+1 800 972-5442 (en español)
+1 800 876-9880 (en inglés)
PARA EL CAMINO
Hola, me llamo Nicodemo. Para muchos soy desconocido, pero tengo una historia que contar. Aunque mis experiencias personales pueden ser interesantes, hoy quiero hablarles de la persona que cambió mi vida porque, si bien todo lo que les voy a contar sucedió en el pasado, el impacto fue tan grande que afectó mi futuro eterno. Hoy les quiero hablar sobre Jesús de Nazaret.
Quiero comenzar dándoles un breve resumen de mi vida. Fui fariseo, es decir miembro de una secta religiosa que observaba y enseñaba los asuntos legales de nuestra tradición judía escrita en la Torá, o sea la Ley de Dios. Como tal, mi formación y actitud eran bien tradicionales. Como éramos los encargados de interpretar y defender la ley de Dios, creíamos tener el derecho de juzgar y de oponernos a quienes iban en contra de nuestras tradiciones religiosas. Nuestro fervor religioso era grande, al igual que nuestra autoridad, y exigíamos respeto y reconocimiento.
En aquel tiempo apareció un joven maestro llamado Jesús, cuya popularidad creció en un abrir y cerrar de ojos. Esto causó un revuelo entre casi todos los que teníamos alguna responsabilidad en el país, tanto los sacerdotes y los escribas, como nosotros los fariseos y las demás autoridades, porque sus enseñanzas chocaban con nuestras exigencias y tradiciones. La manera en que este Jesús interpretaba las Sagradas Escrituras nos molestaba e irritaba, por lo que, muy pronto, lo considerabamos una amenaza. Algunos de mis colegas más radicales hasta hablaban de hacerlo desaparecer. Pero a mí me despertó la curiosidad, a la vez que una gran inquietud. Así es que una noche decidí ir a hablar con este Jesús. Lo hice sin que mis colegas lo supieran, o por lo menos sin despertar sospechas entre ellos de mi admiración secreta por ese joven maestro. Antes de ir a verlo repasé mentalmente mil veces las palabras que iba a decir y las preguntas que le iba a hacer. No quería que se diera cuenta de mi nerviosismo ni mi incertidumbre. Tenía que mantenerme a la altura de una eminencia y de la autoridad que tenía en mi pueblo.
Al encontrarme con él, le dije: «Rabí, sabemos que eres un maestro que ha venido de parte de Dios, porque nadie podría hacer las señales que tú haces si Dios no estuviera con él».
Bueno, les confieso que todos los planes que tan fríamente había calculado para controlar la entrevista, no pasaron de ser planes. En cuando Jesús me vio, y de una manera clara, respetuosa y precisa, me llevó a conversar sobre algo distinto y mucho más profundo – de verdad me «movió el piso», porque habló del amor de Dios. A mi introducción tan bien ensayada y supuestamente perfeccionada, Jesús me llevó por otro tema mucho más importante cuando me respondió: «De veras te aseguro que quien no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios.» Y de allí en adelante, él fue mi maestro. Yo no estaba listo para lo que él me decía. La prueba está en lo torpe que fui al preguntarle: «¿Cómo puede uno nacer de nuevo siendo ya viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y volver a nacer?»
Jesús me respondió: «Yo te aseguro que quien no nazca de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace del cuerpo es cuerpo; lo que nace del Espíritu es espíritu. No te sorprendas de que te haya dicho: ‘Tienen que nacer de nuevo.’ El viento sopla por donde quiere, y lo oyes silbar, aunque ignoras de dónde viene y a dónde va. Lo mismo pasa con todo el que nace del Espíritu.» Entonces yo le interrumpí: «Y, ¿cómo es posible que esto suceda?»
Y él me respondió: «Tú eres maestro de Israel, ¿y no entiendes estas cosas? Te digo con seguridad y verdad que hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto personalmente, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio. Si les he hablado de las cosas terrenales, y no creen, ¿entonces cómo van a creer si les hablo de las celestiales? Nadie ha subido jamás al cielo sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre. Como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así también tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él, tenga vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él. El que cree en él no es condenado, pero el que no cree ya está condenado por no haber creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios. Ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, pero la humanidad prefirió las tinieblas a la luz, porque sus hechos eran perversos. Pues todo el que hace lo malo aborrece la luz, y no se acerca a ella por temor a que sus obras queden al descubierto. En cambio, el que practica la verdad se acerca a la luz, para que se vea claramente que ha hecho sus obras en obediencia a Dios» (Juan 3:1-21).
Bueno, esa fue la esencia de la conversación esa noche. Me causó un impacto tan grande, que me dejó aturdido. Me llevó días procesar y comprender aquella conversación. Básicamente, Jesús me estaba instruyendo sobre el milagro de la obra de Dios para rescatar a la humanidad del pecado. Mencionó lo que hace el bautismo, donde Dios mismo obra en nosotros el perdón de pecados y la confianza de creer en Él. Mi mente con su razonamiento humano, tan enredada con tantas ideas y exigencias, no era capaz de comprender el renacimiento espiritual de Dios en algo tan ordinario como el agua con su Palabra. Pero esta realidad ha venido a todos nosotros por medio del Salvador, el Hijo de hombre, quien tenía que morir en una cruz para perdonar nuestro pecado y ser el único autor de nuestra salvación.
Ahora, les confieso que Jesús destruyó mi poder para argumentar y defender mi punto de vista. Me mostró que la verdad de Dios es la luz que interrumpe la oscuridad del razonamiento humano. Nosotros a la verdad preferimos colocarnos en el centro de todo en vez de rendirnos en fe ante Dios. Dios expresa su amor por medio de su fidelidad y sacrificio por un mundo alienado de él y sumergido en el pecado. Por eso entregó a su Hijo a la muerte en la cruz: para pagar el rescate por todas las consecuencias de nuestro pecado. El pago de ese precio es lo que nos da libertad y paz con Dios. ¡Y pensar que yo estaba cara a cara con el Mesías, el Hijo del hombre, el Hijo de Dios, el prometido de Israel, el Salvador del mundo! ¿Qué me creía yo al tratar de convencer al mismísimo Hijo de Dios con mis tontos argumentos?
Al poco tiempo de mi encuentro secreto con Jesús sucedió un incidente en el que quizás sin darme cuenta, porque la justicia también me apasiona, me vi forzado a defender a Jesús. Al oír las enseñanzas de Jesús, muchísimas personas en Jerusalén se entusiasmaron en gran manera. Algunos decían: «Verdaderamente éste es el profeta», mientras que otros afirmaban: «¡Es el Cristo!». Pero también había otras personas que objetaban: «¿Cómo puede el Cristo venir de Galilea? ¿Acaso no dice la Escritura que el Cristo vendrá de la descendencia de David y de Belén, el pueblo de donde era David?» Así que, por causa de Jesús, la gente estaba dividida. Algunos hasta querían arrestarlo, pero nadie le puso las manos encima. Los guardias del templo, que fueron enviados para espiar a Jesús, volvieron a quienes los había enviado, o sea, a los jefes de los sacerdotes y a los fariseos, quienes les preguntaron: «¿Se puede saber por qué no lo han traído?», a lo que los guardias respondieron: «¡Nunca nadie ha hablado como ese hombre!» Los fariseos, enfurecidos, dijeron: «¿Así que también ustedes se han dejado engañar? ¿Acaso han creído en él alguno de los gobernantes o de los fariseos? ¡No! Pero esta gente, que no sabe nada de la ley, está bajo maldición.»
Entonces, sin pensarlo dos veces, me paré y les interrumpí, diciendo: «¿Acaso nuestra ley condena a un hombre sin antes escucharlo y averiguar lo que hace?» A lo que uno de ellos contestó: «¿No eres tú también de Galilea? Investiga y verás que de Galilea no ha salido ningún profeta» (Juan 7:45-52). En ese momento cobraron importancia las palabras que Jesús me había dicho durante mi encuentro clandestino con él.
Todo lo que les he contado hasta ahora no se compara con lo que me sucedió unos años más tarde. La vida de Jesús terminó trágicamente: fue arrestado injustamente, condenado indebidamente a muerte, maltratado despiadadamente, y crucificado con un escarnio sin comparación. Las palabras más aterradoras de Jesús fueron las que pronunció en sus últimos minutos de vida. Desde la agonía de la cruz, él gritó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Luego, gimió y dijo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Consumado es». Y luego de decir esto, murió.
La muerte de Jesús me causó una profunda tristeza. Creo que recién en ese momento comprendí lo que Jesús me había advertido aquella noche en que lo visité, cuando me dijo: «así también tiene que ser levantado el Hijo del hombre». La muerte produce un gran dolor.
Después de la crucifixión y muerte de Jesús, José de Arimatea, un amigo mío, le pidió a Poncio Pilato el cuerpo de Jesús. José era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos, así como yo. Con el permiso de Pilato, José fue y retiró el cuerpo, y me invitó a acompañarle para darle a Jesús el entierro honorable que se merecía. Así que allá fui, llevando conmigo más de treinta kilos de una mezcla de mirra y áloe. Entre los dos tomamos el cuerpo de Jesús y, conforme a la costumbre judía de esa época, lo envolvimos en vendas con las especias aromáticas. En el lugar donde crucificaron a Jesús había un huerto, y en el huerto un sepulcro en el que todavía no se había sepultado a nadie. Como estábamos en el día judío de la preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusimos allí a Jesús. Yo fui testigo de que Jesús estaba muerto (Juan 19:38-42). Yo mismo lo sepulté.
Como yo era un hombre rico y de buena posición, y estaba acostumbrado a tener siempre lo mejor, había comprado todas esas especias para tenerlas prontas para mi propio entierro. Pero después que conocí a Jesús, me di cuenta que él, y no yo, era quien merecía tener lo mejor. No me quedaban dudas que Jesús era Rey. Por ello usé todo lo que tenía para darle un digno sepelio; porque realmente Jesús era el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios, mi Rey.
Pero la historia no termina allí. Al tercer día hubo una noticia alarmante: el cuerpo de Jesús no estaba en la tumba donde lo habíamos puesto. Unas mujeres nos escandalizaron con que unos ángeles habían anunciado que Jesús había resucitado (Juan 20:1-18). Para mí fue imposible de creer; cuando alguien muere, muerto está. Pero luego de investigar entre sus seguidores, ellos, a pesar de también estar atónitos con la noticia, afirmaron haber visto a Jesús vivo, resucitado, ese mismo día, el primer día de la semana. ¡Jesús se les apareció vivo y habló con ellos (Juan 20:19-22)! El testimonio de estos hombres y estas mujeres me convencieron que ese Jesús a la verdad era el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. Bueno, no solamente que era, sino que ES el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. ¡Qué preciosísima noticia! ¡Qué magnífica razón de felicidad!
Todos estos breves momentos en mi vida están relatados en el Evangelio de Juan, uno de los seguidores de Jesús, como testimonio de la obra de Jesús, el Cristo. Las señales que él hizo corroboran su amor por nosotros, como la luz pura que irrumpe la oscuridad y la disipa. En lugar de duda, temor, muerte y condenación, Jesús trae perdón, resurrección, vida y esperanza. Jesús se ocupó de mí, me tomó en cuenta, me dio un renacer eterno.
Quizás al escuchar mi historia podrán identificarse conmigo. Pero hoy quiero que presten especial atención a mi testimonio del amor de Jesús. Nunca me olvidaré de lo que experimenté aquélla noche. Por primera vez en mi vida había conocido a alguien que ante mi pecado no mostró horror ni desprecio, sino una infinita ternura y un deseo enorme de sanar mis heridas internas; alguien que me dio una vida nueva. Ahora no me avergüenzo de él.
Gracias a él tengo paz y me siento amado y en plenitud. Y lo que me pasó a mí, les puede suceder también a ustedes. Todos buscamos ser felices, pero lo hacemos por caminos equivocados. En el fondo nos sintiendo vacíos y no nos queda otra que tratar de fabricar nuestra propia felicidad. Nos sentimos abatidos y cansados, pero ¿dónde está la respuesta? La respuesta está en Jesucristo, porque él es el Camino, la Verdad, la Vida. Jesús salió a mi encuentro, vino a mí, y me rescató. ¿Lo hizo porque yo era bueno con él? No. ¿Porque yo era alguien con mucho mérito? Tampoco. Jesús lo hizo sólo por amor. Jesús nos muestra que Dios nos ama infinitamente y por eso nos perdona y nos da la posibilidad de emprender una nueva vida. Él dio su vida en la cruz por nosotros para que, por fe en él, podamos formar parte de la familia de Dios. Seguir a Jesús es nuestra nueva razón de ser.
Estimado oyente, le invito a que cada día conozca un poco más a Jesús a través de las Sagradas Escrituras, donde hay muchas historias como la mía: historias de vidas cambiadas por Dios para la eternidad. Permita que el Espíritu Santo obre en su corazón y en su vida para ser cada vez más como Jesucristo, quien nos motiva a comunicar su Palabra a otros, a ser compasivos como él, a amar a otros, y a convertirnos en sus embajadores.
Bueno, me despido. Ya saben, cuando en el futuro escuchen mi nombre, Nicodemo, recuerden que yo también creo en Jesús como mi Salvador, y que quiero lo mismo para todo el mundo. Les deseo las más ricas bendiciones en el nombre de nuestro Dios Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
Si de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones.