete envuelto en un paño en el que se encontraba el anillo con las letras escritas, y dárselo al Rey. Salomón abrió el paquete e inspeccionó el anillo. Inmediatamente, su sonrisa se desvaneció. Sabía muy bien lo que esas tres letras significaba: «Esto también va a pasar». A los que están tristes, el saber que su tristeza va a pasar, les da esperanza. Pero para los que están súper satisfechos consigo mismos, así como lo estaba Salomón, el saber que su alegría o felicidad un día va a terminar es un llamado de atención. Para Salomón significaba que toda su riqueza, toda su sabiduría, y todo su poder, un día habrían de evaporarse como el rocío de la mañana.

    Esto también va a pasar. ¡Cuánta verdad encierran estas palabras! ¿Habrá otras verdades como ésta que necesitamos recordar? La Biblia contiene una, que es la base para este mensaje. Se encuentra en el capítulo 55 del libro de Isaías, en los versículos 8 y 9, donde dice: «Porque mis pensamientos no son los de ustedes, ni sus caminos son los míos -afirma el Señor-. Mis caminos y mis pensamientos son más altos que los de ustedes; ¡más altos que los cielos sobre la tierra!»

    Si presta atención cuando lee la Biblia, se va a dar cuenta de cuán ciertas son estas palabras. Dios no piensa ni actúa como nosotros. En los comienzos del tiempo, Dios les había dado a nuestros primeros padres todo lo que se les podía ocurrir o necesitar, y a cambio sólo les pidió que no comieran del fruto de un árbol. No era mucho lo que les pedía, y para Adán y Eva no representaba un sacrificio el hacerlo. Por lo menos, así es como debería haber sido. Pero no lo fue. Los caminos del hombre no son los caminos de Dios, por lo que no llevó mucho tiempo hasta que la ley de Dios fue traspasada, desapareciendo así el paraíso y entrando la muerte en el mundo. No, los caminos y los pensamientos de Dios no son los nuestros.

    Esa verdad la vemos claramente en lo que sucede a continuación: en lugar de enviar un rayo y matar instantáneamente a Adán y Eva por su desobediencia, Dios les tuvo compasión, mostrando así que sus caminos y sus pensamientos no son como los nuestros. Nosotros hubiéramos aplicado la justicia y discutido acerca del castigo, pero Dios eligió no condenar a la muerte eterna a esos pecadores. Bien podría haber ordenado a la tierra que se los tragara, o a un volcán que los incinerara, o a un tsunami que los ahogara. Sin embargo, con compasión, gracia, y misericordia balanceando su justicia y su ira, el Señor prometió enviar a su Hijo como sacrificio y sustituto para rescatar así a la humanidad del castigo que su desobediencia le había ganado.

    Cualquier persona con un poco de sentido común pensaría que todos los que vinieran después de Adán y Eva estarían eternamente agradecidos a Dios por su gracia. Pero no es así. A través del Antiguo Testamento vemos una y otra vez cómo los hombres se rebelaban contra Dios, Dios los castigaba, ellos se arrepentían, y Dios los perdonaba. Cuando Dios liberó de la esclavitud a su pueblo elegido, éste debería haber estado agradecido. Pero nuestros caminos no son los caminos de Dios. En el libro de Éxodo vemos cómo, con la precisión de un reloj suizo, una y otra vez el pueblo de Israel se quejaba de su situación. En el capítulo 12 se nos dice que Dios los había liberado de su esclavitud, sacándolos de Egipto. Pero en el capítulo 14 ya comienzan las quejas: «¿Acaso no había sepulcros en Egipto, que nos sacaste de allá para morir en el desierto? ¿Qué has hecho con nosotros? ¿Para qué nos sacaste de Egipto?», le recriminan a Moisés. En el capítulo 15 dice: «Comenzaron entonces a murmurar en contra de Moisés, y preguntaban: ¿Qué vamos a beber?» En el 16 dice: «Toda la comunidad murmuró contra Moisés y Aarón: ‘¡Ustedes han traído nuestra comunidad a este desierto para matarnos de hambre a todos!'» ¿Comprenden lo que quiero decir? El hecho que Dios haya eventualmente llevado a ese pueblo tan problemático a la Tierra Prometida, comprueba que sus caminos y sus pensamientos no son como los nuestros.

    Lamentablemente, la humanidad tiene una tremenda e infinita habilidad y capacidad para estropear las cosas, lo que comprueba la veracidad de las palabras del Señor cuando dice que sus caminos y sus pensamientos no son como los nuestros. ¿Todavía no me cree del todo? Considere lo siguiente: el Señor nos da una salud razonable durante 60, 70, u 80 años, pero cuando los efectos del pecado hacen que nuestros cuerpos se debiliten, ¿qué hacemos? ¿Damos gracias por la buena salud que tuvimos durante todos esos años? ¡Por supuesto que no! Lo cuestionamos a Dios, diciéndole ¿cómo es posible que seas tan cruel?, o ¿qué he hecho para que me castigues de esta manera? Dios nos ha dado la ciencia y las semillas para alimentar al mundo. Sólo nos pide que tomemos los alimentos de los lugares que los tienen en abundancia, y los llevemos a los lugares en donde escasean. Pero no solamente no hacemos eso, sino que también nos quejamos de la injusticia social y económica que el Señor ha traído al mundo.

    El Señor envió a su Hijo a este mundo para rescatarnos. Durante 33 años, Jesús no hizo otra cosa que ofrecerse a sí mismo por nosotros. El Hijo perfecto de Dios vino para cumplir los Mandamientos que nosotros traspasamos con total despreocupación, y para resistir las tentaciones que a nosotros nos resultan tan llamativas. El sacrificio de Jesús fue una obra de amor sin precedentes, y sin repetición. Pero ése no fue el fin de su obra. Antes que Cristo pudiera decir: «Todo se ha cumplido», los líderes religiosos lo acusaron de mentiroso; los vecinos que lo habían visto crecer quisieron matarlo; las multitudes pidieron a gritos que lo colgaran; sus amigos más íntimos lo abandonaron, y hasta uno de sus propios discípulos lo traicionó por unas monedas de plata.

    Los milagros que Jesús había realizado debían haber sido suficientes para demostrar cuánto amaba a la humanidad. Sus enseñanzas debían haber sido respetadas por lo profundas que eran. Su cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento con respecto al Mesías prometido por Dios debía haberlo identificado como tal, sin dejar ningún lugar a dudas. Todo eso es lo que debía haber sucedido… pero nuestros caminos no son los caminos de Dios, y nuestros pensamientos no son sus pensamientos. Los hombres que juzgaron a Jesús establecieron las leyes que quisieron. Los juicios en que lo juzgaron fueron ilegales, algunos de ellos llevados a cabo en forma secreta y durante la noche, y los testigos fueron sobornados para que mintieran en contra de Jesús. Aún así, una vez que la evidencia fue presentada, el hombre que debía pronunciar el veredicto repetidamente dijo que no encontraba en él ninguna culpa.

    Y era muy cierto. De lo único que Jesús era culpable era de su compromiso y amor por los pecadores. ¿Y cómo le retribuyeron por ese compromiso y amor? Los Evangelios nos dicen que fue castigado a golpes y latigazos, que le pusieron una corona de espinas en la cabeza, que le escupieron y se burlaron de él, y que, cuando se cansaron de todo eso, lo llevaron fuera de la ciudad de Jerusalén y lo clavaron a una cruz. El Hijo inocente de Dios, el Cristo que se había comprometido a ser el pastor para las ovejas perdidas, el médico para las almas enfermas, el pan de vida para los hambrientos espirituales, la puerta al cielo para los pecadores… ese Jesús fue clavado a una cruz para morir. Y allí, incluso allí, mientras colgaba suspendido entre el cielo y el infierno, y mientras su vida se iba desvaneciendo en una muerte terriblemente dolorosa, se las arregló para hablar. Bien podría haber usado su último aliento para maldecir a quienes lo habían puesto allí… pero los caminos de Dios no son nuestros caminos, y sus pensamientos no son nuestros pensamientos. Es por ello que, a pesar de estar colgado sufriendo, sangrando, y muriendo, Jesús aprovechó sus últimas fuerzas para afirmarle al criminal que estaba crucificado a su lado que lo vería en el cielo; para asegurarse que alguien se encargara del cuidado de su madre y, lo más maravilloso e increíble de todo, para pedirle a su Padre celestial que perdonara a quienes, por tener el corazón endurecido, no habían podido ver que el Mesías que tanto esperaban, estaba muriendo delante de sus propios ojos. Entonces, luego de haber hecho todo, Jesús se encomendó a su Padre, y entregó su espíritu.

