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PARA EL CAMINO
Dios hace cosas extraordinarias y fuera de lo común, pero las hace en una forma bien simple. Para comunicarse con nosotros nos mandó un mensajero de carne y hueso quien, siendo inocente, murió y resucitó por nuestros pecados, dándonos perdón y paz. Con la misma simpleza, ese mensajero resucitado nos encomendó a nosotros, sus discípulos, la tarea de llevar su paz a toda criatura.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
Hace algunos años escuché por primera vez la frase: «No me dispares a mí. Yo no soy más que el mensajero.» Me la dijo una persona que fue a mi oficina a informarme que algunas cosas no habían salido muy bien y que había que comenzar de nuevo el proyecto que yo tenía a cargo. Me habrá visto la cara de desilusión y tal vez de algo de rabia. Pero lo que mi compañero me dijo era razonable. No hay que matar al mensajero cuando trae malas noticias, porque es simplemente el mensajero.
Uno de los más afamados escritores ingleses, William Shakespeare, usó en uno de sus escritos la frase: «No disparen al mensajero», y agregó: «La naturaleza de las malas noticias afecta al mensajero». Te habrás dado cuenta, estimado escucha, que a los que traen malas noticias no les damos las gracias, no saltamos de la silla para darles un abrazo; más bien, tenemos ganas de «agarrárnosla con ellos». «No maten al mensajero» es una frase que se encuentra por primera vez en una tragedia griega escrita por Sófocles en el año 441 antes de Cristo. Sófocles, además de ser un sabio escritor, fue también un importante general del ejército griego que acuñó esta frase que se usa hasta el día de hoy.
Pero parece que los líderes religiosos de la época de Jesús, que conocían bastante de la literatura griega, no prestaron atención a esta frase «No maten al mensajero», porque a Jesús lo mandaron a matar. Jesús fue un mensajero. Un mensajero enviado por el Padre a traer un mensaje de advertencia a quienes se habían desviado de la verdad divina, y de paz y esperanza a quienes lo reconocían y se arrepentían.
Jesús fue un mensajero enviado a anunciar la paz a los hombres que gozan del favor de Dios. Jesús no fue solo el mensajero de la paz, sino que él trajo la paz, él mismo produjo la paz. Aquí es necesario que aclaremos lo que la Escritura enseña sobre la paz de Dios para entender lo que Jesús quiso decir cuando, a la noche del día de su resurrección entra sin llamar ni anunciarse, atravesando el techo o el piso o las paredes o las puertas del lugar donde estaban los discípulos y les dijo: «La paz sea con ustedes». La teología bíblica nos enseña que la paz terrenal es obra del estado o gobierno nacional, y la paz eterna que la iglesia proclama es la obra de Dios.
Muchos fueron los que se desilusionaron porque querían que Jesús trajera una paz terrenal, y por eso es que se levantaron en contra de él: mataron al mensajero, porque no entendieron su mensaje. No quisieron ver su pecado ni su soberbia ni su necesidad de salvación. Solo vieron que se les movía el piso, y que la precaria paz terrenal que tenían bajo los romanos se veía amenazada. A pesar de todas las muestras de divinidad que Jesús dejó ver en su amor por las personas con sus curaciones milagrosas y sus enseñanzas bíblicas, no vieron en Jesús a un mensajero divino, sino solo a un mensajero que traía malas noticias.
Los discípulos, encerrados bajo llave en Jerusalén, ya habían escuchado de parte de las mujeres que Jesús estaba vivo. Pero a esa altura no sabían si esa era una noticia buena o mala. ¿Querían encontrarse con Jesús después de lo que ellos le habían hecho? No mataron a las mujeres mensajeras, pero las trataron de dementes. San Lucas relata la respuesta de los discípulos al mensaje de las mujeres diciendo: «El relato de las mujeres les pareció a los apóstoles una locura, así que no les creyeron» (Lucas 24:11).
De la misma forma en que Jesús traspasó las paredes de una tumba cerrada, sellada y cuidada con guardias, así también traspasó las puertas trabadas y se presentó en medio de los discípulos. Me gusta esta escena. Jesús no llamó a la puerta ni se metió en el cuarto para hablarles desde un rincón, sino que fue y se puso directamente en medio de ellos para que todos lo vieran a la vez y escucharan bien de cerca la frase que quita los miedos, que desarma las ansiedades y desintegra las culpas: «La paz sea con ustedes». Jesús venía en son de paz, de paz eterna, de esa paz que es producto de su obra de redención y que él comparte con todos sus redimidos.
Como vemos, Jesús no perdió el tiempo. Temprano en la mañana se presentó a las mujeres y les dio ánimo, y luego las envió como mensajeras de buenas noticias a sus seguidores más íntimos. A la noche se presenta sorpresivamente a sus discípulos para calmar sus miedos. La escena se enriquece ahora con el cuerpo glorificado de Jesús en medio de sus aterrados discípulos. Jesús había sufrido heridas de pies a cabeza, sus manos y sus tobillos habían sido traspasados por clavos que sostuvieron su cuerpo a una cruz. Su espalda había sido lacerada, su cabeza lastimada por las espinas de la corona de la burla y la vergüenza, y su costado atravesado por una lanza. Jesús les muestra sus heridas cicatrizadas, no para reprocharles su abandono ni para quejarse de lo mal que lo trataron los propios líderes religiosos, sino para que sus hermanos vieran y se convencieran de que él no era un fantasma, de que él era el mismo que había estado con ellos todos esos años.
