PARA EL CAMINO

  • Luz para nuestra soledad

  • diciembre 20, 2009
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Juan 1:9
    Juan 1, Sermons: 5

  • ¿Qué forma ha tomado la soledad en su vida? ¿Qué dolor ha puesto la soledad en su corazón? ¿Cómo va a hacer esta semana para poder desear una ‘Feliz Navidad’ con sinceridad?

  • Los pastores de Belén que cuidaban de sus rebaños durante la noche hace dos mil años, sabían lo que era la soledad. Sin tormenta en el cielo y sin fieras depredadoras o ladrones que despertaran o asustaran a sus animales, su trabajo debe haber sido fácil. Las ovejas estaban tranquilas, y los corderitos recién nacidos dormían plácidamente. Desde la ciudad de David les llegaban los ruidos de las tabernas, y de los sirvientes y esclavos que vivían y trabajaban en el palacio que el Rey Herodes había construido para protegerse de su propio pueblo.

    Sentados alrededor de su pequeña fogata, los pastores habían comido y compartido historias, y luego cada uno había buscado abrigo en sus mantas. Observando en el cielo claro de la noche el desfile de estrellas, seguramente más de uno habrá pensado: ‘Doy gracias por tener un trabajo, si es que a esto se le puede llamar ‘trabajo’; pero, ¿es esto todo lo que hay? ¿Será que mi vida nunca va a cambiar?’

    Ante la inmensidad del firmamento, los pastores se sintieron pequeños. ¿Será que alguien los extrañaría si desaparecieran o murieran? Y si usted está pensando: «Pastores sin educación nunca se preguntarían cosas semejantes», tenga por seguro que sí lo harían. En la profunda oscuridad de la noche, y en las horas tempranas del amanecer, todos nos convertimos en filósofos. Todos queremos saber si valemos algo, y si a alguien le importamos. Tarde o temprano, todos nos hacemos preguntas que no son fáciles de responder y, tarde o temprano, sentimos la soledad que sintieron los pastores de Belén.

    Los viajeros que habían llegado a Belén hace dos mil años, también se deben haber sentido solos en aquella primera noche de Navidad. Por supuesto que ninguno de ellos sabía que esa noche algún día sería llamada ‘Navidad’, la noche del nacimiento del Salvador. Lo único que sabían en ese momento, era que el emperador César Augusto de Roma había decretado que todos los ciudadanos debían ir a sus lugares de origen a registrarse, para ser contados en el censo que había ordenado.

    Se los puede escuchar murmurar por los caminos largos, desolados y polvorientos: ‘¿No se le ocurrió pensar al gran César cuánto perturbaría con tal ordenanza la vida del ciudadano común? ¿No se da cuenta del gasto que significa emprender semejante viaje? No, a él qué le importa. César no piensa en esas cosas. Por eso estoy sucio, cansado de tanto caminar, desmoralizado y deprimido. Es triste tener que hacer un viaje que uno no quiere hacer.’ Así es como vivieron tantos viajeros solitarios su primer Navidad.

    Algo similar les sucedió a los soldados y los mercenarios romanos. Cuando se enlistaron en el ejército, no se imaginaron que servir a su país significaría pasar años de sufrimiento en un país repugnante, desmoralizante, y olvidado por Dios, como lo era Israel. Nadie les había advertido acerca de las miradas de odio con que los miraría el pueblo que se consideraba oprimido y desprotegido. Nadie les había dicho de las extravagantes e incomprensibles leyes religiosas que observaba ese pueblo a quienes ellos trataban de proteger. Para esos soldados, que vivían lejos de sus hogares y de todo lo que les era familiar, esa primera noche de Navidad en Belén también fue solitaria.

    Muchos otros también se sintieron solos la noche en que nació Jesús. Entre ellos encontramos a los leprosos, los hombres y mujeres que, habiendo sido diagnosticados con una contagiosa y, en aquel entonces incurable enfermedad, habían sido expulsados de sus familias, amigos, trabajos, hogares, y comunidades, e incluso forzados a auto-denominarse ‘impuros’, para que nadie se les acercara. No hay duda que para los leprosos, esa primera noche de Navidad fue solitaria.

    También estaban los mendigos, los discapacitados, y los que tenían defectos físicos o problemas mentales, cuyas vidas dependían de la caridad de los demás. La soledad en que todos ellos vivían era tan grande como la de los esclavos. Los esclavos. ¿Qué era peor, haber nacido esclavo, o haber sido hecho esclavo? ¿Qué era peor, no haber tenido nunca libertad, o haberla tenido y perdido? ¿Qué era peor, no haber podido soñar nunca con un futuro, o que los sueños hubieran sido truncados para siempre? Para el esclavo la pregunta era debatible. Él no era una persona, era una propiedad; propiedad que sería vendida o comprada, propiedad que sería usada, abusada, degradada o eliminada. Para los esclavos, aquella primera noche de Navidad fue solitaria.

