+1 800 972-5442 (en español)
+1 800 876-9880 (en inglés)
PARA EL CAMINO
En Cristo, Dios perdonó nuestros pecados y nos ungió con el Espíritu Santo. Cuando estemos descorazonados o abatidos, entrelacemos los dedos de nuestras manos en oración de gratitud a Dios por todos su beneficios y arrodillémonos ante el santo y todopoderoso Rey del universo que actuó a favor nuestro.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
¿Sabías que hay un ejercicio mental muy simple que afecta nuestras emociones y hasta nuestro espíritu? Es un ejercicio que me enseñaron algunas personas que aprendieron a pasar por situaciones harto difíciles y que, además, está basado en las Sagradas Escrituras. Es un ejercicio que se hace en oración cuando estamos rodeados y tapados de dolor, dificultades, angustias y desesperanza. Habrás experimentado qué fácilmente —aunque más no sea momentáneamente— caemos en el abatimiento cuando las cosas se desmoronan a nuestro alrededor. El ejercicio consiste en hacer una lista de las cosas por las cuales podemos estar agradecidos.
Alguien escribió una vez una reflexión que me hizo sonreír y a la vez pensar mucho en cuánto Dios nos ha dado para esta vida y la vida eterna. La reflexión dice así: «Doy gracias por mis dedos, porque siempre puedo contar con ellos. Doy gracias por mis brazos, porque siempre han estado a mi lado. Doy gracias a mis piernas, porque ellas me han sostenido de pie.» Así, aprendemos a dar gracias a Dios por todo, los dedos, las rodillas y la vida eterna, porque estamos llamados a ser agradecidos en todo, a pesar de las circunstancias. Así nos enseña el apóstol Pablo, cuando nos dice en Efesios 5:20: «Den siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo«. Cuando aprendemos a hacer una lista de las cosas por las cuales estamos agradecidos, las dificultades palidecen.
Los dedos, las manos, los brazos, las rodillas, las piernas son parte de los muchos dones que Dios nos dio, y a veces se nos cansan. A veces nos sudan las manos por los nervios y nos tiemblan las piernas ante una mala noticia. A veces las manos están cansadas y duelen las articulaciones y por eso desistimos de hacer aun aquello que necesitamos hacer. Otras veces simplemente nos descorazonamos, nos cansamos de luchar, nos sentimos abatidos de tanto remar contra la corriente y de hacernos cargo de los líos en el trabajo o en la familia.
En los tiempos de Isaías no había antiinflamatorios para los dolores de artritis ni analgésicos ni vitaminas medicinales. No había tampoco sicoanalistas ni cardiólogos especializados en corazones amedrentados, pero sí había palabra de Dios. El pueblo tenía motivos para cansarse y sentirse descorazonado. En el capítulo 34 Isaías anuncia juicio y la manifestación del enojo de Dios. Porque fue por la idolatría e indolencia de ellos que Dios permitió que los reinos de Israel y de Judá fueran llevados al cautiverio. Los ejércitos asirios habían destruido por completo la ciudad de Jerusalén y el territorio judío. Isaías describe con crudos detalles la ira de Dios contra las naciones. Es una descripción que produce escalofríos, porque habla de lo que sucederá al final de los tiempos a la hora del juicio final. Pero nadie se consuela mediante las amenazas de Dios ni empujamos a nadie a abrazar la fe cristiana amenazándolo con el fuego eterno. Las amenazas de Dios son para hacer reflexionar al pecador, para que vea su condición de condenado y, arrepentido, tome a Dios con toda seriedad.