Tampoco pierde el tiempo Jesús en su misión de salvar a la humanidad. La tarea que comenzó en la cruz continúa ahora por medio de sus apóstoles. Cristo había sido el mensajero del Padre que vino a hacer la obra que el Padre en los cielos le había encargado. Ahora, los mensajeros son los miembros de la iglesia. Fue porque los primeros cristianos entendieron ese encargo, que nosotros hoy tenemos el mismo mensaje de paz que Jesús trajo al mundo. El cuerpo glorificado de Cristo sigue viniendo a nosotros en la Santa Comunión. Cuándo Jesús dijo: «Tomen coman, esto es mi cuerpo… beban [de esta copa] todos, porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que es derramada por muchos, para el perdón de pecados» (Mateo 26:26-27) no se estaba refiriendo a algo figurado, o simbólico. Se estaba refiriendo a sí mismo, al Cristo entero, al Dios que se hizo hombre y nació de la virgen María. Ese mismo Dios en Cristo sigue viniendo y presentándose ante nosotros cada vez que nos acercamos a su altar. Cristo no tiene límites. La muerte no pudo limitarlo, tampoco las paredes y las puertas con llave pueden limitarlo ni los corazones duros como una piedra pueden limitarlo.
Cristo no solo puede sino que también quiere. Las palabras que les dijo a sus discípulos el día de su resurrección siguen activas hoy. Cristo trae paz, y les recuerda a los discípulos que así como él había sido enviado por el Padre, así ellos son ahora enviados. El mensajero envía ahora mensajeros.
El Padre celestial envió a Jesús a este mundo sin nada. Jesús nació en una familia humilde. No recibió herencia alguna, ningún terreno ni negocio, no tuvo oportunidades de estudiar en escuelas importantes. Tuvo que pedir una mula prestada para entrar como rey, pero tuvo lo más importante: la misión de salvar al mundo de sus pecados. Para eso, dio lo único que tenía: su cuerpo y su sangre. En este encuentro de Jesús con sus discípulos, reconocemos los elementos básicos de la fe cristiana: la paz, que no es producto de nuestro esfuerzo, sino del amor y de la gracia de Dios por nosotros. El Espíritu Santo, que tampoco es producto de nuestro esfuerzo, sino que es un don de Dios para traernos a la fe. El perdón de los pecados, que tampoco es producto de nuestro esfuerzo, sino que es el resultado de la obra de expiación que Jesús le presentó al Padre celestial desde la cruz. El perdón de los pecados no es nada que merezcamos por nuestra buena conducta ni por nuestra fidelidad en nuestras oraciones y nuestra enseñanza, sino que es un regalo de Dios.
Paz por el perdón de los pecados es lo que los nuevos mensajeros llevarán a todas las naciones en el poder del Espíritu Santo. Porque ser mensajero de Dios no es tampoco el resultado de nuestro esfuerzo sino de Dios, que es quien envía. Cristo es el que decide, quien llama y comisiona, es él quien decide el contenido del mensaje y el que provee de la sabiduría y del poder mediante su Espíritu Santo.
¿Dónde estás hoy, estimado oyente? ¿Dónde y cómo está tu corazón? ¿Te metes en la cueva de vez en cuando para que nadie se meta en tu vida, para que nadie descubra tus miedos o tus pecados? Si alguien ha compartido contigo la noticia de que Cristo no está en la tumba, sino que ha resucitado, ¿lo crees? ¿O piensas que quien dice semejante cosa no está bien de la cabeza? Recuerda que Dios hace cosas extraordinarias y fuera de lo común, pero las hace en una forma bien simple. Para comunicarse con nosotros nos mandó un mensajero de carne y hueso y sangre, perfecto, sin pecado, que habló nuestro idioma, que siendo inocente murió por los pecados nuestros, que estando muerto fue resucitado, que en su estado de resucitado no se olvidó del mensaje que el Padre le había encargado, sino que se lo pasó a sus discípulos para que ahora ellos, con la misma simpleza, lleven el perdón de los pecados a toda criatura.
El perdón que la iglesia otorga a los pecadores es el perdón que el mismo Dios da a los pecadores desde el cielo. Este es el tesoro más importante que Dios le ha dejado a su iglesia en la tierra: la comisión de llevar este mensaje de perdón a todos los que están sufriendo las culpas de su vida turbulenta. Y ¿quién no tiene una vida turbulenta? ¿Quién está eximido de que el pecado no le revuelva la conciencia y le quite la paz? Dios sabe que todos, y aquí nos incluimos tú y yo, estimado oyente, necesitamos el perdón que nos trae la paz temporal y eterna. Demos gracias a Dios por concedernos su perdón.
Si este mensaje de la resurrección de Jesús, de paz, de perdón y de envío ha provocado en ti algunas preguntas y quieres recibir más información, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.