PARA EL CAMINO

  • Misericordia

  • octubre 10, 2010
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Lucas 17:11-19
    Lucas 17, Sermons: 7

  • Hoy en día nos conectamos con todo el mundo a través del Internet, y contamos con tecnología de avanzada, creyendo falsamente que estamos en control de nuestras vidas. Sin embargo, Dios nos dice que, para ser salvos, necesitamos la misericordia que recibimos a través de la fe en Jesucristo que nos da el Espíritu Santo. ¿Estamos dispuestos a pedirla?

  • El mensaje de hoy comienza con una historia sumamente interesante: es la historia que encontramos en la Biblia que habla de la vez en que Jesús sanó a diez hombres que sufrían de lepra. Así es como Lucas, el autor de este Evangelio, y médico de profesión, escribió esta historia, con algunas pequeñas modificaciones mías que sirven a modo de aclaración: «Un día, siguiendo su viaje a Jerusalén, Jesús pasaba por Samaria y Galilea. Cuando estaba por entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres enfermos de lepra. Como se habían quedado a cierta distancia para no contagiar a nadie sin querer, gritaron: ‘¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!’

    Cuando Jesús vio a esos hombres desesperados, cuya enfermedad los había apartado de sus familias, amigos, y todo contacto con la sociedad, les dijo: ‘Vayan a presentarse a los sacerdotes’. Es que en esos tiempos, los sacerdotes eran los únicos que podían declarar ‘sana’ a una persona. Así es que, aun cuando les pareció ridículo hacerlo, los diez emprendieron el camino que los llevaba hasta el templo. Y entonces resultó que, mientras iban de camino, quedaron limpios de su enfermedad. Nueve de ellos siguieron para ir a ver a los sacerdotes, y luego se fueron a reunir con sus familiares y amigos. Pero uno de ellos, al verse ya sano, dio la media vuelta, alabando a Dios a grandes voces. Cayó rostro en tierra a los pies de Jesús y le dio las gracias, a pesar de que era samaritano. ‘¿Acaso no quedaron limpios los diez?’, preguntó Jesús. ‘¿Dónde están los otros nueve? ¿No hubo ninguno que regresara a dar gloria a Dios, excepto este extranjero?’ La Escritura no dice que alguien le haya respondido a Jesús, o que haya tratado de dar alguna excusa por el comportamiento de los otros nueve. Es entonces cuando el Salvador se vuelve al leproso agradecido porque había sido sanado, y le dice: ‘Levántate y vete; tu fe te ha sanado’.

    Ese es el fin de esta fascinante historia que nos da una muestra muy clara de la realidad de la naturaleza humana. Dado que toca el tema de la gratitud, o, mejor dicho, de la falta de gratitud de las personas hacia Dios, es comprensible que casi todos los predicadores se basen en esta historia para predicarle a las personas que es necesario que aprecien las muchas bendiciones y misericordias de Dios. Lo sé porque veintiocho años como pastor en una parroquia me enseñaron que, por cada petición que se recibe para elevar una oración de agradecimiento a Dios por algún problema resuelto o enfermedad sanada, se reciben nueve pedidos de oración por ayuda ante algún problema o enfermedad. Sí, la relación casi siempre es de nueve a uno… así como lo fue en la historia contada por el evangelista Lucas.

    Pero en este mensaje no voy a hablar de la gran capacidad que tiene el ser humano para ser ingrato, y para ello tengo una razón. Es que vivimos en una época en que la ausencia de fe en Dios ha crecido dramáticamente. Muchas personas creen en la suerte y en el destino, pero no creen en Dios. Muchos de nuestros oyentes creen que su suerte está echada, pero se niegan a creer que el Señor está dispuesto a ayudarles. Las multitudes creen muchas cosas, pero se niegan a creer en un Dios que los ama tanto, que envió a su Hijo como rescate para salvarlos de sus viejos enemigos, o sea, el pecado, la muerte, y el diablo. Y porque así están las cosas, sería tonto de mi parte, además de una pérdida de tiempo, si tratara de alentarlos a darle gracias a un Dios amoroso y compasivo que quizás ustedes ni siquiera crean que exista.