Dios no desea aterrorizar ni amenazar. No se complace en la destrucción de los impíos. Dios mismo dice en Ezequiel 33:11: «Yo, su Señor y Dios, juro que no quiero la muerte del impío, sino que éste se aparte de su mal camino y viva«. Dios está mucho más interesado en traer perdón, esperanza y vida. Esto es lo que anuncia aquí el profeta Isaías en el capítulo que estudiamos hoy. Su mensaje es un llamado a ver el futuro glorioso del pueblo de Dios. Hay un remanente, un grupo de creyentes en el cautiverio que permaneció firme en la fe a pesar de las circunstancias adversas. En poco tiempo, ese remanente volverá y comenzará la reconstrucción de la ciudad y de los campos arrasados por el enemigo. ¿Te imaginas la cara que habrán puesto cuando vieron que de Jerusalén y de su templo solo quedaban ruinas? Sus antepasados siempre les contaban de lo hermosa que era su ciudad y de la magnificencia de su templo. Al mando de la cuadrilla de reconstrucción se encontraba un hombre de Dios llamado Nehemías, quien en algún momento recitó literalmente estas palabras de Isaías muchos años más tarde: «Nuestros enemigos querían amedrentarnos y desanimarnos para que no termináramos las obras de restauración. ‘Dios mío, ¡fortalece mis manos!‘» (Nehemías 6:9).
Sin embargo, ante el amparo divino, las obras de reconstrucción se terminaron así como Dios lo había planificado. Pero esta reconstrucción apunta a una gloria más grande que Dios hará sin intermediario alguno un poco más adelante. Isaías dice: «Dios mismo viene, y él los salvará«. Muchas veces Dios usó a personas como Nehemías y Esdras para encaminar al pueblo a volver a él, e incluso usó ángeles para intervenir en la historia del mundo. Pero aquí la promesa es que Dios mismo vendrá. ¿Cómo? Mira a Cristo, en él habita la plenitud de la deidad (Colosenses 2:9). En Cristo, humilde, obediente y poderoso, Dios vino como uno de nosotros para lograr nuestra restauración completa, para aquietar nuestras rodillas y fortalecer nuestras manos, para que los cojos puedan caminar y correr, los ciegos puedan ver y los enfermos puedan ser sanados. Todo eso hizo Cristo como parte de su anuncio de que el reino de los cielos estaba cerca.
Nicodemo, un personaje ilustre del Nuevo Testamento, después de ver todo lo que Jesús hacía, va a él y le dice: «Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios como maestro, porque nadie podría hacer estas señales que tú haces si Dios no estuviera con él» (Juan 3:2). Y el mismo Jesús testificó que él era el Cristo, el que había sido profetizado en el Antiguo Testamento, especialmente por Isaías. Y cuando Juan el Bautista estaba en la cárcel y mandó a preguntarle a Jesús si él realmente era el que Dios iba a enviar a salvar a su pueblo, Jesús les dice a los mensajeros de Juan: «Vuelvan y cuéntenle a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados… ¡Bienaventurado el que no tropieza por causa de mí!» (Lucas 7:22-23).
Sí, Jesucristo es Dios mismo haciendo su obra de amor entre el pueblo. Y sigue viniendo a su pueblo hoy para darnos el mismo mensaje y disipar nuestro temor. A través de Cristo nuestros pecados, que merecen un castigo feroz de parte de Dios, son perdonados. Por Cristo, la muerte se convierte en un sueño del que él nos despertará. A través de Cristo incluso cada prueba se convierte en una fuente de gozo, porque Dios hará que todo resulte para nuestro propio bien. Los creyentes de todos los tiempos fueron y son alentados a esperar en el Señor y a confiar en él. ¡No hay nada que temer! Porque el evangelio estabiliza nuestras manos débiles y fortalece nuestras piernas cuando no tienen fuerzas para seguir adelante.
