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PARA EL CAMINO
El Señor está contigo en medio del dolor o las adversidades. Dios sigue ofreciendo su amor, su gracia y salvación a la humanidad. El Señor hoy te invita a experimentar el gozo de dar y compartir con los demás los maravillosos regalos del Padre.
Hace algún tiempo leí un artículo en internet titulado: «Regalar o recibir ¿Qué nos hace más felices?» Si tú eres como yo, quizás responderás: «las dos cosas.» Y sí, porque las dos nos dan satisfacción y felicidad. Algo que disfrutamos mucho mi esposa y yo al darle regalos a nuestros hijos, ya sea para Navidad o en sus cumpleaños, es ver sus caras de sorpresa cuando los reciben. Sus reacciones nos llenan de alegría. El artículo que leí decía que algunos estudios psicológicos han demostrado que la sensación de satisfacción o felicidad que nos da el realizar ciertas actividades va disminuyendo cada vez que volvemos a realizarlas. Por ejemplo, no sentimos lo mismo visitar un lugar por primera vez, que cuando hemos ido repetidas veces. Este concepto se conoce en psicología como «adaptación hedónica». Sin embargo, el dar o regalar a los demás parece ser una excepción a la regla. Este artículo también menciona que unos experimentos realizados por la Universidad de Chicago y la Universidad Northwest de Boston, revelaron que la sensación de felicidad y satisfacción duraba más tiempo en las personas que daban a los demás, que en las que recibían. Esto nuestro Señor Jesucristo lo sabía muy bien y Pablo hace referencia a sus palabras en Hechos 20:35: «más bienaventurado es dar que recibir«.
También la Biblia nos dice que, si nosotros siendo malos sabemos dar buenas dádivas a nuestros hijos, cuánto más nuestro Padre celestial (Mateo 7:11). Tenemos un Dios dadivoso, «el cual da abundantemente y sin reproche» (Santiago 1:5). ¿Puedes imaginarte el gozo de nuestro Padre celestial al otorgarnos todas sus bendiciones? Todos esos regalos que el apóstol Pablo menciona en este pasaje, dones con los que el Padre «nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» al adoptarnos como hijos, por el puro afecto de su voluntad.
Al mencionar la adopción, el apóstol nos indica claramente que existe una transición en la relación entre Dios y los hombres. En otras palabras: antes de conocer a Cristo, nosotros no éramos hijos; más bien, la Biblia nos dice que éramos esclavos del pecado y de la muerte, merecedores de la ira de Dios y del castigo eterno. ¡Qué terrible! Y es muy triste saber que aún existen muchas personas viviendo en esta condición. El pecado nos priva del acceso al Padre amoroso que anhela restaurar la relación con su creación. Fue tanto su anhelo y su amor por nosotros, que hizo lo inexplicable con tal de salvarnos de aquella condición dándonos el mayor de todos los regalos: su Hijo unigénito Jesús. Y es por medio de Él, por la fe en Jesucristo, que nos «dio la potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12).
El proceso de adopción era bien conocido en la época del apóstol Pablo. Era un proceso legal del derecho romano y muy parecido al que conocemos en nuestros días. Una persona podía ser adoptada por una familia y contar inmediatamente con todos los derechos y privilegios de un hijo biológico, sin distinción entre hijos. Esto lo entiendo bien porque lo he vivido muy de cerca. Tengo dos hermanas, a las cuales amo mucho y con quienes tengo una linda relación. Son pocas la personas que saben que una de ellas fue adoptada por mis padres cuando era tan sólo una niña de brazos. Pocos lo saben no porque sea un tema tabú en mi familia, sino porque no se nota una diferencia en nuestro trato como hermanos: ella es hija de mis padres y es mi hermana, amada y cuidada como todos los demás. Desde el primer día fue aceptada como miembro de nuestra familia.
Lo mismo parece estar diciéndole el apóstol Pablo a los destinatarios de su carta, los Efesios, y a nosotros en el resto del mundo. Nos está diciendo que no existe diferencia entre los hijos de Israel y los gentiles porque ahora, por medio de la fe, todos somos hijos privilegiados, sin diferencia alguna ante Dios.
Es «en Cristo» que somos aceptados en la familia de Dios, por medio de la redención, otro de sus maravillosos regalos, totalmente inmerecido. En la condición de esclavos no podíamos hacer nada para salvarnos. La palabra de Dios es muy clara al decir que el hombre sin Cristo es reo de muerte y camina bajo la maldición de la ley, como dice el apóstol Pablo (Gálatas 3:11) ya que el hombre es incapaz de cumplir la perfecta y santa ley de Dios.
Se cuenta la historia de un jovencito que había construido un pequeño barco de madera con la ayuda de su padre. Le dedicaron mucho tiempo hasta que lo terminaron; quedó hermoso. Fueron a las orillas de un lago cercano a su casa donde lo pusieron a navegar; lo disfrutaban mucho. Pero un día vino un viento repentino que se lo llevó muy lejos y desapareció. El pequeño llegó a casa desconsolado. Su tristeza duró muchos días. Después de un tiempo, para su sorpresa, vio su barquito en la vitrina de una tienda del pueblo y entró a reclamarlo. El dueño le dijo que tendría que pagar por el barco ya que él se lo había comprado a un pescador. El jovencito fue y consiguió trabajo durante el verano para conseguir el dinero y después de mucho esfuerzo regresó y lo compró. De regreso a casa muy contento le dijo a barquito: «Ahora eres mío dos veces, una vez porque te hice y otra vez porque te compré».
