PARA EL CAMINO

  • Lucas, médico y autor

  • mayo 30, 2010
  • Prof. Marcos Kempff
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Lucas 1:1-4
    Lucas 1, Sermons: 7

  • El mensaje de hoy es una narración de la vida y las obras de Jesús desde la perspectiva de Lucas, médico de profesión, discípulo y amigo de Jesús, y autor de uno de los Evangelios.

  • Soy Lucas, un personaje poco conocido de la Biblia, pero autor de uno de los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento. Quiero hablarles de Jesús de Nazaret, porque hoy, juntamente con toda la iglesia cristiana, recordamos y celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. Este Jesús es el Hijo verdadero de Dios, el único Salvador, y es la tercera persona de la Santa Trinidad. Por eso es tan importante hablar de Él. Solo así llegamos a comprender el amor de nuestro Dios Trino por cada uno de nosotros.

    Lo que voy a compartir contigo fue algo que me tocó en lo más íntimo de mi ser. Ojalá sea lo mismo contigo. Lamento que no podemos sentarnos cara a cara para conocernos mejor, pero te invito a escuchar mi historia.

    Soy médico (Col 4:14). Yo no era judío, así que tenía muchas creencias erradas. Por mucho tiempo la persona de Jesús me había intrigado. Tuve la oportunidad de investigar su vida y escribir un tratado sobre ella. Mi amigo Teófilo, que significa «amigo de Dios», me comisionó para hacer una investigación a fondo de la vida de Jesús. Esto ocurrió unos 20 años después de su muerte, resurrección, y ascensión al cielo. Para entonces ya muchas personas habían escuchado de él y, como era de esperar, circulaban muchas ideas y opiniones de Jesús que no siempre eran ciertas.

    Muchos habían intentado hacer un relato de Jesús y su vida. Sin duda estos hechos verídicos han sido recibidos con convicción entre los que ahora lo seguimos, tal y como nos las transmitieron los que desde el principio fueron testigos presenciales y servidores de la palabra, o sea sus discípulos. Yo también puedo decir que investigué todo con esmero desde su origen, y decidí escribirlo en forma ordenada. No sólo escribí acerca de la vida y el ministerio de Jesús, sino que luego también documenté las actividades de la iglesia naciente que él había dejado en manos de sus apóstoles. O sea, continué el relato de la obra de Jesús a través de los hechos de los Apóstoles. Y, como puedo dar testimonio personalmente, la obra de Dios: el Padre, el Hijo Jesucristo, y el Espíritu Santo.

    Debo aclarar algo importante: quien me guió en todos los pasos de este proceso fue el mismo Espíritu Santo. Yo no fui más que un instrumento suyo. Él me dio la inspiración para que yo pudiera destacar el vigoroso crecimiento de la Palabra de Dios; o sea, «el poder de Dios para la salvación de todos los que creen» (Romanos 1:16) en Jesucristo. La suma de todas mis averiguaciones y el ejercicio de escribirlas me ayudó a conocer no solamente la vida y obra de Jesús, sino cómo Dios, en su gran misericordia, quiere que todos creamos en él.

    Lo que siempre me fascinaba eran los hechos que identificaban a Jesús como el ‘siervo compasivo del Señor’, así como lo había predicho el profeta Isaías, porque ‘trajo buenas noticias a los pobres, le devolvió la vista a los ciegos, y les dio libertad a los oprimidos’. Pude constatar que su venida es el comienzo de la amnistía eterna pregonada por Dios para toda la humanidad. ¿Cómo puedo afirmar esto? Porque Jesús fue el mismísimo acto del amor perdonador de Dios. Jesús consideraba el perdón de los pecados como fuente e impulso de su ministerio como siervo del misericordioso Dios.

    Jesús fue, por excelencia, el Salvador de los pobres, los humildes y los pecadores. Fue conocido como el «hombre que recibe a los pecadores y come con ellos» (Lucas 15:2). Él no hacía distinción de personas. Más que cualquier hombre que yo había visto, Jesús prestó tanto ayuda a las mujeres como a los hombres. Y eso que en ese entonces la mujer carecía del aprecio y respeto que merecía. Por eso coloqué en mi tratado del Evangelio de Jesucristo muchas referencias e historias sobre mujeres. Por ejemplo, María la madre de Jesús, Elizabet, las mujeres que acompañaron a Jesús y a sus discípulos, las que fueron a la tumba y luego anunciaron que Jesús había resucitado. Por esta razón puse énfasis en que la gracia y la salvación de Jesús son para todas las personas.