    Si el tiempo lo permitiera, podría hablar de los cónyuges que viven bajo el mismo techo, pero que ya no se comunican más. O de la mujer que le entregó su amor a un mentiroso que luego desapareció, de los amigos infieles, de los socios tramposos, de los hijos que se olvidan de sus padres ancianos… Pero no tengo tiempo para entrar en tantos detalles.

    Además, no hay nadie en la historia de la Navidad, que escape a la lista de almas solitarias. ¿María? ¿José? ¿Elizabet? ¿Zacarías? Ninguno de los personajes principales de la historia de la Navidad pudo evitar el sentimiento de soledad. Y hoy… ¿cuántos de ustedes pueden decir que no han experimentado soledad en los últimos meses?

    Acabo de regresar de Alemania, donde hablé con algunos capellanes militares allí destacados. Con mucho orgullo me contaron del coraje e integridad con que se comportan sus soldados. Pero también me contaron lo terriblemente difícil que es para esos jóvenes estar separados de sus cónyuges e hijos, de sus padres, amigos, comunidades, y de todo lo que les es familiar. Sí, sin duda alguna, este año la soledad está viva y latente por todas partes.

    ¿Qué forma ha tomado la soledad en su vida este año? ¿Habrá una silla vacía en la mesa familiar? ¿Tiene a un ser querido que sufre de cáncer u otra devastadora enfermedad? ¿Es un hijo que ha dejado el hogar por una relación que para usted no es saludable? ¿Es el amor que siempre pareciera estar lejos de su alcance? ¿Es una adicción de la que no logra recuperarse? ¿Qué dolor ha puesto la soledad en su corazón? ¿Cómo va a hacer esta semana para poder decir ‘Feliz Navidad’ con sinceridad?

    No hace mucho, un amigo me envió algo que alguien que se sentía solo había escrito. No sé de dónde salió, ni el nombre del autor, pero es bello, profundo, y poético. Esto es lo que dice: «He aprendido algo hoy… he aprendido que la soledad no es una enfermedad que pueda ser curada… no es una plaga que nos ha mandado un dios furioso o el destino… no es una pena pasajera que el tiempo curará… es todo esto y mucho más. Es un amor perdido en un día de verano… es el frío que corta tu corazón cuando ves a una pareja en la calle… es una forma de vida para el que se queda solo en su casa y nunca se atreve a soñar… es el destino causado por la muerte cuando los seres queridos se apagan… es el principio y es el fin de cada relación… es un enemigo que no podemos atrapar… un mal que no podemos eliminar… es todo y es nada… sabemos las respuestas pero somos impotentes… he aprendido tanto… y he ganado tan poco.»

    A pesar de ser un escrito bello y profundo, el escritor se olvidó de una cosa: la soledad es resultado del pecado. La soledad nació cuando la desobediencia del pecado se interpuso entre la humanidad y el Creador. Desde que eso sucedió, el egoísmo del pecado ha corrompido el amor y las buenas intenciones de los cónyuges, y ha destruido familias. El pecado, con sus muchas facetas como la ambición, lujuria, odio, prejuicio, ira, rabia, malicia y mentiras, nos convierte en las personas solitarias que somos. El pecado nos hace traicionar a nuestros amigos y hasta a nuestros propios hermanos. El pecado nos convierte en las almas solitarias que desesperadamente no queremos ser. Con los pastores de Belén nosotros también miramos al cielo nocturno, y nos preguntamos: ‘¿Es esto todo lo que hay? ¿No puedo esperar nada más de la vida?

    ¡Qué triste sería si esas preguntas quedaran para siempre sin respuesta! Pero, gracias a Dios, no es así. Gracias a Dios, cuando esta semana de Navidad junto con los pastores nos ponemos a mirar el cielo azul salpicado de estrellas, vemos que los cielos se abren, el firmamento se ilumina, y el mensajero de Dios viene a decirnos: «No tengan miedo. Miren que les traigo buenas noticias que serán de mucha alegría para todo el pueblo. Hoy les ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo el Señor» (Lucas 2:10-11).

    Esta Navidad, nuestras buenas noticias son que Dios ha enviado a su Hijo para que nunca más nos sintamos solos, para que el perdido no siga perdido, y para que no tengamos que depender de nosotros mismos para encontrar perdón y esperanza para el futuro. El Señor ha enviado a su Hijo para que sea nuestro Salvador, y porque Él ha venido, esta Navidad es bendita. Quizás este año estemos pasando por una situación familiar triste, o tengamos problemas económicos o de salud, pero la llegada del Salvador nos asegura que no estamos solos ni perdidos.