Nosotros le pertenecemos a Dios dos veces: primero nos creó y luego nos redimió. Cristo pagó el precio de nuestro rescate con su preciosa sangre (1 Pedro 1:18-19), nos liberó de la maldición de la ley, haciéndose maldición por nosotros al morir en el madero (Gal 3:13). En aquella cruz, nuestro Redentor rompió las cadenas que nos ataban, rompió el acta que nos condenaba, cambiando nuestra condición de esclavos a hijos, y nos hace aceptos en el Amado. También nos hace príncipes y herederos en su Reino por medio del Espíritu Santo, quien nos es dado en La Palabra y los Sacramentos y el cual da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios y por el cual podemos clamar «Abba Padre» (Ro. 8:15). ¡Qué regalo tan maravilloso!
El mismo Señor Jesucristo confirma nuestra identidad cuando, al enseñarle a orar a sus discípulos, les dice: cuando oren, háganlo así «Padre Nuestro…» (Mt. 6:9). Si, él es nuestro Padre, Dios nos ha dado una nueva identidad, ya nos somos extraños sino hijos. En su amor y misericordia nos escogió antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él, cosa que únicamente se puede lograr estando «en Cristo«. Por medio de Jesucristo se cumple su promesa del perdón de pecados, nos limpia, nos santifica y nos ofrece el regalo de la salvación como una muestra de Su amor eterno.
Los creyentes ya estábamos en la mente y el corazón de Dios, Él ya nos conocía, Él nos había elegido para ser sus hijos mucho antes que este mundo existiera. Es Él quien toma la iniciativa. El hombre cuestiona esta enseñanza porque él quiere de alguna manera participar en su salvación. ¿Cómo es posible que esto tan grande me sea dado sin poner yo algo de mi parte? Claro, eso es lo que aprendemos en este mundo. Aquí se nos enseña que, si queremos ganar un trofeo, un premio, un aumento de salario o una promoción, debemos esforzarnos y competir duramente hasta ganarlo. Sin embargo, en cuanto a nuestra salvación, la «decisión» había sido tomada por Dios hace mucho tiempo atrás. La palabra predestinar significa «definir o decidir de antemano» y aunque a muchos les cueste aceptarlo, Dios insiste, «por gracia son salvos«. No por obras o por esfuerzos propios para que nadie pueda gloriarse a sí mismo (Ef.2:8-9). Es un regalo de nuestro Padre.
Hasta aquí podemos pensar que ya hemos recibido bastante de sus bendiciones, pero les voy a decir como les digo a mis hijos cuando les doy sus regalos: «guess what«, ¿adivina qué? Todavía hay más… ¿más? sí, hay más.
Como hijos de Dios también se nos ha dado una herencia gloriosa. Somos herederos y coherederos con Cristo de una herencia incorruptible y eterna que nos espera y de la cual participaremos todos los que hemos sido salvados en Cristo. Esta herencia nos ha sido garantizada. Dios nos ha sellado con su Espíritu Santo, existe un nuevo decreto, una garantía. Las arras de esa herencia es la presencia de su Espíritu en nuestra vida y en la vida de aquellas personas que oyen y creen la Palabra de Verdad, el Evangelio de Salvación.
Esto nos llena de una gran seguridad. Si los contratos terrenales, ya sea el matrimonio, negocios, compra de una casa y documentos académicos o laborales son formalizados y llevan tanto peso legal cuando tienen un sello de las autoridades civiles, ¡cuánto más el sello de Dios y su promesa de redimir a los creyentes y otorgarles la herencia de la vida eterna! Esta es una esperanza inquebrantable, un regalo extraordinario, una bendición incalculable para todos los hijos de Dios.
No permitas que los afanes de la vida, las situaciones adversas o tribulaciones de este mundo, te hagan olvidar quién eres en Cristo y lo que has recibido como hijo de Dios. El mismo apóstol Pablo estaba encarcelado cuando escribe esta carta y dice «soy embajador en cadenas» (Ef. 6:20), pero mantenía esta esperanza bienaventurada. Podía reconocer todas las bendiciones de Dios, aún en medio del sufrimiento. Y es que en medio del dolor o las adversidades, el Señor está contigo. Dios sigue dando porque su naturaleza es dar. Sigue ofreciendo su amor, su gracia y salvación a la humanidad. Sigue llamando a sus hijos a la reconciliación. Sigue ofreciendo el constante regalo del perdón. El Señor hoy te invita a experimentar el gozo de dar y compartir con los demás los maravillosos regalos del Padre.
Estimado oyente, si de alguna manera te podemos ayudar a ver que Jesús tiene la autoridad de perdonar tus pecados y de resucitarte al fin de los tiempos para estar con él y con toda la multitud de creyentes, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.