    Cuando menciono la obra del Espíritu Santo, lo hago recordando que es Jesús quien nos trajo «el bautismo con el Espíritu Santo» (Lucas 3:16), dándonos una identidad como hijos e hijas de Dios, redimidos por su sacrificio en la cruz. Los discípulos de Jesús cuentan con la promesa del Espíritu para vivir unidos a Cristo en fe y para buenas obras, a fin de dar testimonio de Jesucristo ante todo el mundo (Lucas 12:11-12; 24:49). Por eso el Cristo resucitado envía a sus discípulos con el encargo de predicar el arrepentimiento y el perdón de pecados en su nombre. El Espíritu Santo es el mejor regalo que Dios el Padre celestial da a quienes se lo piden (Lucas 11:13). Esta es una clara demostración de la obra de nuestro Dios trino.

    Jesús fue un hombre de oración. En diversas ocasiones dedicó tiempo para «estar con su Padre» en actitud de reverencia, obediencia y plena confianza (Lucas 3:21; 5:16; 6:12; 9:18; 9:28-29; 24:41 y 23:34 y 46). Para Jesús orar significaba estar en comunión con Dios para hablar con Él y recibir de Él fortaleza y ánimo para cumplir su misión. En una de sus enseñanzas, Jesús ilustró la diferencia que separa a la piedad falsa y egocéntrica de la piedad genuina del alma arrepentida, poniendo lado a lado las oraciones de un fanático religioso y la de uno considerado pecador, un recaudador de impuestos (Lucas 18:9-14). Esta enseñanza fue hecha específicamente para estimularnos a orar sin cesar.

    Jesús hizo milagros, sanó enfermos, resucitó muertos, y dejó muchas enseñanzas. Pero el centro de todo lo que hizo fue su muerte y resurrección. Uno de los relatos conmovedores que me contaron ocurrió la misma tarde del día que Jesús resucitó (Lucas 24:13-49). Aquel mismo día, dos de los seguidores de Jesús se dirigían a un pueblo llamado Emaús, a unos once kilómetros de Jerusalén. Iban conversando sobre todo lo que había acontecido en esos últimos días, en especial la muerte de Jesús, el maestro. Estaban conmovidos y abatidos mientras caminaban el polvoriento camino a casa. Sucedió que, mientras caminaban y hablaban, Jesús mismo se acercó y comenzó a caminar con ellos; pero ellos no lo reconocieron, pues sus ojos estaban velados.

    Una de las características de Jesucristo es que siempre nos acompaña, aún en los momentos más difíciles y complicados de la vida. Aun cuando a veces no lo reconocemos, Jesús siempre camina a nuestro lado. Aún hoy, él está con nosotros por medio de su Palabra y del Espíritu Santo.

    «¿Qué vienen discutiendo por el camino?», les preguntó Jesús a esos dos discípulos. Uno de ellos le dijo: «¿Eres tú el único peregrino en Jerusalén que no se ha enterado de todo lo que ha pasado recientemente?» «¿Y qué es lo que ha pasado?», les preguntó. Como vemos, la voz de Jesucristo se hace oír. Él nos llama a ser sinceros y reconocer nuestra fragilidad e ignorancia. Es que Cristo interrumpe e interviene en nuestras vidas para darnos su paz. Él se ocupa de nuestra restauración y renovación, porque tiene compasión de nosotros.

    «Lo de Jesús de Nazaret», le contestaron. «Era un profeta, poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo. Los jefes de los sacerdotes y nuestros gobernantes lo entregaron para ser condenado a muerte, y lo crucificaron; pero nosotros abrigábamos la esperanza de que era él quien redimiría a Israel. Es más, ya hace tres días que sucedió todo esto. También algunas mujeres de nuestro grupo nos dejaron asombrados. Esta mañana, muy temprano, fueron al sepulcro de Jesús pero no hallaron su cuerpo. Cuando volvieron, nos contaron que se les habían aparecido unos ángeles quienes les dijeron que él está vivo.

    Algunos de nuestros compañeros fueron después al sepulcro y lo encontraron tal como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron.» «¡Qué torpes son ustedes», les dijo Jesús, «y qué tardos de corazón para creer todo lo que han dicho los profetas! ¿Acaso no tenía que sufrir el Cristo estas cosas antes de entrar en su gloria?» Entonces, comenzando por Moisés y por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras.»
    Cristo abre nuestro entendimiento, moviliza nuestros sentimientos, toca nuestro ser, y nos cambia según su voluntad a través de su Palabra y con el poder de su Espíritu. A menudo los quehaceres de la vida nos vuelven insensibles o fatalistas, y se nos hace fácil pensar que Dios está distante porque no lo vemos. Pero Jesucristo nos enseña a esperar en él, porque él aclara nuestra visión y nos deja conocer su voluntad. Escuchar la voz de Jesús es aprender a comprender el significado de ser vulnerable ante Dios. El Evangelio es el poder de Dios para los que creen en Jesucristo.

    Al acercarse al pueblo adonde se dirigían, Jesús hizo como que iba más lejos. Pero ellos insistieron: «Quédate con nosotros, que está atardeciendo; ya es casi de noche.» Así que entró para quedarse con ellos. Luego, estando con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió, y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero Jesús desapareció. Los discípulos se decían el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras conversaba con nosotros en el camino y nos explicaba las Escrituras?»

    Para Dios no hay impedimento para penetrar todos los obstáculos que tenemos y seguiremos teniendo para aprovechar y disfrutar la comunión que él nos ha brindado en Cristo. Todo comienza cuando reconocemos lo adolorido que esta nuestro corazón, y confiamos en que Dios nos conoce perfectamente. Y, «… de esta manera sabemos que somos de la verdad, y podemos sentirnos seguros delante de Dios; pues si nuestro corazón no acusa de algo, Dios es más grande que nuestro corazón…» (1 Juan 3:19-20). Cristo penetra nuestro orgullo, nuestra prepotencia, fragilidad e incredulidad. Cristo nos perdona, nos levanta y nos hace «arder el corazón».

    Inmediatamente esos discípulos se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron a los once y a los que estaban reunidos con ellos. «¡Es cierto!» decían, «el Señor ha resucitado y se le ha aparecido a Simón.» Los dos que habían vendido de Emaús, por su parte, contaron lo que les había sucedido en el camino, y cómo habían reconocido a Jesús cuando partió el pan. Todavía estaban hablando acerca de esto, cuando Jesús mismo se puso en medio de ellos y les dijo: «Paz a ustedes.» Aterrorizados, creyeron que veían a un espíritu. «¿Por qué se asustan tanto?», les preguntó Jesús. «¿Por qué dudan? Miren mis manos y mis pies. ¡Soy yo mismo! Tóquenme y vean; un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que los tengo yo.» Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Como ellos no acababan de creerlo a causa de la alegría y del asombro, les preguntó: «¿Tienen aquí algo de comer?»

    Así es que le dieron un trozo de pescado asado, y él se lo comió delante de ellos. Luego Jesús les dijo: «Cuando todavía estaba yo con ustedes, les decía que tenía que cumplirse todo lo que está escrito acerca de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos.» Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras. «Esto es lo que está escrito,» les explicó, «que el Cristo padecerá y resucitará al tercer día, y en su nombre se predicarán el arrepentimiento y el perdón de pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén. Ustedes son testigos de estas cosas. Ahora voy a enviarles lo que ha prometido mi Padre; pero ustedes quédense en la ciudad hasta que sean revestidos del poder de lo alto.»

    Desarrollar el hábito de conocer a Jesús a través de las Sagradas Escrituras es aprovechar y multiplicar las oportunidades que Dios nos da en la vida para tener un encuentro personal y colectivo con él Pero no dedicamos el tiempo ni la energía necesaria para compartir con otros el significado de ese encuentro personal y colectivo que Dios nos ofrece en una vida de confianza en Cristo. Escuchar su voz, ser sinceros, reconocer nuestra fragilidad e ignorancia, de esta manera Cristo nos motiva a comunicar su Palabra a otros, ser compasivos como él y convertirnos en sus siervos.

    Ahora creo que Jesucristo es mí Señor, que me ha redimido a mí, hombre perdido y condenado. Por eso puedo confesar que Cristo hizo esto para que yo sea suyo y viva bajo él en su reino, y le sirva en justicia, inocencia y bienaventuranza eternas. Esta realidad del creyente en Cristo es el resultado de la victoria de Cristo sobre el pecado, la muerte y Satanás. Todo creyente tiene el perdón de los pecados garantizado por la resurrección de Cristo, y con esto, una nueva vida de fe, amor, servicio y esperanza.

    Bueno, me despido de ustedes con estas palabras acertadas de aliento y esperanza. Ya saben, cuando oyen mi nombre, Lucas, en el futuro, se acordarán que escribí el Evangelio sobre Jesucristo y que ahora yo también creo en él como el Salvador del mundo. Les deseo las más ricas bendiciones en el nombre de nuestro Dios Trino. Amén.
    Si quiere saber más del Salvador de Lucas, que también quiere ser su Salvador personal, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.