Cuando Cristo hace su obra en nosotros ya no somos ciegos ni a nuestro pecado ni a su amor. Por medio del Espíritu Santo, Dios nos abre los ojos para ver nuestra realidad de pecadores condenados y nos anima a venir arrepentidos a su presencia. Por el Espíritu de amor de Dios podemos recibir su perdón y encontrar la paz temporal y eterna. ¡Gracias a Cristo y su obra ahora podemos ver hasta el cielo! Aunque no se cumple literalmente de que no tendremos más enfermedades en esta vida, ni desilusiones, ni dolores ni tribulaciones, sí se cumple literalmente que Jesús está con nosotros para animarnos, darnos fuerzas en el cansancio y para renovar nuestros corazones. Aún antes de la llegada de Cristo en carne, el rey David experimentó el alivio y la fuerza restauradora de Dios en el Salmo 52[:1, 9]. David dice. «¡La misericordia de Dios es constante!… Yo te alabaré siempre delante de tus fieles, porque has actuado a mi favor. Por siempre confiaré en tu nombre, porque es bueno confiar en ti«.
Sí, Dios ha actuado a favor de su pueblo. Por eso, si por algún motivo, estimado oyente, estás descorazonado, si hay alguna carga en tu conciencia que te avergüenza, algún pecado que todavía insiste en desestabilizar tu vida cristiana, mira a Cristo, mira lo que hizo y lo que tiene para ti. Cuando Isaías dice en el versículo 2: «Estos montes verán la gloria del Señor, ¡la hermosura de nuestro Dios!» se está refiriendo a Cristo colgado en la cruz. Esa es la gloria del Señor, una gloria que anuncia la gran derrota del pecado que nos condenaba y de Satanás que fue sentenciado a pasar la eternidad en el infierno que Dios preparó para él. La cruz muestra la obra de Dios mismo a nuestro favor. Y la gloria de Cristo se coronó con su resurrección. Porque Cristo resucitó, también nosotros resucitaremos a una nueva vida, santa y eterna.
Isaías termina esta porción de su mensaje diciendo: «En el desierto serán cavados pozos de agua, y en la soledad correrán torrentes. El páramo se convertirá en estanque, el sequedal en manantiales de agua, y en la guarida de los chacales crecerán cañas y juncos.» Qué cambio tan impresionante. Sabemos muy bien que donde no hay agua no hay posibilidades de vida, ni para el ser humano ni para los animales ni para las plantas. El agua es el elemento primordial para la existencia. Los desiertos no son ni atrayentes ni fructíferos, solo esconden peligrosos alacranes, serpientes y chacales. El agua cambia todo. El agua de Dios, que es el Espíritu Santo, reverdece la vida de toda la humanidad. Al final del libro de Apocalipsis [21:6] el apóstol Juan cita estas palabras de Cristo glorificado: «Al que tenga sed, yo le daré a beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida«.
Tal vez habrás observado, estimado oyente, cuántas veces se menciona el agua en la Biblia. Desde el principio mismo de la creación el agua fue un elemento importante, y con justa razón, porque sin agua no viviríamos. Con la vida espiritual es lo mismo. Sin las aguas del Bautismo todavía estaríamos muertos en nuestros pecados. Cuando fuimos llevados a la fuente bautismal, Dios perdonó nuestros pecados y nos ungió con el Espíritu Santo. Ten esto siempre presente cuando estés descorazonado o no te des cuenta de que tienes dedos en tus manos y rodillas en tus piernas. Usa tus dedos para entrelazarlos en oración de gratitud a Dios por todos sus beneficios. Usa tus rodillas para postrarte ante el santo y todopoderoso Rey del universo que actuó a favor tuyo.
Dios reverdece nuestra vida y la hace un campo fructífero mediante la predicación de su Palabra y la administración de la Santa Comunión. Esas son las cosas con las que podemos contar. No nos alcanzarán nunca los dedos para contar todas las maravillas de Dios en Cristo en nuestra vida y en la vida de los demás.
Es mi oración, querido oyente, que el ofrecimiento de Jesús de recibir gratuitamente de él el agua de vida, te reanime y te dé ánimo para comunicar a otros la bondad de nuestro Dios misericordioso. Y si quieres compartir tus inquietudes sobre este tema o quieres aprender más sobre el Señor Jesucristo, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.