    Así es que, en vez de concentrarme en la ingratitud de los nueve ex-leprosos, me voy a concentrar en la súplica que le hicieron a Jesús, cuando le gritaron: ‘¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!’ Misericordia, compasión, piedad. Todos estos son conceptos inusuales, especialmente para quienes no van a la iglesia. Los cristianos estamos acostumbrados a decir, por ejemplo, las palabras del Kyrie: «Señor, ten piedad de nosotros; Cristo, ten piedad de nosotros; Señor, ten piedad de nosotros». Con estas palabras le pedimos a Dios que no nos dé el castigo que merecemos por nuestros pecados. Pero no se me ocurre ningún otro lugar ni situación en que utilicemos la palabra misericordia. Y para ello hay varias razones. Una razón por la que no pedimos misericordia, es porque la mayoría de las veces no la necesitamos. Hoy en día prendemos la televisión o nos conectamos a Internet, y podemos saber cómo va a estar el tiempo la próxima semana. Ya no estamos a merced de la naturaleza como lo estaban nuestros antepasados. Tampoco sufrimos plagas o enfermedades que arrasan por completo un pueblo o una comunidad, como sucedía en tiempos pasados. Hoy tenemos médicos, hospitales, y tecnología avanzada que la mayoría de las veces descubre lo que nos sucede, y cómo curarlo. Y porque creemos que tenemos nuestras vidas bajo control, es que no pedimos misericordia.

    Pero también hay otra razón por la que el concepto de ‘misericordia’ ha pasado a ser inusual en nuestros días, y es que, en el mundo occidental, se supone que todos debemos ser iguales. Los hombres y las mujeres somos iguales (o al menos así dice la ley que debemos serlo). Los policías tienen la obligación de detener a los conductores que transgreden la ley al manejar por encima del límite de velocidad pero, aún así, son muchos los que se quejan porque les ponen una multa. Sin embargo, es muy raro que algún infractor le pida misericordia al oficial para que le perdone la infracción. Otro ejemplo: en nuestro mundo moderno, los criminales no son juzgados por personas superiores a ellos, sino por personas comunes y corrientes, así como ellos mismos. Entonces, ¿cómo les van a pedir misericordia a ellos? La lógica dice que, si somos iguales, no necesitamos pedir misericordia… y nadie que sea igual al resto de los demás está obligado a ponerse de rodillas y pedir misericordia. Después de todo, nos decimos, ¿quién se cree que es ‘el otro’ para que me ponga de rodillas y le pida misericordia? Él no es ni mi jefe, ni mi rey, ni mi superior, y yo no soy su esclavo.

    Espero que todo esto haya servido para explicar por qué el concepto de misericordia es inusual en esta época. Es claro que no siempre fue así. En 1989 falleció Zita de Borbón-Parma, la última Emperatriz de Austria y Reina de Hungría. Como venía de la casa de Habsburgo, su deseo había sido que la enterraran en la cripta real en Viena, deseo que fue cumplido. Cuando el cortejo fúnebre llegó a la iglesia, el líder del grupo ceremoniosamente golpeó a la puerta. Uno de los monjes respondió desde adentro, preguntando: «¿Quién es?» El líder del funeral respondió: «Zita, Emperatriz de Austria, Reina de Hungría y Bohemia, Princesa de Borbón-Parma». La puerta permaneció cerrada. Eventualmente, el líder golpeó nuevamente. «¿Quién es?», dijo la voz desde adentro por segunda vez. Esta vez, la respuesta fue más corta: «Es la Emperatriz Zita». Pero la puerta permaneció cerrada. Una vez más, el líder golpeó la puerta, y desde adentro se escuchó la misma pregunta: «¿Quién es?» Esta vez, la respuesta fue: «Zita, una pobre pecadora». Entonces, y sólo entonces, la puerta se abrió y el cortejo fúnebre pudo entrar.

    Si usted comprende esta historia, entonces comprende también el concepto de misericordia. Los diez leprosos también lo comprendían. Antes de consultar con los sacerdotes y recibir el diagnóstico definitivo de que tenían lepra, y antes de admitir públicamente que iban a tener que vivir el resto de sus vidas apartados de la sociedad, con toda seguridad habrán consultado con otros expertos, y habrán estado a la espera de alguna cura mágica que nunca llegó. Pero finalmente, cuando ya habían perdido toda esperanza de ser curados, cuando ya no tenían ningún otro lugar a donde recurrir, cuando ya habían aceptado sus destinos, se volvieron al único que podía ayudarlos: Jesús. Sabían, porque ya se había corrido la voz, que Jesús había sanado a otras personas, así que quizás también los sanaría a ellos. Pero, por otro lado, se cuestionaban, ¿por qué habría de hacerlo? ¿Qué podían darle ellos a cambio? Él no los conocía ni tenía ninguna razón para ayudarles. Aún así, Jesús era su única esperanza. Además, con probar no perdían nada, porque ya no tenían nada más para perder. Es por ello que no sólo le pidieron, sino que le suplicaron a Jesús que tuviera misericordia de ellos. «¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!», dijeron.

    Hasta ahora he estado diciendo que la palabra ‘misericordia’ ya casi nadie más la utiliza, pero esto no es totalmente cierto. En realidad hay un lugar donde las personas piden misericordia, y es ante un tribunal de justicia. Cuando una persona ha sido encontrada culpable de un delito y todos los intentos de la defensa han fallado, es entonces que el abogado defensor, que ya no tiene más argumentos para defender a su cliente, se le acerca y le dice al oído: «No nos queda otra cosa para hacer que pedir misericordia. Vamos a rogarle al juez por clemencia, y esperemos que esté de buen humor». En otras palabras, cuando ya no queda otra esperanza y la persona está casi con toda seguridad perdida, es entonces que pide misericordia. Eso es lo que hicieron los leprosos. Eso es lo que todos nosotros deberíamos hacer.

    Sí, nosotros. Porque tanto usted como yo, por nosotros mismos, estamos perdidos. Totalmente perdidos. Usted podrá ser fuerte, inteligente, buen mozo, y todo lo que se le ocurra. Pero hay una cosa que ni usted ni yo somos: ni usted ni yo somos perfectos. Si no me cree, fíjese en su propio corazón: ¿acaso no alberga allí algún pensamiento negativo, algún enojo profundo, algún pecado no confesado o perdonado? ¿Acaso no se aloja allí alguna envidia, codicia, o lujuria? ¿Acaso no piensa a veces que los demás, o la vida, le es injusta? Lo crea o no, mi amigo, usted es pecador. Y, como tal, es culpable delante del Dios perfecto que un día lo va a juzgar. Por más abogados que contrate, usted sigue y seguirá siendo siempre pecador. Usted lo sabe, y Dios también lo sabe. Él lo sabe mejor aún que usted mismo, porque es contra él que usted ha estado pecando todos estos años. Con su memoria perfecta, Dios puede recordar todos y cada uno de los pecados que usted ha cometido desde que tiene vida. Él sabe que usted es culpable, y sabe muy bien cuál es el veredicto que le corresponde.

    Son muchas las personas que prefieren ignorar todos estos hechos y pensar que el Día del Juicio Final van a poder zafar minimizando sus transgresiones y errores. Ellos son los que dicen algo así como: ‘Sí, yo sé que no soy perfecto, pero tampoco soy tan malo. Hay otros que son muchísimo peor que yo. Ellos sí se merecen la condenación eterna. ¿Pero yo? Yo creo que sólo merezco escuchar una buena cantidad de sermones, y con eso ya está’. No hay ninguna duda que muchos tratarán de excusarse, y muchos otros se pararán delante de Dios y le dirán que, en realidad, no había leyes para quebrantar, por lo que no pueden ser juzgados. Pero todas estas excusas no serán más que eso… excusas, y como tales serán descartadas del tribunal de Dios inmediatamente. La verdad es que, sin importar las excusas que a las personas se les vayan a ocurrir, el tribunal las va a encontrar culpables, por lo que Dios no va a tener más remedio que condenarlas al castigo eterno.