    Hace dos mil años, Dios dio a los pastores noticias largamente anticipadas y esperadas. Pero a usted, querido oyente, Él le da mejores noticias aún. Cuando los pastores fueron a ver lo que el ángel les había contado, se encontraron a un Niño acostado en un pesebre. Si conocían las profecías del Antiguo Testamento, seguramente se dieron cuenta que ese Niño era el Mesías prometido, y habrán podido soñar con un futuro mejor.

    Pero, aún así, las noticias de Dios para usted hoy son mucho más que sueños. Si usted está dispuesto a mirar, podrá ver lo que ese Niño hizo. Si está dispuesto a mirar, verá que, después de encontrar al Niño, esos mismos pastores solitarios no regresaron a cuidar sus ovejas, sino que fueron a contarles a sus amigos y a sus familias las cosas que habían visto y oído. Al menos esa noche, el Salvador hizo que los pastores no se sintieran solos.
    Y lo mismo hizo con muchas personas más. Es difícil encontrar una página en los Evangelios en donde el Salvador no aligera la soledad de alguna persona. ¿Recuerda a los leprosos que eran obligados a vivir apartados del mundo? Jesús curó a muchos de ellos y los envió de vuelta a sus hogares sanos y restaurados. ¿Y los discapacitados y los mendigos? Jesús también se ocupó de ellos. Él hizo caminar al paralítico, devolvió la vista al ciego, y el habla al mudo. Imagine al hijo que por primera vez pudo ver a su madre, o al paralítico que por primera vez pudo caminar.

    Lo invito a que en esta Navidad recuerde que la presencia de Jesús elimina la soledad. No hay nada más desolador que la muerte de un ser querido. Jesús lo sabe bien. En una ocasión se encontró con una viuda que había perdido a su hijo; en otra, con unos padres a quienes se les había muerto la hija, y en otra, con dos hermanas que lloraban la muerte de su hermano. El dolor, la pena, y la profunda tristeza que esas muertes causaron, no escaparon a Jesús. Los Evangelios nos cuentan cómo el Hijo de Dios los trajo a todos ellos de vuelta a la vida. Por el poder divino Jesús expulsó a la muerte, restaurando así las familias que habían sido separadas, y mostrando a todos los que estuvieran interesados en ver, que la soledad y la desolación no eran el fin, ni tendrían más la última palabra… nunca más.

    En esta semana de Navidad Dios nos dice que nuestro mundo perdido y desolado tiene un Salvador. Para llegar a ser nuestro Salvador, Jesús tuvo que dar su propia vida en la cruz. Por más que muchos no lo quieran reconocer o aceptar, Jesús no se quedó como el Niño que nació en el pesebre de Belén. No. Jesús creció y se hizo hombre, y vivió como nuestro sustituto, cumpliendo la ley de Dios que nosotros no podemos cumplir, hasta que llegó el momento en que tuvo que morir para pagar la culpa por nuestros pecados.

    Esto lo hizo en la cima de una colina fuera de la ciudad de la antigua Jerusalén. Usted debe saber que allí en la cruz, en sus momentos de mayor sufrimiento y dolor, fue cuando Jesús experimentó la peor soledad de todas, la soledad que lo llevó a gritar: ‘Padre mío, ¿por qué me has abandonado?’

    Así es como Jesús murió, pero a los tres días resucitó de la muerte y se les apareció a sus amigos, a quienes les aseguró que nunca más iban a estar solos. Literalmente, las últimas palabras que Jesús dijo antes de ascender a los cielos, fueron: «Estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo» (Mateo 28:20b).

    En esta Navidad le animo a que mire al pesebre, a la cruz, y a la tumba vacía. Sepa que usted es importante para el Salvador. Si sus días están llenos de miedo y sus noches llenas de terror, quiero que sepa que tiene un Salvador que desea ayudarle a cargar con sus preocupaciones. Cuando usted sufre por la pérdida de un ser querido, Jesús está a su lado. Cuando los pecados del pasado lo condenan, el Salvador le ofrece el perdón obtenido con su sangre.

    Jesús nunca nos abandona. Es por eso que podemos confiar en la garantía misericordiosa de Dios que nos dice: «No tengan miedo, les traigo una buena noticia. Les ha nacido un Salvador, Cristo el Señor. No tengan miedo, Jesús es Emmanuel, Dios con nosotros. Y porque Dios está con nosotros, la soledad desaparece para siempre.»

    Esta es la historia que nos enorgullecemos en contar. Si usted desea oír más de esta historia, y si de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén