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PARA EL CAMINO
En este Día de Todos los Santos, recordamos a las multitudes de cristianos que han muerto confiando en el perdón y la salvación obtenidos por Jesucristo en la cruz. Perdón y salvación que también son promesa y esperanza para nosotros.
A pesar que ya han transcurrido 34 años, todavía tengo vivo el recuerdo de los sucesos que estoy por narrar. Allá por los años 70, cuando era un pastor recién graduado y predicador novato, fui a visitar a una familia. El padre era miembro de la congregación, pero la madre no tenía fe en nada ni en nadie. Esto hizo mi trabajo doblemente difícil: primero, porque yo no tenía experiencia, y segundo, porque mi visita se debía a que su hijo estaba a punto de morir.
Estábamos en el cuarto del hospital, y el doctor acababa de decirles que la muerte del niño estaba cerca. No hablaba de meses o días, sino que literalmente dijo: «en cualquier momento». Era una situación sumamente delicada que requería palabras delicadas, por lo que, escogiendo mis palabras cuidadosamente, dije: «Es una bendición saber que, aún cuando el informe de los doctores no es bueno, existe esperanza para su hijo. Después de partir, se terminará para él todo sufrimiento y enfermedad, y volverá a estar saludable y feliz, jugando para siempre en compañía de su Salvador en el cielo».
Cuando terminé de hablar acerca del consuelo del Salvador y las glorias del paraíso, pude ver que el padre asentía con la cabeza en señal de aceptación. Pero no fue igual con la madre quien, al no tener fe, con voz agonizante repetía: «Si tan solo pudiera creer eso». Luego, como hablándose a sí misma, agregó: «Pero yo no creo eso. Cuando mi hijo muera lo enterraré, y pasaré el resto de mi vida tratando de olvidar que alguna vez lo tuve». Aclaro que ella no era ni una mala madre, ni una mala persona… simplemente no tenía fe, y al no tener fe, no tenía esperanza.
Una de las razones por la que no he podido olvidar esa visita es porque esa madre, sin saberlo, estaba poniendo en palabras las dudas más profundas y los temores más ocultos de toda persona que no tiene esperanza, de los cientos de millones de almas que sufren de tristeza y soledad, y que desesperadamente necesitan oír y ansían creer que hay algo mejor más allá de la oscuridad de la tumba.
Es por ello que, en este Día de Todos los Santos en que las iglesias conmemoran a la nube de testigos, a esas multitudes de cristianos que han muerto creyendo en el perdón y la salvación que su Señor crucificado y resucitado les concediera, quiero hablarles a todos aquéllos cuyas vidas aún no han sido tocadas por la muerte de un ser querido.
Si usted es uno de los pocos que nunca ha tenido que hacer arreglos para un funeral, o ir a un cementerio a despedir a un ser querido, permítame decirle: ‘Por favor, disfrute de sus seres queridos. No deje que los días pasen sin demostrarles cuán importantes son en su vida. Si de alguna manera los ha herido, pídales disculpa; si ha dejado que su relación con ellos se enfríe, búsquelos. Estar rodeado de seres queridos es un regalo de Dios que no se debe malgastar o dar por sentado. Un día usted se dará cuenta que es un regalo que no durará para siempre. La verdad es que, si usted vive lo suficiente, verá cómo la muerte viene a llevárselos uno tras otro, pues la muerte no respeta nada ni a nadie. Cuando la muerte le toque de cerca, le dejará una mezcla de tristeza y pena, de soledad y alivio, de vacío, enojo, y pérdida. La muerte no llegará cuando a usted le sea más conveniente, ni tampoco elegirá a sus víctimas de acuerdo a cierta lógica, o basándose en amor o en lo que es justo. Lo único que podemos decir con certeza es que la muerte es cierta.
La cercanía de la muerte debería ser aparente y evidente para todos, pero no lo es. Deberíamos ser conscientes de esta realidad, pero no lo somos. Demasiados de nosotros vivimos como si la muerte no existiera. Nuestra actitud es como la del escritor que, ya en su lecho de muerte, dijo: «Todo el mundo tiene que morir, pero pensé que en mi caso se haría una excepción». Si eso es lo que usted cree, permítame ponerle las cartas sobre la mesa: cada ser humano ha pecado, y el castigo por su pecado es la muerte. Por causa del pecado, usted no será inmune a la mano fría de la muerte.
Porque nos hemos rebelado contra Dios y su perfección, y rechazado la vida que Él deseaba darnos, es que con certeza llegará el día en que usted deba despedir de este mundo a un ser querido. Ese día, cuando usted se aleje de la tumba, dejará allí una parte de su ser, y su vida nunca más será igual. Va a ver que sus amigos se van a sentir incómodos hablando de la muerte cuando usted este presente. De pronto se verá forzado a tomar decisiones para las cuales no estaba preparado. Después de un tiempo, cuando crea haber superado la pena y llorado suficiente, de pronto una canción en la radio, un aroma, o un paisaje, le va a traer recuerdos del ser querido, y el dolor de la pérdida va a volver a inundarlo con toda su intensidad, llenando su mente con cosas que fueron, pero que no volverán a ser. En ese día, usted sabrá lo que es llorar por la pérdida de un ser querido… es algo muy triste, pero es una tristeza que tiene solución.
Una vez, hace mucho tiempo, Jesucristo dijo, sin dejar lugar a ningún tipo de duda, que ‘los que lloran serán consolados.’ En sus palabras no había temor o contradicción, ni señal alguna de suposición o especulación. ‘Los que lloran serán consolados.’
Quizás usted piense que eso no es cierto porque ha sido testigo de la pena de madres, padres, esposos, o hijos, ante la muerte de su ser querido. Quizás usted piense que esas palabras de Jesús, si bien son la expresión de un buen deseo, dan falsas esperanzas y confunden a muchos.
Si es así como usted se siente, permítame contarle una historia verdadera que sucedió hace varios años en la ciudad de Chicago, donde se reunieron representantes de todas las religiones del mundo. Prácticamente todas y cada una de las religiones y credos conocidos estaban presentes en ese evento, y muchos fueron los documentos brillantes que se presentaron en la misma. Parecía que cada religión estaba contribuyendo de alguna forma, por lo que sólo una persona muy perceptiva iba a poder discernir cuál de todas esas religiones era la correcta o la mejor.
Ya hacia el fin del evento, los organizadores del simposio comenzaron a sentirse aliviados porque no se habían producido serios enfrentamientos entre las distintas religiones. Muchos de los líderes presentes estaban complacidos al haber descubierto puntos en los que coincidían. La mayoría de las religiones encontraron que estaban en armonía en asuntos humanitarios, en que las personas debían ser amables y respetarse los unos a los otros, y en que los que tienen más deben proveer para los que tienen menos. Pero hubo un grupo que no estaba complacido: era el grupo de los que habían ido allí en busca de respuesta a las preguntas trascendentales de la vida. Muchos de ellos sintieron que habían terminado la convención con las mismas incertidumbres e inseguridades con que habían comenzado.
Fue entonces que Joseph Cook, un pastor de la ciudad de Boston, presentó un reto muy simple a los asistentes. Él dijo: ‘Honorables representantes de las religiones del mundo, les presento el caso de un matrimonio que ha cometido un asesinato. Ambos tienen manchas de sangre en las manos que pareciera que nada las puede quitar, y están desesperados. Permítanme preguntarles: ¿existe algo en lo que enseñan sus religiones que quite ese pecado y absolutamente les asegure el perdón de Dios y la vida eterna?’ Lamentablemente, nadie pudo dar una respuesta.
Los escépticos (que dudan de todo), pueden ofrecer comprensión, y algunos pueden llegar incluso a identificarse con la situación de un asesino, pero no tienen cómo prometer la salvación. Los seguidores de Buda pueden decir: ‘cambia tu estado mental y podrás ser elevado’, pero con eso no solucionan nada. Los seguidores del Islam pueden decir: ‘cumple con los cinco pilares del islamismo, y eso te ayudará a escapar de tu pecado’. Son cosas que ayudarán, pero no son una garantía. La fe hindú provee muchas prácticas mentales y físicas para ayudar a los pecadores, pero éstos se encuentran con que están condenados a intentar y seguir intentando de por vida. La ciencia, que promueve la idea que los seres humanos somos animales evolucionados, cuestiona el concepto de pecado, cielo e infierno. ¿Se da cuenta ahora por qué no hubo respuesta al reto del pastor Cook?
En verdad, la fe cristiana es la única que dice: «la sangre de Jesucristo nos limpia de nuestro pecado.» Y es la única fe que puede decir que «la paga del pecado es la muerte, pero el regalo de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro». La fe cristiana es la única que afirma que somos salvos por gracia, mediante la fe, y no por lo que hacemos o dejamos de hacer, sino que es un regalo de Dios. Nadie, incluso el santo más santo, más dedicado, y más sacrificado, puede lograr entrar al cielo por sus propias obras. El perdón y la salvación son un regalo que viene de Dios.
En contraste con las otras enseñanzas y religiones, sólo la fe cristiana puede prometer que, el pecador que con corazón arrepentido confiesa a Jesús como Hijo de Dios y Salvador, es completa y totalmente perdonado. La fe cristiana puede hacer esa promesa porque Jesús nos ha salvado del pecado, la muerte y el diablo. Jesús, el Mesías prometido, vino a este mundo para entregar su vida perfecta a cambio de nuestra vida imperfecta. Él asumió la muerte que nos correspondía a nosotros, y recibió el castigo que por nuestra desobediencia merecíamos. En su sufrimiento y muerte Jesús tomó nuestro lugar, destruyó nuestros pecados, y salvó nuestras almas. Sólo la fe cristiana puede decir, tal como San Pablo escribió tan maravillosamente: «Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor.» (Romanos 8:38-39)
¿Comprendió bien? Nada en toda la creación puede robar el amor que Dios ha dado a quienes creen en Jesucristo como su Salvador. Ni siquiera la muerte puede separar a los creyentes del amor de Dios. Y si se pregunta, ¿cómo sé que todo esto es cierto?, lea la Biblia. Allí podrá ver cómo Jesús consoló a los que lloraban.
Cuando Jesús se encontró con un cortejo fúnebre que salía de la ciudad de Naín, lo hizo detener y le devolvió la vida al joven que llevaban a enterrar. Ese día, los que lloraban fueron consolados.
Cuando su presencia fue requerida en la casa de un hombre llamado Jairo porque su hija se estaba muriendo, Jesús dijo a los que lloraban y se lamentaban que la niña sólo estaba durmiendo. Entonces, con el poder que sólo el Hijo de Dios puede reclamar, la resucitó de la muerte y consoló a la familia que lloraba.
Una vez le pidieron que fuera a ayudar a su amigo Lázaro, quien se estaba muriendo. Cuando Jesús llegó ya hacía cuatro días que Lázaro había fallecido, y sus hermanas estaban profundamente afligidas. Pero su aflicción no duró mucho, pues Jesús, parado frente a la tumba de Lázaro, ordenó: «¡Lázaro, sal de ahí!» Ese día, cuando Lázaro salió caminando de su tumba, los que lloraban fueron consolados, y el mundo agonizante recibió esperanza.
Ese mismo consuelo recibimos los cristianos de hoy, pues sabemos que Jesús, quien murió para quitar nuestros pecados, vencerá nuestra muerte; sabemos que el mismo poder que sacó a Lázaro de su tumba, algún día hará lo mismo por nosotros y por todos los que crean en él. Sabemos que nuestros amigos resucitarán; que nuestros familiares y seres queridos saldrán de sus tumbas. Aún más, todos aquéllos que han muerto en la fe, saldrán para recibir un cuerpo glorificado, un cuerpo que vivirá eternamente en júbilo.
Los cristianos sabemos que Jesús nos consuela cuando lloramos. Ésa es la razón por la que estos mensajes comienzan con las palabras: «¡Cristo ha resucitado!», pues ése es el grito de victoria que cambia nuestro presente, y nuestra eternidad.
Soy consciente que quizás algunos de ustedes, que ya han despedido de este mundo a seres queridos, no sientan esa victoria o consuelo. Quizás algunos de ustedes vean la muerte como algo atemorizante, final, y fría. Sí es así, permítame terminar con una historia que una madre le cuenta a su hijo. El abuelo que el niño tanto amaba acababa de morir, por lo que el niño quería saber más acerca de la muerte. La madre le explicó: «Hijo, ¿recuerdas que cuando eras pequeño jugabas todo el día? ¿Y recuerdas que cuando era de noche estabas tan cansado que ni siquiera tenías fuerzas para llegar a tu cama? ¿Recuerdas con qué facilidad te quedabas dormido en cualquier lado, y cómo por la mañana te sorprendías al despertarte en tu propia cama?» El niño asintió y dijo: «Solía quedarme dormido frente al televisor.» «Sí, pero frente al televisor no era donde debías estar, por lo que, cuando te dormías, tu papá te cargaba y te llevaba y arropaba en tu propia cama. La muerte es algo así. Estamos cansados y nos quedamos dormidos, así como el abuelo. Y cuando eso sucede, viene Jesús y nos lleva a donde debemos estar. Nos dormimos, y cuando despertamos estamos en el cielo. Jesús hace eso, porque nos ama.»
No estoy seguro si el niño entendió lo que su madre le dijo ese día; no sé si lo recuerda, pero yo sí. Y oro para que usted también lo recuerde. Oro para que todos aquellos de ustedes que están afligidos recuerden que, cuando los cristianos nos dormimos, Jesús, con sus manos desgarradas, viene y nos lleva a donde debemos estar. Oro para que todos ustedes así lo crean, porque en el Día de Todos los Santos, dentro de un año, algunos de los que hoy están oyendo este mensaje habrán fallecido, y otros estarán llorando la pérdida de un ser querido.
Es por ello que pongo ante ustedes al Salvador, y los invito a que crean en él quien, gracias a que entregó su vida, sufrió, murió y resucitó, ha vencido la muerte. Crea en el Salvador viviente y, cuando la muerte llame a su puerta, despertará allí en donde debe estar.
Si de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.