    Por favor, no piense que todo esto lo estoy inventado. Esto lo dice la Biblia. En su carta a los Romanos, el apóstol Pablo nos dice: «La paga del pecado es la muerte», y «toda alma que peca morirá». En Romanos 2, nos dice: «Pero por tu obstinación y por tu corazón empedernido sigues acumulando castigo contra ti mismo para el día de la ira, cuando Dios revelará su justo juicio». Y si usted piensa que podrá escapar a ese juicio, o ser lo suficientemente bueno como para agradar a Dios, escuche lo que dice en el capítulo 7 del libro de Eclesiastés: «No hay en la tierra nadie tan justo que haga el bien y nunca peque».

    Estamos totalmente perdidos. Lo único que nos queda por hacer es pedir misericordia al Juez. Pero, ¿cuántas chances tenemos de que Dios tenga misericordia de nosotros, si hemos pecado contra él, si lo hemos desobedecido y le hemos vuelto la espalda? ¿Acaso hay alguna razón humana por la cual el Dios Trino vaya a reducir o eliminar por completo el castigo que nos corresponde? La respuesta es no. No hay ninguna razón humana para ello. Al contrario, merecemos ser castigados con todo el rigor de la ley, lo que significa que merecemos ser condenados a la muerte eterna.

    Así fue, y así habría de ser… a menos que… a menos que Alguien estuviera dispuesto a tomar nuestro lugar. A menos que Alguien voluntariamente se ofreciera a ser juzgado y condenado por nosotros. Pero, ¿quién haría algo así? ¿Por qué alguien haría algo así? ¿Por qué alguien, siendo inocente, estaría dispuesto a sufrir por quienes son culpables? No tiene ningún sentido. Es completa, total, y absolutamente ilógico e incomprensible. Pero, por otro lado, ¿qué más podemos perder, si ya estamos condenados? Es entonces que unimos nuestras lamentables voces a las de los leprosos de nuestra historia, y decimos: «¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!»

    E, increíblemente, Jesús tiene misericordia de nosotros. Lea en los Evangelios acerca de su vida, y verá que Jesús se volvió como uno de nosotros para poder tomar nuestro lugar bajo la ley. Hablando sobre la misericordia de Jesús, el profeta Isaías nos dice: «Ciertamente él cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores, pero nosotros lo consideramos herido, golpeado por Dios, y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades.

    Sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos perdidos, como ovejas; cada uno seguía su propio camino, pero el Señor hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros. Maltratado y humillado, ni siquiera abrió su boca; como cordero, fue llevado al matadero; como oveja, enmudeció ante su trasquilador; y ni siquiera abrió su boca. Después de aprehenderlo y juzgarlo, le dieron muerte; nadie se preocupó de su descendencia. Fue arrancado de la tierra de los vivientes, y golpeado por la transgresión de mi pueblo. Se le asignó un sepulcro con los malvados, y murió entre los malhechores, aunque nunca cometió violencia alguna ni hubo engaño en su boca» (Isaías 53:4-9).

    Todos hemos seguido nuestros propios caminos y tomado nuestras propias decisiones, desobedeciendo así la ley de Dios. Pero, para que pudiéramos recibir misericordia, el Señor cargó la culpa de nuestros pecados sobre su Hijo. Durante su vida en este mundo, Jesús fue oprimido y afligido, fue acusado y juzgado injustamente, y finalmente condenado a la muerte en la cruz. Todo esto Jesús lo hizo y lo soportó para que, por el poder del Espíritu Santo, a través de la fe en él como Salvador, podamos recibir la misericordia del Padre.
    Y si todo esto le suena imposible o poco importante, permítame compartir con usted unas palabras dichas por Abraham Lincoln, una de las personas más notables de los Estados Unidos. Lincoln dijo: «Muchas veces, al darme cuenta que ya no tenía ningún otro lugar donde ir, he caído de rodillas. Mi sabiduría, y todo lo demás que tenía, ese día no eran suficientes».

    Estimados amigos, a todos nos va a llegar el día en que todos los recursos con que contamos ya no van a sernos suficientes. Es mi oración que, antes que le llegue el día de su muerte, usted también caiga de rodillas ante Dios así como lo hizo Lincoln y, junto con los leprosos, clame: «¡Jesús, Maestro, ten misericordia de mí!»

    Y si de alguna manera podemos ayudarle a conocer más acerca del Salvador que está dispuesto a darle su misericordia, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.