    Jesús entregó su espíritu. Estas palabras nos dicen que nadie le robó o le arrebató la vida al Hijo de Dios, sino que él la dio para que todo aquél que cree en él, y con esto quiero decir todo hombre, toda mujer y todo niño, pueda tener vida eterna. Como sello y señal que el Padre celestial había aceptado su sacrificio, tres días después que su cuerpo hubiera sido sepultado, el Señor Jesús salió vivo de la tumba prestada en que lo habían puesto. Y para que nadie dudara que su resurrección era verdadera, varias veces permitió que lo vieran comiendo, hablando, respirando, e incluso que tocaran sus heridas.

    Ése fue el plan de Dios para salvarnos. Pero el plan de Dios no es el plan del mundo, y sus caminos y pensamientos no son los nuestros. En el camino de la humanidad no hay espacio para un Creador Divino y compasivo. La mayoría de las personas prefiere ignorar la realidad milagrosa de Dios. Mientras alaban sus propios éxitos y celebran la desaparición del cristianismo, los sabios del mundo no se dan cuenta de la tristeza y el sufrimiento de las almas que no saben de dónde aferrarse, e ignoran la desesperación y el desaliento de quienes les rodean. Los caminos del hombre no son los caminos de Dios, y nuestros pensamientos no son sus pensamientos.

    Y porque así son las cosas, los autores de materiales de auto-ayuda, que muchas veces menoscaban la Palabra inspirada por Dios, se llenan los bolsillos de dinero. Las escuelas dicen educar a sus alumnos, pero se olvidan que toda educación que descuida el aspecto espiritual de la persona, no pasa de ser mediocre. Quitamos a Dios de los salones de clase y de las cortes; lo hacemos a un lado en la vida familiar, en los negocios, cuando vamos de vacaciones… Pero cuando surge el caos, cuando estalla la violencia o la guerra, cuando el tráfico de drogas arrasa las calles de nuestro vecindario, o cuando un desastre nos toca de cerca, no nos hacemos responsables, sino que decimos: «Dios, ¿cómo puedes ser tan cruel y despiadado? ¿Dónde está tu misericordia?»

    Los caminos de Dios no son nuestros caminos, pero deberían serlo. Sus pensamientos no son los nuestros, pero deberían serlo. Ése fue el mensaje de Juan el Bautista. Antes de que el Bautista naciera, el Señor rompió su silencio de 400 años sin profecías, y le dijo a Zacarías, el padre de Juan, que su hijo, que aún no había sido concebido, iba a ser enviado para animar a las personas a que se vuelvan a Dios.

    Y Juan cumplió esa profecía hecha a su padre. El Espíritu Santo fue a él cuando estaba en el desierto y le dijo: ‘Juan, dile a las personas que necesitan ayuda; hazles saber que están yendo por el camino equivocado; haz todo lo posible para que se arrepientan’. Y Juan obedeció. A las autoridades religiosas de la comunidad que fueron a escucharlo, les dijo: ‘Arrepiéntanse, dejen de lado sus malas costumbres, y hagan las cosas como Dios manda’. A los delincuentes que se le acercaron, les dijo: ‘Dejen ya de aparentar ser buenos; si siguen por ese camino, van a ir a parar al infierno. Arrepiéntanse y vean lo que Dios está tratando de hacer a través de Jesús, quien está viniendo’.

    El ministerio de Juan fue muy poderoso, y se mantuvo así hasta que Jesús comenzó a predicar y las personas comenzaron a seguir al Maestro de Nazaret. Cuando los discípulos de Juan fueron a quejársele, diciendo: ‘¿Te das cuenta de lo que Jesús está haciendo? ¿No te preocupa que él esté acaparando toda la atención?’, Juan el Bautista les respondió: ‘Yo sé que los caminos de Dios no son nuestros caminos, y sus pensamientos no son los nuestros. Pero ustedes deben saber que Jesús va a crecer en popularidad, y yo voy a menguar’.
    Juan siguió predicando, y por denunciar la relación adúltera e incestuosa del Rey, fue a parar al calabozo, donde permaneció por un año y medio. Pero ni siquiera en esas circunstancias se enojó contra Dios. Al contrario, siguió predicando… y eso le costó la vida. Aun así, Juan sabía que los caminos de Dios son los mejores, por lo que pudo decir: «Que se haga tu voluntad».

    Al comienzo de este mensaje hablamos sobre la verdad. ¿Recuerda la verdad de Salomón? «Esto también va a pasar.» Ésa es la verdad de la humanidad que da felicidad al triste, y entristece a quien es feliz. En contraste, tenemos la verdad del Salvador que dio su vida para rescatar la nuestra. La verdad que dice: «La paga del pecado es muerte, mientras que la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Romanos 6:23).

    Si de alguna manera podemos ayudarle a reafirmarse en esa verdad eterna, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.